Читать книгу Una mujer con alas - Fernanda Pérez - Страница 12

LOLA

Оглавление

¡Al fin voy a comenzar a trabajar! Necesitaba volver a sentirme útil, ganar mi propio dinero. No fue fácil convencer a Pablo, pero al verme tan cabizbaja, claudicó.

Hace algunos meses estábamos en Córdoba, buscando una casa cerca de la de mis padres y, de pronto, él apareció con la idea de irnos a vivir a su ciudad.

—Mi primo, el que es ministro de Gobierno, me consiguió un puesto de asesor en el área de Comunicación. Es una gran oportunidad y el sueldo es muy bueno. Le quedan dos años y medio de gestión, pero podemos hacer una buena diferencia de guita y después vemos si podemos volvernos para acá o irnos al exterior.

Me costó asimilar la propuesta. En primer lugar, porque yo no soy de las que le dan demasiada importancia al dinero y, por otra parte, porque eso de irnos un tiempo para luego volver me sonaba a excusa para hacer menos doloroso el desarraigo.

Llevábamos tres años de novios y estábamos proyectando vivir juntos. Pero una cosa era dejar la casa paterna y otra muy distinta instalarnos a tantos kilómetros de mi hogar, de mi mundo. Me costó horrores asimilar la idea de alejarme de mis viejos, de mis abuelos, de mis hermanos, de mis amigos. Soy una persona sociable por naturaleza; en realidad, habría sido imposible no serlo en una casa con seis hijos, en la que siempre hay gente desparramada por los rincones.

—¿Qué voy a hacer yo allá? —le pregunté.

—Lo que quieras. No vas a necesitar trabajar, así que vas a poder viajar para acá cuando quieras.

—Trabajo desde que tengo veinte y me encanta —repliqué. Siempre me gustó trabajar, incluso más que estudiar.

—Bueno, entonces trabajá allá. No vas a decirme ahora que vas a extrañar tu puesto en el hospital. Volvés llorando todos los días, quejándote de la burocracia, angustiada por las enfermedades graves, por la indigencia, por la ignorancia. ¡Ni te digo cuando se muere un chico!

—Una cosa es llorar todos los días y otra es dejar de trabajar.

—Podés ejercer tu profesión donde sea. Encima, lo de acá es un contrato, algo que puede terminarse en cualquier momento.

—Igual, es mi laburo.

Me miró con firmeza y me advirtió:

—Bueno, no sé, yo me voy.

Sabía que entre nosotros no funcionaría una relación a distancia. Al menos no para mí.

Sabía también que Pablo ya tenía su decisión tomada.

No le respondí en ese momento y le pedí unos días para pensarlo.

Cuando se lo conté a mis padres, no ocultaron la sorpresa. En el fondo, ya les dolía un poco que me fuera de casa y ahora además venía con esto de instalarme en otra ciudad. Igualmente ellos son de los que apoyan las decisiones de sus hijos. Ni siquiera era una situación extraña. Benjamín vivía en España hacía ya unos cuantos meses y Carla se había ido hacía dos años a vivir con su pareja. En casa solo quedábamos Vico, Matías y Lautaro, y yo.

—Si es bueno para los dos, vayan. No estamos tan lejos, vamos a poder vernos seguido —dijo mi mamá. Mi papá no agregó mucho más.

Mis hermanos hicieron chistes como: “¡Qué bueno! Nos queda un cuarto libre”, “nadie va a estar molestándonos para que ordenemos”, “por fin Dios escuchó nuestro ruego” y ese tipo de cosas. Pero lo cierto es que no paraban de abrazarme y besuquearme. Sobre todo Vico; es dos años mayor que yo, pero siempre hemos sido muy unidas.

Cinco días me tomé para pensar. En ese tiempo no me encontré ni hablé con Pablo. Nos mandamos algunos mensajes, a los que yo simplemente respondía: “Necesito un poco de distancia para decidir”. Finalmente opté por irme con él. No porque estuviera tan convencida, sino porque en esas pocas jornadas de lejanía me di cuenta de que lo extrañaba y lo quería.

Nos habíamos conocido algunos años atrás, en un congreso de la universidad. Yo jamás escuché lo que explicaba el disertante, solo me dediqué a mirarlo. Era perfecto: sus ojos claros, su piel tostada, su cuerpo torneado… Estaba impecable y tenía un perfume exquisito. Cuando se organizaron los grupos de trabajo rogué al cielo que me tocara con él. Y así fue. Éramos cinco en el equipo. En ese momento no me prestó demasiada atención. Su inteligencia y esa capacidad de comunicar me dejaron encantada. Días después armamos una salida nocturna entre todos los participantes. Recuerdo que dejé atrás mis pollerones coloridos y mis musculosas claras, para ponerme un vestido negro y ceñido que me marcaba las curvas. Me maquillé, me planché el pelo y utilicé todos los artilugios necesarios para que me mirara. Finalmente lo logré. A las tres semanas estábamos saliendo. No tenemos demasiado en común, pero nos gustamos, nos amamos y respetamos. Tres años juntos no es poca cosa.


El 3 de enero. Esa fue la fecha de la partida. Era una mañana lluviosa y eso le imprimió más dramatismo a la despedida. Igualmente me mantuve estoica y sonriente; recién cuando tomamos la ruta me permití soltar alguna lágrima. Pablo manejaba con una mano y con la otra me acariciaba la cabeza, mientras me repetía una y otra vez: “Vamos a estar bien”.

Puse lo mejor de mí para adaptarme a un departamento caluroso en el corazón de la ciudad. Traté de vincularme a algunos de sus viejos amigos (cuyas mujeres no hacían grandes esfuerzos por integrarme) y sobrellevé de la mejor manera esa primera etapa. Llegué a llamar hasta tres veces al día a mi casa, y cuando de fondo escuchaba a mis hermanos y a sus amigos en la pileta o me contaban que eran un montón y que iban a preparar un asadito porque la noche estaba divina, sentía que mi soledad era inconmensurable. Colgaba y lloraba.

La familia de Pablo es pequeña y distante. Su hermana Virginia siempre está ocupada, mi suegra es más bien fría y mi suegro habla lo justo y necesario. No hay abuelos vivos y el vínculo entre tíos y primos no es muy cercano, así que por ese lado tampoco recibía contención.

Además, Pablo salía a trabajar cerca de las siete de la mañana y volvía a las ocho de la noche. “Este es un mes clave para ponerme al día con todo. Pero te prometo que desde febrero van a ser solo ocho horas, así que cerca de las cuatro y media voy a estar en casa”. Era obvio que sentía culpa, porque, aunque yo trataba de mostrarme animada, mi tristeza era evidente.

“Enero es un mal mes, las ciudades están desiertas”, comentaba como para alentarme.

En febrero mis padres vinieron a visitarnos. La pasamos muy bien, pero se me hizo tan breve… En cuanto se marcharon, volví a sentir ese vacío de la soledad. Casi sin querer, me empecé a transformar en una voyerista de las redes. Daba vueltas y vueltas, “stalkeando” las cuentas de amigos y conocidos. Cosa horrenda, eso de andar metiéndome en cuentas ajenas era casi lo mismo que mirar por la ventana del vecino. Pero se me hacía inevitable. Instagram estaba sacando lo peor de mí: las fotos de mis amigas reunidas en las clásicas noches de jueves de mujeres solas y cosas por el estilo me despertaban envidia, bronca, angustia… Me estaba volviendo una persona odiosa. Tenía que hacer algo al respecto.

Los primeros días de marzo empecé a buscar opciones de cursos o deportes, pero nada me entusiasmaba. Encima todo representaba gastos y, aunque Pablo es un tipo generoso, yo no estaba dispuesta a hacerle pagar ninguna acti­vidad recreativa. Lo que necesitaba era trabajar, no tenía dudas. Se lo expuse a Pablo una noche, en medio de un brote de angustia. Seguramente aquello lo movilizó, porque cinco días después llegó con la noticia. “Mi primo te consiguió un puesto en el área de Desarrollo Social. Es una suplencia, pero creo que te va a gustar. Están buscando a alguien con tu perfil”. Me le colgué del cuello gratificada.

“Te voy a pedir un favor, no hables de tu vida personal. Podés decir que estás en pareja, pero evitá los detalles, ni se te ocurra decir que tu novio es el primo del ministro de Gobierno, porque, si no, todo el mundo va a empezar a manguearte cosas”, me recomendó.

Y acá estoy yo ahora. Mirando mi pantalón oscuro, mi camisa blanca, mi cabello ondulado amordazado con una trenza larga y mi alma llena de entusiasmo.

A punto de salir de casa, me llega un WhatsApp de mi mamá: “Buen comienzo, hija”. Ese mensaje me anima para salir desafiante por la calle, dispuesta a comerme el mundo. Estoy segura de que allí, en ese “puesto piola”, como lo calificó Pablo, está mi lugar. Mi espíritu romántico agrega: “Seguramente hay mucho para hacer”.

Llueve, pero nada puede quitarme la sonrisa de los labios. Salgo caminando con mi paraguas, feliz como una loca. Me calzo los auriculares y pongo a Rod Stewart con un tema que mis viejos solían cantar en un pésimo inglés y que a mí me encanta: “I want to know, have you ever seen the rain?”.


Una mujer con alas

Подняться наверх