Читать книгу La Guerra del Fin del Mundo de Periquita Robles - Gabriel Széplaki Otahola - Страница 13

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CAPÍTULO VII

MAMÁ TIGRA

No sé si te lo mencioné antes, pero esto de que en Valle hubiese tigres-yaguares grandes no solo era así, continúa siendo así, y te puedo decir, que yo misma los he visto. ¡En verdad son grandes! Y muy numerosos. Al principio los Abuelos mataron tigres, pero pronto comprendieron que muchos yaguares ¡y grandotes! eran una protección adicional para Pueblo. Además, como en Valle había tantas báquiras y los báquiros destrozan los conucos, de alguna manera los tigres-yaguares eran nuestros aliados. Y hasta el día de hoy siguen siéndolo.

Tenemos un «juego», jugamos con Mamá Tigra ¡un juego mortal! Mortal para quien lo juega, jugador o jugadora, pero no para Mamá Tigra, a quien no se le puede dañar, herir ni matar. Después de todo, quien juega al juego de las tigras es quien anda buscando algo que ha perdido en su vida o algo que necesita hallar o probar; a veces ¡,esita hallar o probar; a veces Anadepositosgo corrio r, tendridas se suturan. las ar el sitio donde estaban los soldados dormidel mero gusto por seguir viviendo! Y quiere que, frente a frente con la tigra, que es la muerte, encuentre lo que perdió.

Mamá Tigra toda garras, músculos, cola tiesa, colmillos enormes, rugido y descontento. ¡Si no te mata, te devuelve al centro de ti mismo! Eso nos dicen. Y eso es lo que se busca. Pero el juego de las tigras no es algo de tomarse ligeramente. ¡La apuesta es tu vida!

Alguien, por alguna razón, decide jugar a las tigras. Entonces debe ir lejos a la selva a buscar ¡una tigra parida! Una tigra con cachorros. Debe buscar hasta que la encuentre. Debe vigilarla y esperar su oportunidad. Debe esperar hasta que Mamá Tigra salga de cacería y deje sola la tigrera donde está el cachorro, o los cachorros. Entonces quien juega buscará cómo entrar en el cubil y tomar al tigrito o a los tigritos. Cosa bien difícil, porque gruñen llamando a su mamá, pero entre tanto llega, muerden duro y arañan con unas garritas afiladas que desgarran, cortan y con facilidad hienden el músculo.

Bueno, quien lo haga, corre el riesgo mortal de que Mamá Tigra ¡lo encuentre en la guarida! Donde por lo común no hay mucho espacio. ¡Claro!, lo hay para una tigra musculosa y enteriza, un animal de cuatro patas. No para una persona humana alta, delgada y ligera. Esa es una de las razones para no jugar en solitario. Pero muchos así lo hacen. Quien juega, lleva consigo lo que llamamos una «vara de tigra», una «vara tigrera» o «vara de poder» y es una vara de madera. ¡No de cualquier madera! Sino de la más dura y resistente. Debe tener la altura de un hombre con sus brazos extendidos por sobre su cabeza y terminar en una horqueta grande de puntas romas, para no dañar a Mamá Tigra. Con ella el jugador debe defenderse del ataque o los acosos de Mamá Tigra. Y para vérselas cara a cara, cerquitica con una tigra furiosa ¡hay que tener bríos! Y eso —dicen— es lo que ¡te devuelve lo que se te había perdido!

Hace un tiempo, mi amiga Anaí y yo nos vimos envueltas, sin querer, -claro-, ¡en un juego de tigras! Habíamos salido a buscar unas maticas de flores de viento que Anaí había visto en una salida en que acompañó a unos buscadores a recoger aguacates, cuando:

—¡Periquita, ¿quéesesoooo?! —dijo entre dientes y señalando con su dedo al tiempo que retrocedía y se encogía con temor.

¡Al principio no lo pude ver!, pero Anaí insistió.

—Allí, Periquita, allí.

Y entonces ¡lo vi! ¡Un cachorrito de tigre, pequeño y peludo! Y asustado, con grandes ojos rayados.

—¡Un cachorro de tigre! —dijo Anaí alarmada pero bajito.

¡Casi habíamos tropezado con él! Y no lo habíamos visto. Estaba agazapado en las raíces altas de la ceiba panzona donde íbamos a orinar, cuando Anaí lo vio moverse. Medio nos acercamos, gruñó corto y agudo; un sonido silbante, amenazador y asustante. Nosotras sabíamos que eso no era normal, quiero decir, ¡que no encuentras un cachorro de tigre así como así!

—¡Periquita, ¿será que se le escapó a algún jugador?! —dedujo Anaí.

—Alguien lo sacó de la guarida y de algún modo se le zafó o algo pasó —continuó— y eso significa ¡que Mamá Tigra lo está buscando! ¡Periquita! ¡Lo está buscando!

Anaí había comenzado a asustarse y también yo, habíamos visto al cachorrito, así de cerquita. No era nada manso. Gruñía, arrugaba la cara y daba manotazos rápidos, de modo que ni siquiera lo tocamos. Además, sabíamos ¡que no debíamos hacerlo! También sabíamos del peligro en que nos encontrábamos.

Con el tiempo, Pueblo había levantado calzadas dentro de Valle. Son un orgullo tenerlas, pues están bien hechas y bien mantenidas. Estábamos cerca de una de tales calzadas, pero también estábamos en medio de la selva.

—¡Mejor nos vamos de aquí, Periquita! —dijo Anaí.

—¡Sí! —le dije, estando de acuerdo con ella—. ¡Vámonos!

Rápidas, silenciosas, asustadas y acurrucadas como sombras, dejamos al cachorro. Íbamos tomadas de las manos y regresábamos buscando la calzada, caminábamos rapidito y nos habíamos alejado algo. Cuando…

—Ay, Periquita, ¿oíste? —susurró Anaí.

—Sí, Anaí, oí —dije, de veras asustada. ¡Habíamos oído el respirar, el jadeo de Mamá Tigra!

—¡Anda por aquí mismo! —dijo Anaí.

Estábamos asustadas y tomadas de la mano. Cada una echó mano de nuestras pequeñas navajas: garra y colmillo, juntamos nuestras espaldas y empuñamos en cada mano nuestros pequeños cuchillos.

Sabíamos que eran útiles contra los humanos. Sabíamos que eran inútiles contra una tigra parida. Pero era lo que teníamos. Sabíamos que la mejor defensa era alejarse y que ella supiera que estábamos alerta, que no nos sorprendería, pero también sabíamos que ella no nos quería sorprender; si no, no se habría delatado resoplando. Pero sabíamos que no se puede saber todo de los saberes de los inteligentes tigres-yaguares. Ella estaba buscando a su cachorro y prosiguió su camino apurada y malhumorada, seguramente con la cabeza gacha y pasos cortos. ¡Tenía que haberlo oído gruñir!

Al ratico que llegamos a la calzada, ¡pegamos la gran carrera! Y después de un buen rato…

—¡Periquita! ¿No crees que nos vaya a seguir, verdad? —dijo Anaí, aunque ya se nos estaba pasando un poco el susto.

—¡No sé, Anaí! ¡No sé! ¡Pero no creo! ¡Querrá buscar al cachorro y llevárselo!

—¡Qué alivio, Periquita, qué alivio! —dijo Anaí.

Pero seguimos, no sin susto y no sin voltear.

No estábamos demasiado lejos cuando encontramos al cachorro, así que pronto llegamos a los primeros bohíos de Pueblo.

—¡Qué alivio Periquita, qué alivio! —repitió Anaí.

—¡Qué alivio, Anaí, qué alivio! —dije yo, y nos doblamos de la risa.

Habíamos estado asustadas de verdad y no habíamos parado la carrera hasta llegar a Pueblo.

—¡Qué alivio si una sale de un gran apuro sin nada de daño! ¡Nada más el puro susto, ¿verdad?! —comentó Anaí.

Y nos seguíamos riendo y riendo.

Unas señoras iban caminando y al vernos nos preguntaron.

—¿Y ustedes qué tienen?, ¿qué tienen ustedes? ¡Parecen asustadas!

Saludamos con respeto, pero seguimos, no les dijimos nada y seguimos riendo.

Una vara de tigra es algo hermoso de ver. Quien ha buscado, deberá «contar» en la vara su aventura con Mamá Tigra. Si no sale vivo, en esa vara alguien grabará su historia, la historia de su muerte. No se suele escribir mucho, más bien se graban signos que a veces se colorean, a veces se pintan en oro o con oro. ¡Hay varas famosas!

A veces quien graba la vara es la propia Mamá Tigra, que la arañó o mordió. Cuando se colorea en rojo significa que hubo sangre. Y si al rojo le sigue el negro-noche-oscuro, significa que hubo muerte, que quien retó a Mamá Tigra no regresó de buscar aquello que había ido a buscar.

Hay varas que cuentan muchas historias y que aún se siguen usando. Hay varas que son dadas de padres a hijos y es un gran honor tenerlas. Otras pasan por muchas manos. Pero es deber siempre escribir la historia de ese juego. ¡Hay Mamás Tigras famosas! Tigras que llegaron incluso hasta el bohío del jugador que había tomado a su tigrito y ¡fue buscando cobrar la ofensa!

Una señora tigra arañó con garras afiladas y furia la puerta del bohío de un jugador, lo había seguido rastreando su olor. Y lo retó rugiendo alto y fuerte. Tanto que en Pueblo corrió el miedo, porque es pavoroso el rugido de una tigra. Como nadie salió, ella levantó la cola y ¡orinó a chorros sobre la puerta! Luego se fue caminando tranquilamente por todo el medio de la Calzada Real y quienes la vieron ese día cuando apenas amanecía, vieron que era grande y movía la cola con violencia. Nunca más supimos de ella y nunca más volvió a Pueblo.

La Guerra del  Fin del Mundo de Periquita Robles

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