Читать книгу La Guerra del Fin del Mundo de Periquita Robles - Gabriel Széplaki Otahola - Страница 11
ОглавлениеCAPÍTULO V
EL CAMINO A VALLE
Era poco lo que los Abuelos traían consigo; digo poco y ¡era mucho! Tenían las ganas, el deseo, los pensamientos y eso es mucho. También la voluntad y la esperanza. Pero cosas, «cosas», sí, tenían pocas. Ni calderos para cocinar, ni chinchorros, ni mantas, ni cobijas. Andaban descalzos. Pero, aunque hoy suene extraño, para ellos era normal. Sus pies tenían una piel durísima y brillante y ni las espinas la atravesaban.
El camino a Valle seguía siendo el río. No era fácil. Pues el lecho en sí podía ser hondo y rápido o tener fondos de lodo donde todos se hundían y pedazos de palos enterrados, y también había rayas de púas venenosas y peces bagres que enterraban espinas como arpones si los llegaban a pisar. Solo unos pocos trayectos pedregosos eran transitables.
Hubo entonces que seguir por fuera, caminando a las orillas o donde los grandes árboles con su sombra dejaban algo más despejado el suelo por donde andar. Pero la marcha era lenta, pues había que procurarse la comida de todos los días, que era mayormente pescado que sacaban del río, pero había que pescar mucho para dar de comer a todos.
A veces encontraban caracoles que podían ser grandes, y a veces conseguían en los montes matas para comer y de ellas comían cuanto podían. A veces podían cazar, pues encontraban báquiras, chigüires o dantas, y una sola danta era comida en abundancia para todos.
En las noches levantaban rápidos bohíos con las matas que conseguían y las hojas largas de riquirriquis las juntaban con las enormes de amargón para solucionar un techo y cuatro paredes. Otras, puestas en montón sobre el suelo, alejaban la humedad y el frío de la tierra de aquellos cuerpos cansados y enflaquecidos, y los fogones dentro del bohío permitían cocinar y calentar. Con el humo se espantaban las plagas más melindrosas.
A medida que avanzaban, internándose y perdiéndose de los recuerdos de todos, iban viendo los cambios. Río arriba las aguas eran más claras y el lecho se volvía cada vez más pedregoso.
Y así como otras tantas noches, levantaron un caney e hicieron fogones. Y contaron historias de ellos y sus tierras, donde dijeron que existían unas bestias grandes como casas, de trompas enormes y colmillos blancos y curvados. Derribaban árboles solo para comer de sus hojas. Dijeron que esas bestias gustaban mucho de revolcar sus lomos con barro y lodo, y que cuidaban y protegían a sus crías como los humanos a las suyas.
También contaron, para asombro de quienes no conocían de tales relatos, de un ave aún mucho mayor que esas bestias bondadosas. Se alimentaban de las crías de unos animales parecidos a las dantas, pero muchísimo mayores. Las atrapaban en los ríos y pantanos donde pasaban los días y se las llevaban volando para devorarlas en sus nidos que tenían en unas montañas de piedra y rocas. Y preguntaron si en esas montañas a donde pretendían llegar no habría por desventura de esas aves enormes y malignas. Pero todos estuvieron de acuerdo en que nunca habían sido vistas en estas tierras y contaron sus propios relatos, los relatos de los espíritus en los que creyeron sus ancestros y en quienes habían decidido no creer ni temer más.
Caminaron mucho y lejos, y llegaron a un lugar donde el único camino era el río, pues las montañas se inclinaban y caían a pico desde la altura, pero el río los dejó pasar.
Hacía muchos días que no llovía. Conforme seguían subiendo, el río seguía cambiando, se embarrancaba y estrechaba y caminaban entonces por el lecho de roca viva. Una sola piedra-laja que parecía la raíz de la montaña, y era la montaña misma que el río había descubierto y plantaba delante del poco sol que llegaba a esos barrancos oscurecidos por la sombra de tantos y tantos árboles.
Por esa roca pasaban, a veces caminando, a veces trepando, a veces nadando. —Qué bueno que los Abuelos supieran nadar, qué bueno que en Pueblo todas sabemos nadar—. Siguieron andando con mayor o menor dificultad, siempre subiendo, hasta que empezaron a tener que apoyarse en pies y manos.
En el río había como terrazas, grandes escalones que ascendían, y el agua corría rápida y fría entre las piedras. A cada trecho saltaba de escalón en escalón y surgía blanca y burbujeante.
Tuvieron que trepar de verdad, las rocas formaban paredones y muros, pero siempre era posible superarlos, pues no eran altos. Al fin se encontraron con un canal labrado en la roca que caía en declive, el agua era rauda y pasaba rugiendo. Buscaron como seguir y no les fue fácil, pero cuando terminaron de trepar, se encontraron con que Recuerdo de pie y mirando a lo lejos dijo:
—¡Miren! ¡El Valle de los Aguacates!
De pronto, allí viéndolo recordó otro nombre.
—¡Miren, el valle de los yaguares!
Y entonces todos vieron que las paredes de las montañas se abrían: una continuaba casi recta y muy empinada, la otra se alejaba hacia el poniente y en esa rivera la montaña era más dócil y lejos, alto y hacia atrás era rematada por un corte violento y vertical, pero el valle corría hasta que una suave curvatura no dejaba ver más allá. Y todos miraron y supieron que habían llegado a la tierra que en adelante llamarían suya.
—¡Nuestra! ¡Nuestra tierra!
Y hoy nosotras así la seguimos llamando y así queremos seguirla llamando: ¡Nuestra tierra!
Un hombre debe saber —tal nos enseñan— que hay alturas más importantes que tu propia vida. Una mujer sabe que hay causas por las cuales se debe morir, ¡todos en Pueblo lo sabemos!
¿Tenéis vosotros una causa por la que vale la pena morir? Eso da a la vida su valor real —eso nos dicen— y yo creo que es verdad. Una no puede ser lo más importante que hay. Debería haber algo más allá de una, algo más grande que uno como ser-persona-individuo.
También contemplaron un lago o laguna, que no era muy grande, pero tampoco tan pequeña y era algo más larga que ancha. Sus aguas lamían los pies de las dos vertientes de las montañas y se extendían hacia atrás valle arriba, y aun cuando el agua era limpia, era también color rojizo-cacao-bucare y oscura, y no se podía ver su fondo.
Continuaron como pudieron, buscando el poniente —que es por donde se pone el sol, como sabéis— y después de no mucho llegaron a una explanada salpicada de enormes rocas por aquí y por allá y de árboles de troncos, gruesos y altísimos. Era una floresta de bucares, que en la altura de sus ramas albergaba miles de matas pequeñas: rabos de mono, helechos y unas matas que tenían mazos de flores de hermoso color que ondeaban al viento y que nunca habíamos visto.
Allí en esa lengua de tierra plana, bordeada por un lago y por un barranco alto de rocas grises, allí se detuvieron y contemplaron lo que habría de ser su hogar por los siglos de los siglos.