Читать книгу La Guerra del Fin del Mundo de Periquita Robles - Gabriel Széplaki Otahola - Страница 9

Оглавление

CAPÍTULO III

LOS CAMINOS DE LA VIDA

Las faciendas donde comenzó La Gran Revuelta estaban en tierras calientes, grandes extensiones de tierras planas que dan paso a lomas y colinas que pronto se convierten en monte y montañas bravías, intrincadas, cubiertas de selvas de donde bajan arroyos y ríos que caen al lecho oscuro y terroso que es Río Grande.

Aguas del color del cacao, un río que recorre largos espacios y da vueltas y vueltas. Cuando se crece por las lluvias, desborda sus cauces y forma pantanales y pantanos cubiertos de rabanales, que son matas de muchos tallos no muy gruesos y blandos, pero tantísimos, que no dejan pasar las aguas, que se hacen lentas y se represan.

Para poder andar entre esos rabanales, las grandes bestias del monte, las dantas a las que llamamos «shaama», hacen caminos para llegar a Río y sus playas de arena. Esos rabanales crecen a plena luz de sol, pero no dejan crecer nada más que uno que otro yagrumo solitario y algún otro árbol. Esos pantanos son el hogar de inmensas culebras de agua, largas y gruesas como troncos de árboles jóvenes. Son numerosas y se arrastran con suavidad y lentitud, y gustan de asolearse en las orillas de arena que se forman cuando bajan las aguas.

No son las únicas moradoras de los pantanos, los comparten con grandes caimanes de enormes cuerpos alargados y pequeñitos ojos. Tienen el mismo color de las aguas y una de esas bestias puede estar muy quieta en una orilla que apenas puedes creer que tenga agua para esconder algo tan grande. Sin embargo, allí está y no la puedes ver. Aunque sepas dónde está, mientras no se mueva no la verás. Y pueden pasar una vida entera sin moverse.

Los caimanes y las culebras de agua se alimentan de los chigüires, que son unos animales que, de pequeños, son muy bonitos. Pero crecen y se hacen grandes y de pelaje hirsuto y ya no son tan bonitos. Viven comiendo maticas y andan de arriba abajo porque son grandes nadadores y buscan y abren caminos entre las islas que solo ellos conocen y habitan. También las aguas que bajan de las montañas abren caminos entre los rabanales y las matas.

Bueno, he dicho todo esto para poder explicarte cómo llegaron los Abuelos a Valle.

Cuando en toda la zona los hombres se alzaron y fueron quemando las faciendas y los campos, hasta que no quedó ya nada más por quemar y su furia de años se fue aplacando. Comenzaron a recordar y hablaron de sus tierras de donde habían venido y recordándolo quisieron tenerlas otra vez. Se fueron a las montañas lejanas y a las selvas profundas.

Muchos se fueron por el río. Hicieron barcachos con bambúes y maderas y se fueron aguas abajo, hasta que encontraban las corrientes claras que bajaban de las montañas y las tomaron, remontándolas hasta donde les fuera posible, empujando con canaletes y pértigas que clavaban en el fondo de las aguas. Y siguieron hasta donde pudieron. Luego buscaron dónde asentarse y con el tiempo fundaron pueblos y aldeas, por lo general donde empezaban las colinas, pues allí las tierras eran ricas.

Fundaron pueblos y aldeas con los modos que conocían. Pescaron, cazaron, rebuscaron en los montes los frutos de la tierra. Finalmente, tumbaron árboles e hicieron conucos, sembraron maíces de muchos colores, frijoles blancos, caraotas negras y pintadas. Sembraron plátanos, cambures, ocumos y mapueyes, cañas de miel y muchas otras matas.

Teniendo para comer y vivir, hicieron tambores que resonaban y bailaron libres. Algunos se erigieron como jefes y brujos que hicieron hechicerías, otros como caciques y algunos se nombraron reyes como en las tierras de donde vinieron. Y volvieron a adorar a los dioses de sus ancestros y los hombres hicieron trabajos de hombres y las mujeres trabajos de mujeres.

Pero no fue lo mismo para las gentes que fundarían Pueblo.

No eran muchos, apenas unas docenas. Entre ellos un hombre al que los demonios habían dado en llamar Antonio, con él no fueron aguas abajo, sino que remontaron Río Grande, más allá que cualquier otro. Quisieron estar lo más alejado que les fuera dado de los demonios. ¡Pensaban que volverían!

Antonio recuperó su libertad y su nombre verdadero. Aunque según las maneras de su gente, no se lo dijo a nadie y en adelante se hizo llamar «Recuerdo».

Recordaba que con sus gentes iban a una cuna de montañas, estrecha y angosta y a la que llamaban El Valle de los Aguacates. En todos los alrededores había miles y miles de matas de aguacates. Decía que además su gente llevaba semillas de todos los aguacates que iban consiguiendo en las tierras bajas y en donde fuera. Y allí los sembraron por todos los caminos y por donde pasaban, de manera tal que había aguacates de muchos tipos y razas y tamaños y formas y colores y sabores. Y fructificaban unos antes, otros después y así había para comer la mayor parte del año.

Recordaba también un árbol inmenso de hojas gruesas, largas, muy oscuras y tupidas, que criaba asombrosas cantidades de semillas que eran buenas para comer. En los lejanos sitios donde había estado, supo que los demonios lo llamaban «nogal de calderas» y «nuez de calderas». Él recordaba que de esos árboles había muchos, junto con matas de cacaos dulces y blancos, y junto con unas matas no tan grandes pero muy utilizables que llamaban «frijol de palo» de las que se hacían buenas cosas de comer y había palmeras que nunca nadie sembró, pero que nacían y crecían donde mejor les pareció y de ellas se podían comer los cogollos tiernos y eran buen acopio y sabrosos. Y recordaba que había berro en los ríos y quebradas y nísperos y zapotes y guayabas y guanábanas.

Que alguien recordara las montañas de los aguacates fue otra razón para buscarlas y, una vez encontradas, quedarse, porque aún había aguacates y todos los árboles de los que Recuerdo se acordaba.

Hacía días que no llovía, pero durante la revuelta era mucha el agua que había caído y los ríos aun rebozaban —tal vez por eso pudieron seguir y seguir cada vez más arriba—, remontando y remontando, y aquel hombre los empujaba con sus recuerdos.

Al fin, el río comenzó a cambiar. Era más rápido y menos oscuro y ya no daba vueltas, sino que seguía por largos tramos. Ya las montañas estaban más cerca. Y de una de ellas bajaba un río más grande que la mayoría de los que habían encontrado y siguieron su curso, remando y palanqueando con las pértigas.

Este río se represaba antes de unirse con Río Grande, pero poco a poco al alejarse iba mostrando sus propias formas. Cambiaba de color y de olor y se hacía más difícil de remontar. Habían dejado atrás las tierras planas donde el río se unía a Río Grande, donde la corriente era lenta al irse represando. Ahora el río era más claro y menos lento. A medida que se acercaba a las montañas, los árboles crecían en las orillas y se hacía más estrecho. Pronto no pudieron ya seguir en los barcachos que los habían traído desde tan lejos. Los deshicieron y dejaron que el río se llevara lo que quedaba. Habían cumplido su trabajo. Hecho lo cual empezaron a caminar, hasta que a la vuelta de un recodo vieron gente. Estaban secando pescado en una orilla arenosa. Todos se alarmaron, pero no eran demonios, eran tiempos de revuelta y estas gentes nativas también se habían largado. Fueron bienvenidos, descubrieron que no se conocían ni entendían las lenguas que hablaban. No les quedó otro camino que seguir usando la lengua de los demonios.

Entre todos ya no eran tan pocos. Y eso les dio fuerzas, pero también avivó temores… Así que juraron que no serían esclavos, que serían libres, que no tendrían reyes ni caciques, ni señores y que todos, hombres y mujeres, serían iguales, que nadie tendría nunca derecho ni posesión sobre otra persona. Y que, como vivir como esclavos era llevar una vida de miserias, sin belleza ni libertad, ¡jamás vivirían como esclavos!

La larga marcha no había sido sencilla, no fue fácil. Algunos de los niños más pequeños que llevaban murieron en los caminos. El hambre los acosaba permanentemente y los peligros acechaban. Una noche un yaguar mató a una muchacha, arrastró su cuerpo al monte y para rescatarlo hubo que matar al animal que a su vez dejó herido a uno de los cazadores; las heridas de garras son profundas y atraen otros males…

Habían pasado por tantas miserias y trabajos que decidieron que ya no temerían más a dioses ni a espíritus, pues o los antiguos dioses los habían abandonado o también habían sucumbido a las espadas desnudas y a los arcabuces trepidantes de los demonios.

Tal como renunciaron a aquellos dioses, renunciaron a muchas cosas. Sintieron que lo habían perdido todo. Por tanto, perderían también las viejas costumbres y descubrirían otras formas de vivir, si lograban sobrevivir.

Guiados por esos juramentos, los Abuelos hicieron de lo que sería Pueblo algo diferente de aquello que habían visto en sus vidas.

Los Abuelos de esta tierra conocían de montes y matas de las palmas para hacer techos y de cómo trenzarlas, sabían cómo pescar con barbascos y con arco y flechas. Los Abuelos negros tenían con ellos algunos cuchillos y machetes que facilitaban hacer los trabajos del monte.

La Guerra del  Fin del Mundo de Periquita Robles

Подняться наверх