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CAPÍTULO 4

La Colo


—¿No venís? —Alberto hizo la pregunta por pura formalidad. Era evidente que Leticia no iba, estaba descalza, desarreglada, con un pantalón viejo y una camisola suelta.

—No, prefiero quedarme. No conozco a nadie.

—Me conocés a mí. —No ocultó su malestar pese a que ya se había acostumbrado a ir solo a esos eventos—. Como quieras. Yo tengo que ir. Voy a volver lo antes posible.

Le dio un beso suave, de esos que no provocan nada. Pero ella valoró el gesto; al fin de cuentas Alberto aún ponía algo de su parte por mantener cierta dulzura en una relación que se iba apagando.

Cuando cerró la puerta, se sintió liberada. La verdad era que la contrariaba un poco negarse a salir con él o esquivar sus pequeñas manifestaciones de cariño.

Abrió una bolsa de caramelos y se metió en la cama sin más compañía que su teléfono celular. Entró al Instagram de sus hijos. Vio sus fotos de nuevo. De alguna manera era como sentirse aún parte de sus vidas. Los veía sonriendo con amigos a los que desconocía, en fiestas, y hasta tenía la tentación de reprenderlos cuando aparecían con vasos gigantescos de fernet o cerveza. ¿En qué momento se habían ido? ¿Cuándo dejaron de necesitar sus caricias y besos? ¿Cuándo dejaron de llamarla por la noche porque tenían miedo o les dolía la panza? ¿Cuándo se les volvió tan sencillo estar lejos del hogar? Sintió deseos de llorar, pero se resistió. Algo se iba secando dentro de ella.

¡Los extrañaba tanto! Tenía un esposo encantador, un buen trabajo, una excelente posición económica, salud, familia, amigos, pero nada de eso le era suficiente.

Dejó el aparato con hastío. Dio unas cuantas vueltas por el cuarto y encendió la computadora. Le gustaba ver Facebook en la notebook, era más sencillo para su presbicia. Su mundo era más cercano a Face que a IG. Vio algunas fotos de sus hermanos, mandó unos saludos de cumpleaños y se encontró con tres solicitudes de amistad. Una era de Lola, su nueva compañera, y más por respeto que por interés terminó aceptándola. La otra era de una desconocida que se hacía llamar “Madame Bovary”. “Esta está peor que yo”, se dijo y la rechazó.

La tercera la puso en alerta. Ella, que creía adormecidas sus emociones, sintió de pronto un aleteo vital. “Miguel Martínez”. No lograba ver bien la foto de perfil. ¿Sería el Miguel Martínez de la universidad? Habían tenido un romance breve, pero contundente. El primer hombre con el que se había acostado.

Leticia pertenecía a una generación amedrentada bajo el discurso de que se debía llegar virgen al matrimonio. Su madre machacaba: “Todos buscan lo mismo y cuando lo tienen, chau…, desaparecen”. Si a eso le sumaba la mirada intimidatoria de su padre, se podría decir que fue realmente una audacia que tuviera su primera relación a los diecinueve, siendo soltera y con un muchacho al que no había conocido lo suficiente.

Igual, el amor duró poco y le dejó el corazón destrozado. Muchas veces pensó que su madre había tenido algo de razón y se horrorizó cuando años más tarde le repitió una frase similar a Magui.

Por suerte, meses después del abandono de Miguel, apareció Alberto. La pérdida se fue borrando lentamente. Él dejó la facultad y no se vieron nunca más. Sin embargo, Miguel estaba ahora allí, enviándole una solicitud de amistad… Dudó un rato; finalmente, la aceptó.

Estaba por meterse en su muro para indagar un poco más, cuando el chat se activó y Miguel Martínez apareció preguntando: “¿Sos vos, Colo?”.

Colo… hacía años que nadie la llamaba así. Después de esa herida de amor, resolvió dejar atrás el Colo y asumir el Leti. Alberto apoyó la iniciativa y fue el primero en incorporar el cambio.

Sin embargo, ese “Colo” la conectó con aquella Colo que había sido. Esa que se reía con fuertes carcajadas, esa que siempre tenía algún programa para el fin de semana, esa que no tardaba en hacer amistades, esa que hacía gala de su inteligencia e ironía, esa que peleaba y discutía por todo lo que consideraba justo, esa que había festejado en las calles el advenimiento de la democracia, la misma que había abrazado con pasión las causas de los derechos humanos, la que había integrado la lista del Centro de Estudiantes… Esa Colo de las peñas, de las asambleas estudiantiles, de las discusiones acaloradas, de las noches de boliches, de las largas horas de estudio, de la avidez por los libros de historia latinoamericana, no solo había desapare­cido detrás de una tintura castaño cobriza, sino también detrás de una vida plagada de obligaciones, comodidades y rutinas.

Tardó en escribir. Si había sentido culpa en aceptar la solicitud de amistad, responder el mensaje le parecía un pecado mortal.

Finalmente, tecleó nerviosa cual una púber: “Sí, soy yo. ¿Cómo estás? ¿Qué es de tu vida?”.

Una mujer con alas

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