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ESCENA PRIMERA

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El castillo del barón de Attinghausen. Una sala gótica; adornan los ángulos algunas panoplias.

El BARÓN DE ATTINGHAUSEN, anciano de ochenta y cinco años, de noble y elevada estatura, vestido de pieles, apoyado en un bastón, con un cuerno de gamuza a guisa de adorno. KUONI .y seis servidores más, en pie en torno suyo, armados de guadañas y rastrillos. ULRICO DE RUDENZ se adelanta vestido de caballero.

RUDENZ.––Heme aquí, tío, ¿qué me queréis?

ATTINGHAUSEN.––Permitidme antes que siguiendo la antigua costumbre de mi casa, beba la copa del desayuno con mis servidores. (Bebe en una copa que pasa luego de mano en mano.) Antes iba yo mismo con ellos al campo y al bosque, y como presidía sus trabajos, les llevaba con mi bandera al combate, pero ahora sólo puedo darles mis órdenes, y si el calor del sol no viene hasta mí, no puedo salir a buscarle al monte. Cada día va limitándose el espacio que puedo recorrer, hasta que llegue a punto tal, que sea el último; aquel en que la vida se detiene. No soy más que mi propia sombra; bien pronto no quedará de mí otra cosa que mi nombre.

KUONI.—(A RUDENZ, ofreciéndole la copa.) Bebo a vuestra salud, mi noble señor. (RUDENZ titu-bea.) Vaya, bebed; no hay aquí más que un solo corazón y una sola copa.

ATTINGHAUSEN.––Retiraos, hijos míos; a la noche hablaremos de los asuntos del país. (Se van. A RUDENZ.) Te veo muy engalanado y equipado. ¿Te dispones a salir para Altdorf a ver al gobernador?

RUDENZ––Sí, querido tío, y no me atrevo a demorar por más tiempo la partida.

ATTINGHAUSEN. –– (Sentándose.) ¿Tanto te urge? ¿Tan medidas tienes las horas que no puedes reservar un instante a tu buen tío?

RUDENZ.––Veo que no tenéis necesidad de mí y que soy un extraño en esta casa.

ATTINGHAUSEN.–– (Después de haberle mirado largo rato.) Sí, por des gracia, y por desgracia también eres extranjero en tu patria. No te conozco, Ulrico; llevas vestidos de seda, te adornas con plumajes, cuelga de tus hombros manto de escarlata, tratas con desprecio al villano, y te avergüenzas de su amisto-so saludo.

RUDENZ.––Con gusto le concedo lo que se le debe, pero le niego el derecho que se arroga.

ATTINGHAUSEN.––Gime la comarca bajo la cruel opresión del soberano, y semejante tiranía llena de dolor el alma de todo hombre de bien. Sólo tú permaneces insensible a la general consternación; todos observan que te alejas de los tuyos para ponerte del lado de los enemigos de tu país, y te mofas de nuestros males, y corres tras frívolos placeres, mendigando el favor de los príncipes, mientras mana sangre tu patria bajo el azote de los opresores.

RUDENZ. ¿Y por qué yace oprimido este país?... ¿Quién lo arroja en brazos de la desgracia? Bastaría una sola palabra, una sola, para verse libre al instante de este yugo y tener un emperador favorable a nuestro bien. ¡Ay de quienes cierran los ojos del pueblo y le fuerzan a que rechace su verdadera prosperidad! El propio interés es la causa de que impidan a los cantones pres tar juramento al Austria, al igual que las comarcas vecinas. Orgullosos de sentarse con los nobles en el banco de la nobleza, quieren al emperador por soberano, para no tener así soberano.

ATTINGHAUSEN.––¡Tales palabras me veo obligado a escuchar y de tu boca!

RUDENZ.––Me habéis provocado, dejadme acabar. ¿Qué puesto ocupáis vos mismo en este país, caro tío? ¿No os animará otra ambición que ser señor de estos lugares o simple landammann, y compartir vuestra soberanía con estos pastores? ¿Acaso no sería más glorioso para vos, tributar homenaje a un rey y figurar en su brillante séquito, que ser el igual de vuestros siervos y sentarss en el tribunal al lado de simples villanos?

ATTINGHAUSEN.––¡Ah! Ulrico, Ulrico; reconozco en semejantes palabras el lenguaje de la seducción, que penetró en tu oído y envenenó tu alma.

RUDENZ.––Sí, no lo niego; llegó al fondo de mi alma la mofa de estos extranjeros que llaman a nuestra nobleza, nobleza de campesinos. No puedo resignarme a vivir en la ociosidad de mi patrimonio, a malgas-tar en vulgares ocupaciones mis florecientes años, mientras otros jóvenes caballeros se agrupan en torno al estandarte de Habsburgo para recoger el lauro. Al otro lado de estas montañas existe un mundo donde algunos alcanzan fama inmortal con sus proezas. Mi casco y mi escudo se cubren de orín colgados de las paredes de esta sala, y el son de la trompa guerrera, la voz del heraldo que invita al torneo, no llegan a estos valles. Sólo oigo aquí el monótono rumor de los cantos pastoriles y de las esquilas de los ganados.

ATTINGHAUSEN.––¡Ah! ¡ciego!... Fascinado por vanos resplandores desprecias el suelo natal, te son-rojan las piadosas y antiguas tradiciones de tus ascendientes. Día vendrá en que viertas ardientes lágrimas y suspires por el paterno techo. Esta melodía de las esquilas de los ganados que en tu orgulloso hastío desde-

ñas, despertará en tu ánimo penosas ansias, si suena para ti en tierra extranjera. ¡Oh! ¡cuán vivo hechizo el de la patria! No naciste para vivir en el engañoso mundo, ajeno a tu corazón puro, y honrado como es; en la corte orgullosa del emperador te sentirías extranjero siempre, porque el mundo exige virtudes diversas de las que heredaste en estas montañas. Ve, vende tu alma libre, recibe en feudo tus propias tierras, conviértete en lacayo de los príncipes, cuando puedes ser tu propio dueño, príncipe de tu patrimonio, de tu libre suelo.

¡Ah! Ulrico, Ulrico; sigue con los tuyos, no vayas a Altdorf, no abandones la sagrada causa de la patria.

Postrer representante de mi raza, mi nombre se perderá conmigo, y mi casco y mi escudo que cuelgan allí, serán encerrados conmigo en mi tumba. ¿Habré de morir pensando que aguardas tan sólo a que cierre los ojos para abandonar mi casé señorial y recibir de manos del Austria mis nobles bienes, que yo recibí libremente de Dios?

RUDENZ.––En vano querréis resis tir al rey; el mundo le pertenece. ¿Lucharemos solos y obstinados pa-ra romper la fuerte cadena que forman en torno las comarcas vecinas? Al rey pertenecen las plazas públicas y los tribunales, los caminos por donde transitan los mercaderes; hasta las bestias de carga que suben al San Gotardo le pagan tributo. Nos ciñen sus posesiones como una red. ¿Nos protegerá el imperio?... ¿Acaso podrá defenderse él mismo contra el creciente poder del Austria? Si Dios no viene en nuestra ay uda, ningún emperador puede prestárnos la. ¿Cómo fiar en la promesa del emperador, cuando el mismo imp erio, en los desastres de la guerra y para subvenir a sus necesidades, enajena y vende los lugares puestos bajo la protección del águila? No, tío; en estas épocas de cruel discordia, fue siempre el más prudente partido aliarse a un jefe poderoso. La corona imperial pasa de una a otra familia, con lo que perece el recuerdo de nuestros servicios y de nuestra fidelidad, mientras que bajo una monarquía poderosa y hereditaria, nuestros buenos servicios son otras tantas semillas que darán su fruto en tiempos venideros.

ATTINGHAUSEN.––¿ Tan discreto eres?... ¿te figuras ser más perspicaz que tus nobles antepasados, que para conservar el precioso tesoro de la libertad, combatieron heroicamente y sacrificaron a ella sus bienes y su vida?... Ve a Lucerna y observa cómo pesa sobre, aquel país la dominación del. Austria. Vendrán aquí a contar nuestras ovejas y nuestros bueyes, a medir los Alpes, a vedarnos la caza y el vuelo de las aves en nuestros bosques libres, a poner vallas a los puentes y a las puertas, a so stener sus guerras con nuestra sangre... ¡Ah! no; si es fuerza verterla; sea al menos por nuestra libertad, menos cara que la esclavitud!

RUDENZ.––¡Y qué podemos nosotros, tribu de pastores, contra los ejércitos de Alberto!

ATTINGHAUSEN.––Aprende, mancebo, a conocer a esta tribu de pas tores. Yo la conozco, yo la guié a la batalla y por mis propios ojos la vi combatir en Favenz. Vengan, pues, a imponernos un yugo que est amos resueltos a no soportar. ¡Ah! Recuerda a qué raza perteneces, no desdeñes por frívola vani dad y por mentidos esplendores, el verdadero tesoro de tu dignidad. Ser jefe de un pueblo libre que sólo se consagra a ti por amor, que te sigue siempre fiel al combate y a la muerte, esta ha de ser tu gloria, este tu orgullo. Estrecha fuertemente los vínculos que contrajiste con nacer, únete a tu pueblo, a tu cara patria, entrégale el corazón por entero. Aquí están las profundas raíces de tu poderío; allí, aislado, en un mundo extranjero para ti, no serás más que débil caña rota al embate de todos los vientos... ¡Oh! vente; tiempo ha que no nos has visto; prueba de pasar un día con nosotros; no vayas hoy a Altdorf... ¿Oyes? no vayas hoy; concede un solo día a los tuyos. (Le toma la mano.)

RUDENZ.––He dado mi palabra... Dejadme... estoy comprometido.

ATTINGHAUSEN.–– (Soltando su mano; con grave acento.) Estás comprometido. Sí, desgraciado, pero no de palabra, ni con juramento; es tés atado con los lazos del amor. (RUDENZ vuelve la cara.) Oculta el rostro cuanto gustes. Una mujer, Berta de Brun eck, es quien te atrae a la casa del gobernador y te encadena al imperio. Para lograr su mano haces traición a tu patria. Mira no te engañes; para seducirte, te la muestran como futura esposa, pero no está reservada a tus inocentes deseos.

RUDENZ.––Hart o escuché. Adiós. (Se va.)

ATTINGHAUSEN .––Detente, joven insensato... Se aleja... No puedo detenerle; no puedo salvarle. Así abandonó Wolfenschieszen la causa de su pueblo y otros le seguirán; que la seducción extranjera obra con fuerza en nuestras montañas, y arrebata a la juventud. Día fattal aquel en que el extranjero vino a estos felices y tranquilos valles a corromper la inocencia de nuestras piadosas costumbres. La novedad se introduce aquí con violencia; y se pierden las antiguas, venerables tradiciones, y vienen otros tiempos, y otras ideas ocupan a la generación actual. ¿Qué hago ya aquí? Cuantos vivieron y obraron conmigo, yacen sepult ados. Mi tiempo se halla en la tumba. ¡Dichoso aquel que nada tiene que ver con los que vienen! (Se va.)

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