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Dios perdonará a los que le niegan; pero ¿qué hará con los que cometen maldad en su nombre?

Jacinto Octavio Picón, escritor español


PEDRO DE ARBUÉS, INQUISIDOR Y MÁRTIR

UN POCO DE HISTORIA

Cuando los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, accedieron al trono, la estabilidad de los conversos se volvió turbia; si es que ya no lo estaba. Desde las más altas esferas de la cristiandad se gritaba en contra de los judíos y conversos llamándolos aliados del Anticristo. La situación se tornó más violenta e insoportable cuando se afirmó que estos conversos se habían infiltrado en el episcopado y en los altos puestos clericales. Ante este temor, clérigos como fray Alonso de Hojeda, prior del convento dominico de San Pablo, o fray Tomás de Torquemada, prior del convento de la Santa Cruz, aconsejaron a los reyes que presionasen al Papa, por aquel entonces Sixto IV, para que aprobase la instauración de la Inquisición en Castilla.

Pero lo que el Papa no esperaba, y no vio con buenos ojos, fue que la Inquisición, un instrumento de jurisdicción exclusivamente religioso, quedara bajo control y mando de los reyes. La creación de tan peculiar órgano, que fue conocido como «la Inquisición española», dio comienzo oficialmente el 1 de noviembre de 1478, para temor y fastidio de los malos cristianos. Al frente de este instrumento religioso-real se colocaron tres sacerdotes expertos en teología y derecho canónico. Los afortunados fueron Miguel de Morillo, Juan de San Martín y Juan Ruiz de Medina, con cargo de asesor.

Las primeras miradas de los inquisidores se posaron en Sevilla, supuesto foco de la herejía andaluza, sembrando el pánico y el caos entre la población y provocando que mucha gente abandonase la ciudad. Con la excusa de la fuga de infieles y malos cristianos (conversos) a otras zonas, los inquisidores decidieron extender sus garras por todo el territorio nacional. Cuando toda Castilla estaba bajo el yugo seguro de la Inquisición, sus miradas se posaron sobre Aragón, Valencia y Cataluña. El personaje encargado de mantener la pureza del alma en todas esas tierras fue Torquemada, que ya se había ganado el título de Inquisidor General en Castilla.

Pero no todo fue un camino de rosas. La Corona Aragonesa y los catalanes protestaban por sus libertades y derechos argumentando, entre otras cosas, que los tribunales y sus inquisidores eran naturales del reino y no tenían que desplazarse fuera. Finalizadas las disputas, Torquemada organizó un primer tribunal: Gaspar Juglar y Pedro de Arbués fueron los elegidos. Ciertos sectores de

la población manifestaron su descontento, incluso se amenazó

de muerte a los inquisidores, lo que hizo que las tropas tuvieran que intervenir. Una de estas conjuras se hizo realidad acabando con la vida del joven Pedro de Arbués, nuestro protagonista.

Desde muy pequeño Pedro de Arbués (1441-1485) destacó en los estudios. Tanto fue así que le concedieron una beca para proseguir sus estudios en la Universidad de Bolonia, como alumno del Colegio de España, por lo que tuvo que dejar su querida Zaragoza. Poco tiempo después, en 1468, terminó sus estudios de filosofía y, cinco años después, en 1473, regresó a Zaragoza con el doctorado bajo el brazo.

En 1478 Pedro fue llamado por Torquemada para ocupar el puesto de Inquisidor de Aragón. Este cargo lo realizaría con gran empeño y cuidado, pese a la terrible oposición de los judaizantes, que incluso le amenazaron de muerte, y se libró por los pelos de varios atentados.

La noche del 15 de septiembre de 1485 unos asesinos a sueldo —ocho en total— de los judaizantes, penetraron en la catedral de la Seo y apuñalaron en repetidas ocasiones al inquisidor, que en esos momentos oraba de rodillas junto al altar mayor. Pedro quedó gravemente herido. Varios canónicos, alertados por los gritos de auxilio, le trasladaron rápidamente a sus dependencias, donde no pudieron hacer nada por salvarle la vida. Dos días después, tras una dolorosa agonía en la que se dice que dio muestras de gran piedad por sus verdugos, falleció.

Según nos cuentan las crónicas recogidas por la Iglesia, su muerte estuvo ligada a muchos milagros. Nada más producirse el fallecimiento de Arbués, las campanas de Velilla comenzaron a doblar por sí solas. La sangre del inquisidor, coagulada sobre las losas del suelo donde fue apuñalado, se licuó de repente y la multitud acudió a mojar en ella paños y escapularios. Mientras se interrogaba a los sospechosos del crimen, las bocas de éstos se ennegrecieron y las lenguas se les secaron, hasta el punto de no poder hablar si no era con ayuda de agua.

Parece ser que la conspiración partió de las familias más importantes del lugar: los Sánchez, los Montesa, los Paternoy, los Santángel. Pensaron que con la muerte de Pedro de Arbués conseguirían amilanar seriamente a los miembros del Tribunal de la Inquisición, pero se equivocaron. No hace falta decir que la represión contra los asesinos fue brutal (decapitaciones, fuego y los que se suicidaron para no pasar por la tortura). LA VOZ POPULAR PROCLAMÓ LA SANTIDAD DE ARBUÉS

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