Читать книгу Una mujer con alas - Fernanda Pérez - Страница 19

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CAPÍTULO 6

Los
"martirios"


—¿Qué pasa? ¿La zorrita esa no te responde los mensajes?

Claudia sonreía con sarcasmo, la ira contenida titilaba en sus pupilas. En los últimos tiempos se le había dado por utilizar esa manera irónica y violenta para dirigirse a Ernesto. Entre ellos no había un muro, sino un campo minado en el que cada uno aguardaba en su trinchera y cualquier paso en falso podía detonar las bombas. Claudia era quien atacaba. Ernesto, quien se replegaba. Aunque ya se estaba cansando de esa táctica.

—Te pregunté algo —volvió a decir con tono inquisidor.

—¿De qué hablás, Claudia? Siempre viendo fantasmas donde no hay, siempre acechando… ¡Me tenés podrido! —Que lo tenía podrido era verdad, lo de los “fantasmas”, no. En realidad sí estaba revisando su teléfono, comprobando si tenía mensajes de Caro.

—¿Fantasmas? ¿Te creés que soy estúpida?

—No, simplemente creo que sos una loca.

—Claro, desacreditame, eso es lo único que tenés para decir en mi contra. Ah, si yo hablara…

Ernesto se levantó violentamente del sillón y se dirigió hacia su mujer.

—Si hablaras, ¿qué? Quiero escucharte… A ver, ¿qué dirías?

Claudia se asustó, no esperaba esa reacción. Pero en pocos segundos volvió a ganar terreno y le recriminó:

—Diría que me metés los cuernos. Y tal vez no una, sino infinidad de veces.

—Delirios tuyos —mintió con cierta incomodidad.

—Ojalá, porque, si llegara a ser verdad, estarías en problemas. Sos el único que perdería con esta situación. Si mi viejo se entera, te juro que te inicia una demanda y a Joaquín no lo ves más.

Ernesto no pudo evitar la furia y, arrinconándola, le lanzó todo aquello que llevaba tiempo soportando:

—¡¡¡El puto discurso de que tu viejo es un intachable juez de familia, la puta costumbre de usar a tu hijo como botín de guerra y la putísima manía de amenazarme me tienen las pelotas al plato!!! Tu viejo puede ser muy poderoso, pero la verdad está de mi lado. Yo también conozco jueces a los que puedo contarles cosas realmente graves. Por ejemplo, que más de una vez te fuiste de la casa dejando a nuestro hijo solo porque no soportabas sus llantos, que vivís medicada todo el día, que no fuiste jamás a la guardería, ni al jardín, porque siempre tenés un dolor o un malestar que te lo impide, y que pese a estar en primer grado ni siquiera pudiste acompañarlo el primer día de clases. Ni que hablar de cuando se enfermó…

—No hables de eso, sabés que esa enfermedad fue la que me devastó. —Bajó su beligerancia, quedó vulnerable—. Sentía que no podía hacerlo, los hospitales me generan pánico. Soy una mujer débil, Ernesto.

—Sos débil para lo que te conviene. Para amenazar, para hablar con cinismo o para enloquecerme con tus indirectas no sos nada débil. Pero para hacerte cargo de tu hijo venís con el discurso de tus nervios, de tu ansiedad, de tus ataques de pánico y todas esas huevadas de niña rica. Andate a la mierda, Claudia, dejame de joder y dejale de joder la vida a Joaquín. Si sigo en esta casa es por él.

—Desagradecido, cuando te casaste conmigo se te abrieron todas las puertas, antes no eras nadie.

—Puede ser y pagué cara mi ambición. Tal vez soy un pelotudo y hasta un hijo de puta, pero no metas a Joaquín en el medio, porque me vas a conocer… Y tu familia, también.

Se alejó. En lo más profundo de su ser habría querido tener el poder de borrarla de su vida.

—¿Adónde te vas? —preguntó Claudia cuando lo vio agarrar sus cosas para salir.

—¿No sabías? —Ahora el irónico era él—. Joaquín tiene hoy solo dos horas de clases. Lo busco y lo llevo a casa de un compañerito con el que se va a quedar hasta la tarde. De ahí me voy al trabajo. Preguntale a Marta, como vos siempre estás al borde del colapso, es ella quien lleva nuestro cronograma.

—Sos cruel… —Bajó la cabeza y luego, tratando de apaciguar los ánimos, consultó—: ¿A qué hora vuelven?

—Volvemos los dos después, cerca de las seis. Tenés tiempo de sobra para andar por la casa con el pijama, simulando malestares y dedicarte a jugar a “la loquita”… Llamá a tu mamá o a tu papá para contarles la mala vida que llevás entre estas paredes. Contá bien cada detalle, así tu viejo lo va sumando a la causa.

No esperó respuesta, simplemente se fue. En la puerta de salida, Marta le dijo que se quedara tranquilo, que cualquier problema con la señora lo llamaba. Ernesto tampoco respondió a eso. Solo saber que Joaquín no pasaría el día en esa casa de locos sin su supervisión ya lo tranquilizaba. Marta era una buena mujer, pero no tenía carácter para manejar los arranques de Claudia.

Al subir al auto se quedó pensativo unos minutos. No encontraba la manera de liberarse de su esposa. Él temía que, en caso de divorciarse, la ley priorizara que Joaquín se queda­se con ella. Su suegro le haría la vida imposible. Era demasiado condescendiente con Claudia. Él no podía permitir que su niño terminara conviviendo en ese manicomio disfrazado de hogar. Ya bastante había pasado durante los últimos años.

Le sorprendía que una persona pudiera comportarse de manera tan distante con su hijo. Aunque no siempre había sido así. Al principio, había sido maternal, lo llevaba a las juntadas con sus amigas y lo mostraba con orgullo. Por momentos era insoportablemente obsesiva. Se levantaba mil veces a la noche para ver si respiraba. Si Joaquín lloraba más de la cuenta, partía desesperada al pediatra o a las eternas guardias de las clínicas. Le limpiaba las manos con toallitas humectadas en alcohol cada vez que alguien lo acariciaba o lo besaba… Pero cuando a los tres años le diagnosticaron leucemia, Claudia tomó una distancia absurda. Esa actitud también terminó por destruir una relación de pareja que ya estaba deteriorada. La psicóloga se lo había explicado así: “Tal vez por miedo a perderlo, Claudia alejó a Joaquín de su vida. Fue su mecanismo de defensa”. Pero Ernesto no era tan condescendiente. Él creía que para Claudia su casamiento, su hijo, eran los pasos esperados y necesarios para cumplir un mandato familiar y cultural. Mientras todo estaba bien, el mandato funcionaba. Pero ante el primer obstáculo (en este caso, un hijo enfermo), ya no pudo o no quiso seguir sosteniendo nada más. Ahora que lo pensaba bien, tal vez jamás había logrado maternar, con todo lo que implicaba esa palabra.

Frente a una Claudia distante y desequilibrada, a él le había tocado acompañar cada instancia del tratamiento. Estuvo a su lado durante la quimioterapia, fue quien calmó los llantos y malestares, quien llenó de energía su cansancio, quien le obsequió su sonrisa en los momentos más duros. Acompañó cada internación, lloró de felicidad solo cuando apareció el donante, padeció las interminables horas de hospital y se encontró solo durante la enorme ansiedad y angustia del proceso de remisión.

Sus suegros y su familia acompañaron cuanto pudieron, pero su mayor sostén fue su propio hijo. Joaquín era un ser resiliente, como un corcho pequeño que flota en medio del océano. Ahora que lograba mantener el fantasma de la enfermedad a raya, Ernesto debía admitir que su pequeño estaba hecho para la vida.

Ese fue también un tiempo de culpas. Dejó a Carolina con el convencimiento de que debía dedicarse solo a su familia y dar por finalizada esa relación clandestina.

Caro había aceptado esa distancia. A él le hubiese gustado que se involucrara con lo de su hijo, pero no. Acató su deseo sin replicar. Eso también le dolió. Para Ernesto, ella no era una amante ocasional. Se había quedado embelesado desde el primer momento en que la vio. Después aprendió a amarla. ¡Querer a Carolina era tan sencillo…! En cambio con Claudia…

Su esposa era una muñeca: preciosa, fina, culta… Pero él se había casado con ella más por convencionalismo (al fin de cuentas era todo lo que en su casa denominaban “buen partido”) y cierta atracción. En ese momento, pensó que tal vez eso era amor, pero al parecer no. Pero ¿acaso alguien sabe a ciencia cierta qué es el amor? Cuando el convencionalismo y la atracción se esfumaron, quedaron un hijo con una enfermedad que los destrozó, muchas mentiras, demasiados ataques y una hostilidad insoportable.

Volvió a revisar el teléfono, no había mensajes. Se tomó unos segundos para escribir: “Entiendo que ya volviste de viaje. ¿Podemos vernos?”.

Aguardó unos segundos más. La respuesta no llegó.


Carolina se sentía Hamlet. No se trataba ya de “ser o no ser”, sino de “llamar o no llamar”. Había vuelto de España. Estaba ultimando detalles para iniciar su trabajo en los consultorios de Lara, su amiga. Le había pasado tres casos que quedarían a su cargo: una niña disléxica, que estaba comenzando el cuarto grado; un pequeño con déficit atencional, que estaba en segundo; y un tercero con síndrome de Down, al que debería acompañar tres veces a la semana al colegio en calidad de integradora.

Repasaba apuntes y diagnósticos, pero su cabeza no lograba abstraerse del teléfono celular.

Ernesto le había enviado varios mensajes a los que tuvo la tentación de responder, pero no lo hizo. Lo de Diego en cambio era distinto. No había nada peligroso en discar su número… ¿Por qué no la había llamado él? “Basta, me estoy comportando como una adolescente estúpida”, se reprendió.

Se pasó todo el día buscando excusas, hasta que cerca de la tardecita encontró el pretexto perfecto. Marcó. Las manos le temblaban. Sonó tres veces, y estuvo a punto de cortar, pero él atendió. Ya no había escapatoria.

—Hola.

—¿Diego?

—Sí. ¿Quién habla?

—Yo, Carolina Acosta.

—¡Hola! ¿Cómo andás? —Él no era de mostrar sus sentimientos, pero a ella le tranquilizó saber que le había gustado escucharla.

—Perdón que te moleste…

—No es molestia, decime.

—Cuando nos vimos vos me contaste que manejabas grupos musicales y esas cosas, y quería saber qué chances habría de organizar algún recital a beneficio o algo así para la gente de La Colonia. Yo antes trabajaba para esa zona, cuando estaba en Desarrollo Social. —Le sonaba que había pasado una eternidad de aquello.

—Sí, estaría bueno. Podés contar conmigo… para lo que sea. —Eso último había sonado intencional—. ¿Cuándo nos vemos para organizar?

—Bueno, en realidad no sé si sería ya, tan pronto. Es algo que se me ocurrió ahora, tendría que hablarlo con la gente de La Colonia.

—Igual, ¿cuándo nos juntamos? Podemos hablar de otras cosas también, ¿no?

—Sí, obviamente. Te mando un mensaje en estos días y vemos de tomarnos un café.

—Prefiero una cervecita por la noche, ¿qué te parece? A no ser que quieras un martini —dijo con sorna.

Carolina sonrió imaginando el gesto seductor con el que habría dicho aquello.

—Mejor cerveza.

—Organicemos ahora, porque si no después no vas a llamarme.

—Está bien. —Caro volvió a sonreír, Diego tenía razón—. Decime vos, que sos el que conoce más la noche, ¿adónde nos vemos?

—¿Por qué no te venís el viernes a mi pub, a Martirio? Toca una banda.

—Dale, ¿a qué hora?

—Cerca de las diez. Picoteamos algo y a la medianoche largan los músicos. ¿Te parece?

—Perfecto, nos vemos el viernes.

—¿Sabés dónde queda, no?

—Sí, nos vemos ahí. Besos.

—Besos.

Carolina cortó rápido.

Era extraño, se sentía como aquella vez cuando Diego le había pedido que lo acompañara a los quince de su prima. “Vamos como amigos, ¿qué problema hay?”. Pero para ella fue una salida reveladora, fue cuando comprendió que lo amaba, con ese modo de amar tan visceral y propio de la adolescencia. ¿Había vuelto alguna vez a sentir de esa manera?

“Por Dios, no puedo ponerme así. Me estoy convirtiendo en una reverenda boluda”, se dijo justo en el preciso momento en el que estaba por contar los días para saber cuánto faltaba para el viernes.

Eliminó esa cuenta absurda y se concentró en el diagnóstico de sus pacientes.

Esa fue la primera noche que no sintió su corazón abrumado por la lejanía de Ernesto.

Una mujer con alas

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