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CAPÍTULO 10

El vuelo
de la libélula


Lola se sentía mal. Las partidas de vacunas eran insuficientes y no les habían enviado la totalidad de los otros insumos solicitados. Temía que todo eso, en parte, se debiera a su error con el llenado de planillas. Mariana trataba de tranquilizarla, pero la preocupación no se le borraba de la cara. Juan, aunque parecía molesto, lo disimulaba bastante bien.

—Bueno, ¿armamos por sectores, por grupos etarios, priorizamos a los pacientes más riesgosos? —En medio de eso interrogantes, los médicos se pusieron a trabajar en una logística que parecía imposible.

Lola tenía deseos de llorar. Sentía que si alguien se moría por una neumonía seguramente ella sería la culpable. Sin embargo, con criterio y creatividad, Juan y Mariana fueron trazando un plan viable.

—Uy, es tarde. Tengo que ir hasta casa a buscar unas cosas. Ya vuelvo. Si tenés que ir a los parajes, andá yendo, Juan. Yo calcu­lo que en veinte minutos estoy de regreso —anunció Mariana.

Juan, que hasta ese momento había estado absorto con el plan de vacunación, se detuvo a observar a Lola. Era evidente que estaba afectada.

—No te pongas así —se arrodilló frente a ella y le levantó el mentón para mirarla a los ojos—. No es la primera vez que pasa, si eso te deja más tranquila.

—No me deja tranquila, para nada. La verdad es que me siento mal.

—No es culpa tuya, sino de esos hijos de puta que ponen trabas para todo, hasta para una partida de vacunas.

—No son solo las vacunas, faltan insumos también.

—Faltan desde que empecé a trabajar acá. No te amargues ni te persigas.

Lola bajó la cabeza abatida, pero Juan buscó su mirada y le dijo:

—Lola, acá la gente no se muere solo por las vacunas. Tienen estudios retrasados, mala nutrición, viven en lugares inhóspitos, sufren diabetes, problemas cardiológicos… Ni que hablar de los casos de violencia y abuso. Las causas son miles, las vacunas no cambian demasiado las cosas. Tenemos un sistema sanitario colapsado, programas que no funcionan… y mucha burocracia.

—Ni siquiera me autorizaron los estudios de alta complejidad, necesitaban una auditoría y todavía no la tenían —a Lola se le quebró la voz. Juan la abrazó para contenerla.

—Arriba ese ánimo, mirá que yo puse todas mis fichas en vos. —Estaba demasiado cerca al decir aquello. Lola lo percibió, pero no quiso apartarlo.

—Apostaste demasiado —replicó.

—No. Más aún, estoy seguro de que vas a volver a la ciudad y vas a conseguir lo que falta. —Estaba siendo condescen­diente con ella, pero Lola aceptó su voto de confianza—. Vení, acompañame a recorrer otros parajes que no conocés.

Lola no se resistió. Necesitaba irse de ahí, respirar otros aires, calmar su congoja.

Salieron en camioneta e ingresaron por un sendero estrecho. El olor a verde era embriagador y borraba tiernamente las culpas.

—¿Hace cuánto que estás acá? —le consultó Lola sin dejar de mirar por la ventana el paisaje.

—Dos años y pico.

—¿Por qué viniste a La Colonia?

—Es una historia larga —Era evidente que no tenía muchos deseos de abrevar en ella.

—La quiero escuchar —insistió Lola.

—Me recibí rápido, a los veintiséis tenía mi título con un muy buen promedio. Hice la residencia en un hospital público; una experiencia buenísima, aunque dura también. Me quedé ahí y después entré a trabajar en una clínica privada, el dueño era un amigo de mi papá; de hecho, mi viejo es el abogado de la clínica. Al principio estaba entusiasmado, pero después vi tanta frialdad, tanto negociado con la salud, que me empecé a asquear. La situación del hospital tampoco ayudaba, veía a la gente esperando siglos para ser atendida, falta de insumos; bueno, algo de lo estás viendo ahora acá. En ese momento llegué a cuestionarme mi vocación, sentía mucha impotencia.

—Supongo que es algo que les debe de pasar a muchos médicos cuando empiezan…

—Tal vez. Pero a mí se me sumó la muerte de mi vieja, un cáncer de páncreas fulminante. Sentía que con todo lo que había estudiado no había encontrado la manera de salvarla.

No pudo seguir. Lola tampoco tuvo el coraje de preguntar más.

Se quedaron en silencio. Fue él quien decidió volver a hablar:

—Mi papá y mi hermano continuaron enfrascados en su estudio y yo no sabía qué hacer de mi vida. Estaba un poco perdido. Fueron tiempos horribles. Dejé la clínica privada, me dediqué a full a la salud pública y fui llevando mi duelo como pude.

—¿Y La Colonia? ¿Cómo apareció entre tus opciones?

—Cosas del destino. Mariana era amiga de mi mamá, se conocían desde chicas, eran vecinas, se criaron en la misma cuadra. Ella me llamaba siempre, conmigo tenía una relación especial. Una mañana se comunicó para ver cómo estábamos y me contó que andaba buscando un médico joven, para La Colonia, le habían autorizado un puesto más y quería saber si conocía a alguien a quien le interesara la experiencia. No sé, en ese momento sentí que el puesto era para mí.

—Guau… Fuerte, seguro sentiste que tu mamá te estaba marcando el camino.

—Algo así, aunque mi viejo no pensó lo mismo. Su sueño de “m’hijo el dotor” no tenía mucho que ver con esto. Discutimos demasiado. Ya no le había gustado mucho que dejara la clínica, pero lo de La Colonia fue un baldazo de agua fría. Recuerdo sus palabras: “Es una locura tirar un título en medio de la nada”.

—A veces los padres anteponen sus expectativas a las de sus hijos. No creo que lo hagan por maldad, pero les cuesta entender que somos personas diferentes de ellos, que tenemos otros sueños, otros anhelos… Igualmente, venir a La Colonia debe de haber significado todo un cambio para vos.

—Sí, yo vivía rodeado de comodidades, nunca me faltó nada; es más, ahora que lo pienso bien, creo que a nivel material me sobró todo. ¡Y acá es tan distinto! Uno empieza a reconocer el valor real de las cosas. Además, este sitio me ayudó a sobrellevar mejor el duelo de mi vieja, porque yo venía a los tumbos. Acá sentí que mi vocación tenía sentido. —Juan paró la camioneta e indicó—: Bajemos, vamos allá, a esa escuelita, quiero hacerles una revisión general a los chicos y a Flora, la maestra. Ella está con un problema cardiológico complicado, es uno de los estudios que necesitamos con urgencia.

Lola, que hasta ese momento había logrado relajarse, sintió nuevamente el peso de que la vida y el bienestar de alguien dependieran de sus gestiones. Juan percibió el cambio y, tomándola de los hombros, le remarcó:

—Lola, en este laburo vas a encontrar muchas cosas que te superan, no todo es tu responsabilidad. Te traje para distenderte, no para sufrir. Ya vas a ver que tanto Flora como los chicos de la escuela son divinos.

En cuanto escucharon el auto, salieron de la escuelita unos quince niños que tenían entre cinco y catorce años. Llegaron corriendo a recibirlos y los abrazaron con una ternura que la emocionó. Ni siquiera la conocían e igualmente estaban allí, queriéndola porque sí. Detrás, salió una mujer de más de cincuenta años, la seño Flora. Era gordita y sonriente. Lola se sintió tan plena que por un momento deseó quedarse por siempre allí. No tenía nada que ver con su casa paterna, pero el escuchar los juegos, los correteos de los chicos y sus risas, fue como conectarse con ese mundo ruidoso que había dejado atrás.

Los niños le mostraron la huerta, el aula y sus cuadernos, mientras Juan los llamaba uno a uno para revisarlos.

Lola cada tanto lo observaba. Él les hacía chistes y cosquillas, mientras los auscultaba, los medía y completaba el procedimiento médico. Ese hombre era una caja de sorpresas. Sonreía, aunque en su rostro era fácil entrever la sombra de la preocupación. Igualmente a cada uno de sus pequeños pacientes le infundía confianza. Sus manos daban palmadas

tiernas, tal vez uno de los pocos gestos de ternura y protección que esos chicos recibirían ese día. Parecía hipnotizada por Juan. Volvía la mirada hacia él cada dos por tres, pero dejó de hacerlo cuando sus ojos negros la descubrieron. Se sintió traspasada y un poco avergonzada también.

Luego, lo vio ingresar a la escuela con Flora. Pasaron más de diez minutos y después salieron hablando animadamente, aunque a Lola le pareció que Juan estaba intranquilo.

Llegó la hora de marcharse y los chicos le obsequiaron montones de flores silvestres y unas cuantas naranjas. Dibujitos sin colores y coronas hechas de ramas de sauces también fueron parte de los regalos.

Lola se sentía feliz. Flora y sus alumnos los despidieron sonrientes, y ella por largo rato se quedó mirando hacia atrás, moviendo su mano de un lado al otro.

—Tenías razón, hace bien este lugar.

—Sí, aunque también te enfrenta a cosas demasiado duras.

—¿Qué le pasaba a esa nena, la rubiecita más grande?

—Cosas que suelen pasarles a algunas de las niñas de acá. Tenía signos de violencia, temo que pueda haber abuso… Ahora, en cuanto llegue al dispensario, me pongo en contacto con una de las casas que trabaja para la defensa de los derechos de niñas, niños y adolescentes, para que puedan intervenir. Hay que revisarla bien, necesito que una psicóloga hable con ella. Lo charlé con Flora, por suerte en estos días vamos a tratar de que duerma en el cole.

—¡Ay, qué espantoso! Había muchos casos así cuando trabajaba en el hospital de niños. Esas infancias que sufren y que casi nunca son escuchadas…

—También hay adultos que no ven o no quieren ver, o sea, doble sufrimiento.

Se quedaron en silencio gran parte del viaje, cada uno ensimismado en sus pensamientos. Finalmente, Juan preguntó:

—¿Y vos? ¿Qué hacés acá?

—Mi historia es mucho más simple. Vine a la ciudad para acompañar a mi novio que fue trasladado por razones laborales.

—Pero ¿cómo llegaste a este trabajo?

—Necesitaba trabajar, no tanto por dinero, sino para sentirme útil. Y bueno, un poco de suerte y otro tanto de acomodo.

—Ah, la familia de tu novio está bien acomodada entonces.

—Parece, no los conozco casi —no le gustaba mentir, por lo que buscó una respuesta discreta.

—¿Y tu familia?

—Mi familión, querrás decir. Somos seis hermanos, tengo un sobrino que viene en camino, unos padres que siempre tienen las puertas de la casa abiertas para todo el mundo, así que por momentos uno tiene la sensación de que vive en un hostel y no en un hogar convencional. Aprendimos a vivir en el caos, ropa por todos lados, el lavarropas funcionando el día entero, el tendedero colmado de remeras, bombachas, calzoncillos, medias… Libros, bolsos, cuadernos y cosas desparramadas en cada mesa y escritorio disponibles. O sea, mi

casa es un despelote. —La sonrisa de Lola fue tan fresca, tan sincera, que Juan tuvo la certeza de que extrañaba demasiado eso que había definido como “despelote”.

—Debe de ser lindo vivir así.

—Sí y no. Por momentos da ganas de salir huyendo, pero tiene lo suyo, es divertido. —Su mirada quedó perdida en el horizonte, como observando recuerdos.

—Por eso te aburrís acá.

—La soledad es complicada. A mí al menos no me gusta. A veces paso tantos días sin hablar con alguien que no sea Pablo o algún que otro compañero de trabajo, que me encuentro en el departamento hablando sola por los rincones… Tengo miedo de volverme loca.

—Nadie que habla solo enloquece. Lo que enloquece a las personas es callar.

Volvió el silencio. Juan decidió poner algo de música. Lola se dejó llevar por una canción ondulante, de esas que te hacen sentir en el balanceo de las olas.

—Qué lindo tema, ¿de quién es?

—Cantan Mon Laferte y Manuel García. Se llama algo de las libélulas. —Él la miró esperando su reacción. Pero Lola siguió inmersa en la melodía.

El desparpajo de ese cabello castaño claro que ella acomodaba con un rodete improvisado era demasiado atractivo. También sus aretes largos con piedras verdes y semillas que colgaban de sus orejas. Ni que hablar de ese tatuaje que se

dejaba entrever en la zona del hombro. No pudo confirmar qué era, tan solo había visto unas alas.

Solo de algo estaba seguro: Lola era peligrosamente cautivante.

Una mujer con alas

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