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CAPÍTULO 9

Encuentro
de chat


—El negocio es bueno. —Alberto observaba las proyecciones y características del contrato, su socio Matías lo miraba expectante—. El tema es que hay que instalarse sí o sí en San Pablo, al menos uno o dos meses.

—Dos meses, diría yo. No es tanto tiempo, pero yo estoy complicado con Gise y los chicos, están en una edad difícil, plena adolescencia. En cambio, a lo mejor para vos es más fácil… —dejó abierta la frase para ver cómo reaccionaba su amigo.

—Mmm, no sé. Leticia no va a querer ir; no me acompaña a una cena, mucho menos dos meses al Brasil.

—Podés ir solo también y viajar dos veces en el medio, tenemos recursos para costear esos gastos.

—Qué sé yo... Está muy sola, desde que se fue Magui anda medio apagada.

—Che, Albert, no quiero ser metido, pero por la amistad que tenemos te voy a hacer una pregunta: ¿qué le pasó a Leticia? Cambió mucho en los últimos tiempos. Cuando la conocí era un cascabel: puteaba, se reía, le encantaban las reuniones sociales. ¿Y después…?

—No sé, para mí también es un misterio. En un momento ella se dedicó a los chicos, yo a la empresa. Los dos siempre con quilombos, cansados, resolviendo cada uno las cosas como mejor podía, y un día, cuando los chicos crecieron y mis negocios también, éramos estos. —Alberto dejó los papeles, se levantó y empezó a prepararse un café.

Con Matías tenían una sociedad hacía dieciocho años; sin embargo, hablaban poco y nada de su vida personal. Pero en ese momento Alberto deseó compartir con alguien un tema que le preocupaba: la relación con su mujer.

—Con Leticia nos conocemos hace más de treinta años. Me acuerdo perfectamente el momento en el que me enamoré de ella. Estaba arengando a los compañeros en el Centro de Estudiantes de la facultad. Me encantó: era inspiradora. ¡Y su pelo colorado, lleno de rulos! Era como esas mujeres medievales que quemaban en las hogueras.

—Una bruja —dijo en tono de humor Matías.

—Una bruja de magia blanca —agregó Alberto sonriente—. En esa época ella creía que podía cambiar el mundo y yo también. Y desde entonces peleamos todas las batallas que creímos necesarias. Y cuando digo todas, son todas: las propias y las ajenas. Eran los primeros años de la democracia, imaginate… Ahora, si me preguntás cuándo se enfrió todo, no tengo idea.

Alberto levantó los hombros y Matías se quedó callado. Por un momento temió que con Gise, su esposa, le pasara algo similar.

—Ella era audaz, luchadora, risueña, estaba convencida de que las cosas iban a salir siempre bien. Confió en mí y en esta empresa mucho antes que yo. Llegaron los gemelos, Gabriel estuvo grave al principio y eso la volvió temerosa.

—Y claro, siempre me contaba que habían sido prematuros y que Gabriel fue el que peor la llevó.

—Después con Magui empezó a ser obsesiva y durante la infancia de los tres me costó verla sonreír. Llegaba a casa y siempre estaba agotada, puteando, llorando, embolada por el colegio, por el compañero que le había dicho no sé qué a quién, por el cumpleaños al que no habían invitado a Cristian y así. Luego se transformó en una especie de remisera, llevando, trayendo, buscando chicos de un lado a otro. Más de una vez me quedé a laburar hasta tarde en la oficina para no volver y encontrar ese quilombo y ese rosario de reproches. Volver a trabajar la conectó un poco con aquel entusiasmo, pero con el tiempo también se desilusionó. Quería hacer mil cosas y la puta burocracia le ganó. Se la comió el sistema. Se dio cuenta de que no podía cambiar nada y se resignó.

—Tal vez el viaje al Brasil sea una buena oportunidad para reencontrarse como pareja. —Matías no sabía muy bien qué aconsejarle.

—No, vos no conocés a Leticia. Es más fácil mover una montaña que sacarla a ella de casa.

—Y vos, ¿qué? ¿La seguís queriendo?

—Uy, qué pregunta… —Pensó unos segundos y respondió dudoso—: Sí, la quiero. Pero también uno se cansa de esa frialdad, de percibir que el otro no responde a tus atenciones. A veces me reprocho que por dedicarme tanto al trabajo la dejé un poco sola, sobre todo en la crianza de los chicos.

—Pero le construiste un palacio, una vida sin privaciones. ¿Qué más?

—No sé si era lo que ella quería. Detesta la monarquía, mirá si le va a entusiasmar vivir en un palacio, como vos decís… —Por primera vez Alberto sonrió—. Tal vez habría sido mejor tener menos cosas materiales y más tiempo juntos… Bah, conjeturas. —Tomó de un sorbo lo que le quedaba del café, y propuso—: Bueno, terminemos con esto que parece un culebrón mexicano. ¿Qué hacemos con la sucursal de San Pablo?


Leticia había chateado con Miguel unas cuantas veces. Entre charla y charla le contó que vivía en los Estados Unidos, que iba por el tercer matrimonio y que tenía cinco hijos. Dos con la primera esposa, uno con una segunda mujer con la que jamás legalizó, otro con una tercera y ahora uno pequeño con la cuarta. Le iba bien, aunque no tiraba manteca al techo; se había dedicado a una infinidad de negocios chicos y ahora tenía un polirrubro.

A Leticia, su vida, que todos creían perfecta, le sonó aburrida a la hora de describirla. El mismo esposo desde hacía casi treinta años, tres hijos, comodidades, vacaciones todos los veranos e inviernos, un trabajo estándar…

“Así que finalmente el tipo ese que te arrebató de mi lado se quedó con vos”, había escrito Miguel. Era la primera vez que aparecía una alusión a aquel pasado. Ella podría haber replicado y decirle que nadie la arrebató de su lado, que fue él quien la apartó. Pero prefirió el silencio, desde hacía muchos años prefería callar antes que decir, enmudecer antes que pelear. Como si parte de su carácter estuviera anestesiado.

Sin embargo, debía admitir algo. Desde que chateaba con Miguel se sentía más animada. Hasta procuraba colgar fotos en las que saliera bien. Buscaba aquellas que disimulaban sus arrugas o los rollos afincados en la cintura y en su cadera. De él no había visto casi fotos, solo dos o tres con su niño pequeño y su última esposa.

Estaba por cerrar la compu cuando lo vio conectado. El chat se reactivó con una pregunta: “¿Estás ahí?”.

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