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I.3. La imparable irrupción de la sostenibilidad y el desarrollo sostenible en el contexto internacional que ha comportado un antes y un después en todos los sectores y ámbitos de los respectivos ordenamientos jurídicos nacionales como consecuencia de su arrollador auge, indiscutible presencia y obligada regulación

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En torno a la década de los años ochenta del Siglo pasado, incluso con anterioridad a la misma, es cuando se puede fijar el concreto momento en el que empezó a calar poco a poco, pero de manera profunda e irreversible en la población, fundamentalmente, en la de aquellos países considerados del primer mundo, la sensibilidad o concienciación por el medio ambiente y más exactamente, por proteger éste en las diversas formas y facetas en que se manifiesta, y ello debido, básicamente, al tener los ciudadanos de tales países (desarrollados) todas sus necesidades cubiertas, o cuanto menos, las más básicas y elementales, posibilitándoles tal hecho el poderse centrar en cuestiones más transcendentales y globales, ajenas a las que son propias de su ámbito de actuación más personal y próximo.

Tal tendencia, que no sólo conceptualmente sino también de manera activa trata de garantizar la preservación del medio ambiente mediante la erradicación de las conductas y actividades que se consideran más dañinas y perjudiciales para el mismo, y que bien puede considerarse que arranca, para ya no detenerse nunca, en el último tercio del Siglo XX, pronto se expande, pasando de los países desarrollados, en los que caló en un primer momento, a las élites y determinados grupos ambientalistas de países en vías de desarrollo e incluso subdesarrollados y más tarde, a las respectivas sociedades de unos y otros47.

Esta cada vez mayor concienciación y sensibilización de la población por proteger el medio ambiente, al darse cuenta de que con ello en el fondo estaban garantizando su propia subsistencia y sobre todo, la de las generaciones futuras, en ningún caso fue fácil ni rápida, por cuanto que se encontró con no pocas trabas y dificultades, de entre las cuales la más digna de mención era la que consistía en achacar a tal actividad protectora del medio ambiente el ser un estorbo, cuando no, directamente, un serio obstáculo e inconveniente a la modernidad, al progreso, personificado en la creación de nuevas industrias, planificación y materialización de infraestructuras de todo tipo, y en general, creación de nuevos puestos de trabajo y oportunidades, en definitiva, riqueza.

Efectivamente, si uno se queda en la superficie, sin profundizar más, puede dar la impresión de que la predicada y asumida protección medioambiental resulta ser un potencial enemigo, o cuanto menos, refractaria a todo lo que implica avance económico y social, máxime, si ésta, habida cuenta de la novedad que en su día comportaba y del entusiasmo que tal hecho en muchas ocasiones lógicamente generaba, se lleva al extremo, pues muchas de las actividades que posibilitan uno y otro tipo de avance, por lo general, afectan al medio ambiente, lo que requiere que sean reconsideradas y frecuentemente redimensionadas o replanteadas respecto de sus propósitos originales, e incluso, en algunas ocasiones desechadas con la consiguiente pérdida de la oportunidad y riqueza que generalmente llevan aparejada.

Fue precisamente esta situación que a ojos de todos enfrentaba, por un lado, a la protección del medio ambiente, al cual no se podía dejar de proteger, porque realmente estaba necesitado de ello como consecuencia de los múltiples abusos y excesos de todo tipo que desde siempre había venido sufriendo por el hombre, pero muy particularmente desde principios del Siglo XX, y por otro lado, al progreso y evolución social y económica, a la que de ningún modo cabía oponerse, pues en una y otra radicaba en gran medida el cada vez mayor bienestar y prosperidad de la sociedad, por lo que no sólo no había que obstaculizar tal evolución sino muy por el contrario procurarla e incentivarla, lo que condujo, al ser la protección medioambiental necesaria e irrenunciable, y del mismo modo, el desarrollo económico y social igualmente imperativo e incuestionable, a tratar de conseguir la debida armonía, avenencia y compatibilidad entre uno y otro propósito, fruto de la cual surgió la sostenibilidad y de la mano de ésta, el desarrollo sostenible.

La sostenibilidad y su secuela, el desarrollo sostenible, surgen, por tanto, de la necesidad de hacer compatibles la debida protección medioambiental y el necesario desarrollo económico y social de la sociedad, dado que lo que realmente subyace en uno y otro concepto es tratar de armonizar ambas actividades, que si bien en un primer momento pueden parecer antagonistas, e incluso, incompatibles, con los debidos ajustes y sobre todo limitaciones de una y otra pueden terminar siendo ya no sólo concurrentes, sino además de ello, sumatorias, en beneficio, primero y último, que es al fin y a la postre lo que persiguen ambas, de la sociedad, del ser humano.

El convencimiento de que resultaba del todo necesario y debía constituir una meta irrenunciable en todas y cada una de las actuaciones del ser humano la compatibilidad y avenencia entre la protección medioambiental y la consecución de mayores y mejores cotas de progreso y bienestar para la sociedad, rápidamente caló en la clase política, la cual comprendió que, gustase más o menos la recíproca cesión y limitación de derechos que en uno y otro sentido tal armonía y concordancia requería, era inexorablemente el único camino a seguir atendiendo a los desastrosos, y en muchas ocasiones, irrecuperables efectos que de manera innegable ya se constataban en los diversos ecosistemas a nivel global, lo que motivó, más pronto que tarde, la incorporación de tales conceptos (sostenibilidad y desarrollo sostenible), y lo más importante de todo, de lo que los mismos comportaban, en casi todos los ordenamientos jurídicos de los países del mundo, si bien es cierto que en unos con mucha más fortuna que en otros. Tal hecho, se produjo casi sin excepciones, como consecuencia de que uno y otro término, habida cuenta del loable propósito que respectivamente los sustentaba e impulsaba, gozaron, casi desde un principio, de buena reputación y mejor prensa aun, por lo que el contar un país, cualquiera que este fuese, con ellos, dejaba entrever la buena intención del mismo, reportándole de entrada una buena consideración y sobre todo reputación de querer hacer bien las cosas48.

Una vez expuesto el momento temporal en que aproximadamente se empieza a cuestionar el sistema económico hasta entonces seguido, a la luz de los innegables efectos negativos que el mismo propicia en el medio ambiente, así como la consiguiente reacción que de manera inexorable e imparable ocasiona la constatación de tal hecho por la sociedad de los diversos países del mundo, y que como he tenido oportunidad de explicar, siquiera a vuelapluma, termina desembocando finalmente en la asunción e incorporación en los respectivos ordenamientos jurídicos de los términos sostenibilidad y desarrollo sostenible, procede definir uno y otro, máxime, cuando no hay una acepción universal del significado ni de uno ni de otro válidamente reconocida y aceptada por todos, por lo que las interpretaciones son múltiples y en algunas ocasiones, lo que es peor aún, divergentes.

Pues bien, por lo que al término sostenibilidad se refiere, sin lugar a dudas, término más genérico, amplio y omnicomprensivo que desarrollo sostenible, que tal y como explicaré a continuación no es sino la concreción o aplicación de aquel al modelo de crecimiento económico de toda sociedad, he de decir, que sin ser admitido tal concepto de manera incondicional y menos aún, en su totalidad por los diversos países y ordenamientos jurídicos, viene a considerase como un proceso participativo –pues una de las notas características que lo definen es tratar de ser lo más democrático posible y desde ese punto de vista, fomentar en la mayor medida posible la representación ciudadana y el intercambio recíproco de ideas, opiniones y pareceres–, que persigue instaurar una sociedad que partiendo de su plena concienciación respecto del papel que está llamada a cumplir lleve a cabo un uso prudente, racional y respetuoso de todos y cada uno de los recursos que tiene a su alcance (naturales, ecológicos o biológicos, sociales, culturales, científicos, económicos etc…).

Bien puede decirse al albur de lo anteriormente apuntado que, en definitiva, la sostenibilidad, desde la perspectiva ideológica, filosófica o teórica en la cual se fundamenta y en la cual se encuentra el sustrato mismo de aquella, trata de conseguir que las generaciones presentes adquieran en sus respectivas sociedades un alto grado de compromiso con la conservación y mantenimiento del medio ambiente y de los diversos sistemas ecológicos que le integran y de los cuales depende en gran medida, sino en toda, la totalidad de la producción, y por ende, la fuente necesaria de la vida, a la par que aquellas sean cada vez más democráticas, inclusivas y participativas, así como más eficientes y prósperas desde un punto de vista económico, y todo ello, pensando no solo en el presente (solidaridad intrageneracional), sino en las generaciones futuras (solidaridad intergeneracional) que sucederán a las actuales, con la esperanza de que estas últimas sepan valorar lo que se las proporciona, para a su vez seguir idéntico actuar y propósito en pos de las generaciones venideras49.

En cualquier caso y dejando a un lado aproximaciones más o menos acertadas, como la anteriormente expuesta en relación con la sostenibilidad, lo cierto es que para tratar de dar un concepto generalmente reconocido y aceptado de ambos términos (sostenibilidad y desarrollo sostenible) resulta imprescindible retrotraerse en estos momentos, pues no deja de ser coetáneo a los avatares propios de uno y otro, al conocidísimo y prestigioso informe Brundtland, al cual se debe en gran medida, sino en toda, la popularización universal del término sostenibilidad. De hecho, es al mismo al que se debe el espaldarazo definitivo que hacía falta a la tendencia que venía propiciando la sostenibilidad50. Dicho informe Brundtland, denominado así en honor de la presidenta de la comisión encargada de elaborarlo, que no fue otra que la primera ministra Noruega, Doctora Gro Harlen Brundtland, en realidad llevaba por título: “Nuestro futuro común”, siendo encomendado por la Comisión Mundial de Medio Ambiente y Desarrollo de las Naciones Unidas, la cual lo publicó en el año 1987, cuando, como ya he tenido oportunidad de apuntar, se estaba tomando plena conciencia de la necesidad de armonizar la protección del medio ambiente con el progreso económico y social de la sociedad, al constatar el daño que a aquel se le había venido haciendo como consecuencia de no entender, ni llevar a sus justos términos el, por otro lado, necesario e incuestionable progreso.

El denominado informe Brundtland postulaba un cambio radical respecto del crecimiento que venía aconteciendo desde principios del Siglo XX, e incluso con anterioridad a éste, pero de manera más evidente y notoria para el medio ambiente desde mediados de la centuria pasada, caracterizado por un desarrollo exacerbado y desmedido de todo tipo y clase de actividades tendentes a favorecer el progreso y la prosperidad de la sociedad, en muchas ocasiones carente además de toda lógica y sentido común, en el que, por un lado, se pensaba con cierta ingenuidad que el mismo se podía mantener en el tiempo poco menos que de manera ilimitada, es decir, por siempre y para siempre, y por otro lado, no se tenía en cuenta, por la todavía escasa sensibilidad medioambiental imperante, la indecente cantidad de recursos naturales de todo tipo y clase que, muchas veces, por no decir que en incontables supuestos, se consumían, e incluso, desperdiciaban o desaprovechaban innecesariamente.

Frente a tan desolador panorama, el tan traído y llevado informe Brundtland postuló un cambio radical, al ser plenamente conscientes todos y cada uno de los integrantes de la referida Comisión Mundial de Medio Ambiente y Desarrollo de las Naciones Unidas y por ende, artífices y coautores del mismo, que de no variar o reconducir el rumbo de crecimiento y desarrollo llevado a cabo hasta el momento por la humanidad, el mismo podía terminar abocando a esta última al más estrepitoso de los panoramas y lo que era peor aún, sin posibilidad de enmienda o recuperación. En definitiva, el introducir el informe Brundtland como nuevos postulados irrenunciables del que debiera ser el necesario y casi único crecimiento posible para la humanidad –si verdaderamente se quería garantizar la subsistencia futura de esta última–, la sostenibilidad y como resultado o derivación de la misma al crecimiento y progreso de la sociedad, el desarrollo sostenible, supuso más allá de tal hecho, ya de por sí relevante, un cambio de paradigma, es decir, de modelo y planteamiento seguido hasta el momento, para instaurar uno de muy distinto signo y calado que poco o nada tenía que ver con aquel, y que además, progresivamente, ha ido siendo aceptado y asumido por los ordenamientos jurídicos de los respectivos Estados, hasta considerarse hoy en día tal paradigma algo incuestionado e incuestionable.

Así y profundizando en lo que para la Comisión Mundial de Medio Ambiente y Desarrollo de las Naciones Unidas comporta la introducción de los términos sostenibilidad y desarrollo sostenible, he de señalar que para la misma la sostenibilidad, y más específicamente, el desarrollo sostenible, que no es sino la aplicación de tal vocablo al progreso y prosperidad social y económica, también denominado como desarrollo sustentable, en clara alusión a un desarrollo que es justificable, comprensible, tolerable o aceptable, es aquel que, básica y fundamentalmente: “Satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las suyas”. En definitiva, es un nuevo concepto de crecimiento y desarrollo que, a diferencia del precedente, muy alejado del mismo, no sólo centra su atención en las relaciones intrageneracionales, sino también, y esto es lo realmente novedoso, en las relaciones intergeneracionales, es decir, no sólo en la población existente en el momento presente, sino en toda aquella que, aun no existiendo en la actualidad, vendrá precisamente a sustituir a las generaciones que hoy en día pueblan la tierra51.

Abundando un poco más en este tipo o clase de crecimiento que postula de manera meridianamente clara e incontrovertible, sin posible vuelta atrás, el informe Brundtland, cabe señalar que el mismo sostiene, no sin razón, que desde la perspectiva anteriormente apuntada el desarrollo y progreso de la humanidad no puede fundamentarse, tal y como venía haciéndose, única y exclusivamente en el mero crecimiento económico, sino también y además de éste, siendo igual de importante o más que este último, en la necesidad de preservar los recursos naturales para con ello poder favorecer el desarrollo de los recursos humanos. El desarrollo, se concibe así, como un proceso cualitativo de concreción de potencialidades, que puede o no verse reflejado en un aumento de la riqueza económica. En definitiva, que deja de considerarse, tal y como venía aconteciendo de manera incontestable hasta el momento, como única condición, medio o sistema para poder alcanzar el tan anhelado bienestar social o calidad de vida, el crecimiento económico continuo52, al constatarse que las externalidades negativas que tal propósito, de seguirse exclusivamente, produce, son mayores y más graves que los beneficios y ventajas que aporta el mismo, lo que por supuesto y más allá de no tener sentido alguno, desaconseja perseverar en dicho modelo, es más, desecharle, para pasar a otro que sea más ecuánime, equilibrado y justo que aquel, que no es precisamente sino el que desde la Comisión Mundial de Medio Ambiente y Desarrollo de las Naciones Unidas se postula con inusitada insistencia y absoluto convencimiento53.

La certificación forestal: un instrumento económico de mercado al servicio de la gestión forestal sostenible

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