Читать книгу La Guerra del Fin del Mundo de Periquita Robles - Gabriel Széplaki Otahola - Страница 16

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CAPÍTULO X

LOS HUIDOS

Junto con nuestros Abuelos huyeron muchas personas más. La mayoría se internó en los montes y montañas y allí fundaron caseríos, rancherías, villas, palenques, pueblos y cumbes, como muchas veces los llamaban.

En esas tierras que llamaron suyas hicieron conucos, levantaron sus casas, trazaron callejas y los cumbes crecieron poco a poco. Pueblos de algunas docenas de personas, los más pequeños, y de algunos centenares los más grandes. A veces defendieron sus villas, rodeándolas con cercos o empalizadas de madera. Allí vivían de lo que sembraban y cosechaban de sus conucos, de lo que la selva les proveía, de los animales que cazaban y de lo que pescaban en los ríos.

Muchos de esos pueblos y sus gentes tenían comunicaciones entre sí y comerciaban e hicieron alianza para defenderse, buscar parejas y mucho más. En esas tierras libres de los demonios esas personas vivieron su vida y muchos volvieron a las costumbres que habían conocido allá en las tierras de donde los habían traído. Pero no estaban tan lejos de los demonios. Y después de varios inviernos ellos regresaron. Reclamaron fundos y faciendas. Volvieron con más gentes, trajeron consigo hombres para trabajar sus tierras y soldados fieros para pelear y buscar a los huidos.

Y resultó que los conucos que talaban y quemaban para sembrar fueron su perdición, porque el humo de las quemas subía alto en el cielo y los demonios lo vieron y supieron así dónde estaban los cumbes, villas y pueblos. Decidieron buscarlos para cobrarles las cuentas pendientes y para tomar esclavos que labraran sus tierras y sus campos.

La gente de Pueblo bajaba a veces y se juntaba con la de los cumbes. Cambiaban semillas y maticas y remedios y noticias, así que esas gentes sabían de la existencia de Pueblo, aunque nunca se les dijo dónde estaba ni cómo llegar. Y había algo muy concreto que los Abuelos bajaban a buscar y era la sal que en esos cumbes era posible conseguir, porque no estaban tan lejos de los mares y de allí traían para su consumo y para comerciar.

Los Abuelos llevaban cestas tejidas, que resultaban muy bien recibidas, porque eran bien hechas y hermosas. La cestería de Pueblo era muy superior a la de todos los cumbes. Tal vez porque los abuelos indios tuvieron en su cultura tales artes y sabían cuáles eran los mejores bejucos y fibras para tejer y sabían entrelazar y cruzar con patrones intrincados que nadie más usaba. Lo cierto es que cambiaban cestas por sal.

Tal vez por la belleza y calidad de la cestería se fue sembrando la creencia de que en las montañaas, lejos río arriba había un cumbe grande, rico, próspero y poblado de muchas gentes.

Los demonios volvieron con soldados y perros fieros y caballos e hicieron guerra a los cumbes y no tardaron en tomar algunos y esclavizar a sus gentes. Y se llevaron con ellos pueblos enteros: niñas, niños, muchachas, mujeres, hombres, todo el que pudiera caminar fue llevado con ellos. Así mismo, propusieron a algunos de esos hombres que les trajeran más esclavos, que fueran a los cumbes y trajeran más gentes. En prenda quedaban sus hijitas y sus mujeres. Por cada tres nuevos que trajeran, ellos le devolvían a uno de los suyos que seguía trabajando hasta que completara por tres el número que querían liberar.

Y muchos de ellos por desesperación aceptaron y se propusieron comprar su libertad y la de los suyos con la libertad de otras personas. Y así los cumbes enfrentaron a las bandas de cazadores de esclavos por una parte y a los propios demonios por la otra. No pasó mucha agua bajo los puentes cuando casi todos los cumbes habían sido reducidos, salvo alguno, demasiado perdido en la lejanía, y salvo Pueblo.

Pero entre la primera incursión de los demonios y su próxima, medió la temporada de lluvias y la noticia llegó a Pueblo. Y así se reafirmó la conclusión de no labrar conucos que delataran la ubicación de Pueblo. Y se siguió desarrollando más aun la siembra de árboles que dieran frutos y solo hacer conucos de aquellas maticas que gustan de prosperar bajo la sombra y con la sombra. Y así hemos hecho.

Una vez reducidos los cumbes, los cazadores se acordaron de los cuentos del cumbe perdido en la montaña y decidieron buscarlo, saquearlo y traer con ellos a todos cuanto pudieran. Y en eso se empeñaron.

Nuestros Abuelos habían jurado no vivir nunca más como esclavos y habían actuado conforme a ello. Pueblo fue fundado en un lugar elevado y protegido no por palenques de madera, sino por una barrera de enormes rocas, que trabajadas aquí y allá le daban una gran defensa.

En Valle crecían tantas matas de aguacates y de tantas formas y tamaños, que durante una buena parte del año había disponibles y en abundancia. También eran muchos los árboles de nueces y miles sus frutos que mientras estén en sus duras cáscaras no se dañan. Así, de ellos hacíamos acopio en temporada y guardados duraban hasta la siguiente cosecha. Y hay muchos otros árboles que dan de comer: níspero, guayaba, zapote, guamas, cacao y frijol de palo, y aún quedan por nombrar las matas de cambur que son miles y miles, así como las de plátanos y ocumos.

Y así como hay alimento para las personas, también lo hay en mucho para los animales de los montes y bien por eso o porque en nuestras montañas «el fuego que da vida» es fuerte en verdad, también hay muchísimos animales. Las manadas de báquiras son grandes y numerosas, y las lapas y curíes son tantas que las picas por donde andan son caminos trillados en la selva. También de shaama, las dantas, hay por cientos y cuando bajan al río hacen deslizaderos donde no dejan ni siquiera maticas pequeñas. Y en Lago aún viven los grandes camaracutos, los rojos y grandes camarones del río, que de tanto en tanto empiezan a subir río arriba y entonces es fácil atraparlos en las nasas de fibra que se llenan una tras otra y de allí solo queda llevarlos al Gran Fogón y comerlos. ¡Y mira que son sabrosos y dan mucha fuerza!

Entonces que en nuestras montañas hubiera tal abundancia de frutos de comer y de animales de cazar, resultó en que hubo tiempo y fuerzas para emplearlos en otras cosas y no solo trabajar en los conucos para tener de comer. Dejó espacio para trabajar en embellecer Pueblo y para trajinar en las artes de la guerra. Y todo mundo aprendía-perfeccionaba-refinaba esas artes. Nuestras Abuelas aprendieron a usar lanzas y garrotes, y los arcos y las flechas se hicieron más pequeñas debido al menor tamaño de las mujeres y así se descubrió que arcos y flechas más pequeños permitían más puntería y mayor alcance.

Los hombres perfeccionaron las artes de pelea con garrote y cuchillo. Y las cerbatanas empezaron a verse como armas de guerra y nuestra forma de atacar y defender tomó mucho de lo que habíamos visto de la abrumadora forma en que los demonios peleaban. Así que los Abuelos pensaron que sabrían bien qué hacer en caso de tener que enfrentar enemigos en Pueblo. Y hubo que enfrentarlos. El aislamiento mantenía protegido a Pueblo, así que los Abuelos no habían tenido combates ni peleas con gentes extrañas en años y años, pero no por eso dejaron de trajinar y bregar una y otra vez y, claro, entre ellos también trajinaban y veían lo que resultaba.

Pero además hubo algo que nos dio superioridad en la pelea, algo que nos colocó muy por encima de nuestros contrincantes, algo que hizo a los Abuelos invencibles en una batalla incluso contra enemigos más numerosos. Ese algo fue el Hongo de la Muerte, un descubrimiento de nuestros Abuelos que hizo que nadie pudiera enfrentarnos y salir victoriosos. Es un hongo pequeño y redondo de muy reluciente color que crece en nuestras montañas. No es abundante, pero tiene la magia de que cualquier hombre o animal que lo toque y haga reventar, caerá rendido inmediatamente, como muerto en un sueño profundo en el que casi no late el corazón ni fluye aire a los pulmones, la mente se va y quien cae bajo ese sueño, al despertar no sabrá qué pasó ni dónde está. Muchas veces se olvidan de quiénes son, olvidan su nombre y el nombre de su madre.

Nosotras en Pueblo sabemos cómo usar estos hongos y ponerlos en nuestras flechas, que con caer cerca y romper la celda de barro que los contiene y donde los hacemos crecer, desparrama en el aire algo que nadie ve, ni huele, ni comprende, pero que deja a cualquier hombre o bestia sin control ni voluntad, sin nombre y sin memoria.

Y así es como todos cuantos vinieron como enemigos han sucumbido al poder del Hongo de la Muerte y nunca jamás lo supieron. Pero los primeros Abuelos no contaban con esa ventaja pues el Hongo aún no había sido descubierto.

La Guerra del  Fin del Mundo de Periquita Robles

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