Читать книгу La Guerra del Fin del Mundo de Periquita Robles - Gabriel Széplaki Otahola - Страница 17

Оглавление

CAPÍTULO XI

INVASIÓN

Hola, ¿cómo estás? Puedes imaginar que una mañana cualquiera del mundo te levantás en mitad de la noche con sonidos de alarmas ¡que pregonan peligro de muerte! ¿Sabes qué debes hacer? ¿Cómo reaccionar? Pues saberlo es muy importante. En ello puede estar tu vida y la vida de quienes estén contigo. En pueblo sabemos lo que debemos hacer.

Hace ya muchos años, cuando aquellos a quienes habíamos llamado «hermanos» fueron obligados a invadir Pueblo, demostramos que sabíamos lo que debíamos hacer. Los temidos demonios habían vuelto, ubicaron los campos y cumbes. Les hicieron la guerra y los sometieron y esclavizaron y les propusieron un trato: el de traer a otros como esclavos para comprar su propia libertad. ¡Es muy grande error creer en la palabra de aquellos que no cumplirán! Bueno, fue así como se pusieron a dura prueba las creencias de nuestros Abuelos.

Pueblo fue asentado en la segunda terraza. Un barranco de grandes rocas hace de muro o muralla. Claro, en aquel tiempo aún no se habían tapiado todos los puntos flacos y había por donde subir sin grandes dificultades. Nosotras hemos solventado esas flaquezas y ya no es tan fácil entrar como si tal cosa.

Bueno, lo que nos cuentan es que una partida de muchos hombres llegó en la noche. Iban armados con garrotes pesados de madera y llevaban lanzas y mecates, cuerdas y otros paramentos de pelea. Ninguno había estado nunca en Pueblo. No llegaron llamando ni querían hablar —habría sido mejor para todos—, pero creyeron en la palabra de los demonios y estaban desesperados por recuperar a los suyos y por salir del atolladero en donde estaban. Treparon el barranco de piedra, llegaron en silencio, con sigilo, al amparo de las sombras. Pero no todos dormían en Pueblo. Siempre hemos tenido vigilantes atentos quienes pronto notaron movimiento y ruidos de pies y supieron que la sombra maligna de los demonios había llegado hasta Pueblo. Unos se quedaron, otros fueron enviados a dar avisos. Los dieron, y supimos qué hacer.

Los vigilantes esperaron lo que pensaron que tomaría dar aviso, pero no mucho más, pues los invasores entraron en la principal calleja de pueblo y empezaban ya a desperdigarse cuando las flechas les comenzaron a llegar desde atrás. En Pueblo habíamos cambiado un poco los arcos y las flechas, con lo que eran más pequeños y más rápidos. Entendimos que los arqueros debían ser veloces y lanzar muchas flechas. En eso se esforzaron.

Las flechas alcanzaron los cuerpos e hicieron su trabajo. Entrar-penetrar-trozar-cortar-picar-pasar-desangrar y matar. Una y otra vez hicieron blanco. Los invasores se vieron sorprendidos y «ellos eran quienes debían sorprender». ¡Luego las guaruras sonaron su ululante llamado! Las guaruras son las conchas enormes de caracoles del mar que al soplar a través de ellas, vibran y resuenan. Y así, ubicados por el sonido, todos en Pueblo supieron dónde estaban los atacantes. Nuestros hombres habían tomado lanzas, escudos, garrotes y salieron a la calzada, agrupándose en formaciones y encarando a los invasores. Las mujeres se habían hecho con los arcos y desde posiciones resguardadas comenzaron a soltar flechas sobre la masa de los enemigos.

Ellos trataron de entrar en algún bohío, pero tenían puertas resistentes y ya por el medio de la calzada avanzaban nuestros hombres. Un muro de escudos y lanzas que los enfilaba y las flechas que seguían cayendo, unas al azar, otras muy certeras. La luz de la luna hacía ver los contornos y era suficiente par guiar las flechas.

Algunos de ellos soltaron sus lanzas y tataron de huir, pronto los cercamos y pronto se rindieron, se dejaron caer al suelo acostados con las manos y piernas abiertas en señal de rendición. Muy pronto yacieron bien amarrados de pies y manos.

Otros siguieron peleando, trataron de romper contra los nuestros que venían de frente, confiando en sus lanzas, pero no tenían escudos ni la formación con la que sí contabamos, así que fue poco cuanto pudieron hacer y pronto sucumbieron a la horrible muerte de las lanzas y su sangre quedó en las calles de Pueblo y también sus cuerpos. Vidas perdidas, historias borradas.

Nadie merece morir con su hígado atravesado por una flecha o con su vientre abierto con grandes heridas que dejan las lanzas. Pero ellos no buscaron hablar. No buscaron una estrategia inteligente, no pensaron. El miedo los azuzó contra nosotros, se dejaron arrastrar por la tormenta. Pagaron con sus vidas.

Pueblo aprendió de ello, que había que mantenerse alerta, que lo acordado se había cumplido según lo esperado, que varios defensores trabajando juntos con los escudos y lanzas eran mucho más fuertes que cuando lo hacían por separado. Esto y más aprendimos. Pueblo siempre ha tratado de aprender de sus victorias y de sus errores.

De los invasores no todos murieron. Habían quienes estaban vivos y sin riesgo de morir, qué hacer con ellos fue entonces un gran dilema. Algunos resultaron ser viejos conocidos y es duro tener que tratar a alguien conocido como a un enemigo.

Otros muchos habían muerto. Otros agonizaban. En Pueblo se atendieron sus heridas, se restañó la sangre y del grupo que trató de escapar, ninguno lo consiguió.

En una guerra los muertos duelen. Pero ya no son más un problema. Acarrearíamos los cuerpos a la otra vertiente de la montaña. Allí los tigres-yaguares harían lo que gustaban de hacer. La siguiente noche, en la montaña se oyeron rugidos. Los tigres-yaguares no se entienden bien entre ellos y eran muchos los que se habían juntado…

Los que quedaron con vida eran el problema. Habían encontrado la manera de llegar a Pueblo. En parte porque los Abuelos habían bajado y visitaban otros cumbes en las tierras bajas. Bueno, era difícil saber lo que se debía hacer con estas gentes. Era bueno que no fueran muchos los que habían quedado con vida.

Borrar las huellas y la sangre de la batalla requirió trabajo, y como no llovió, hubo que hacer algo con la sangre derramada. No solo era aterrador verla, sino que ¡el olor! ¡Cómo hiede la sangre!

Buscamos tierra fresca de la montaña, tierra fragante que se esparció sobre toda aquella sangre como un acto de compasión y de piedad con aquellos que habían perdido su vida, tierra que cobijara su sangre derramada y cobijara esas vidas perdidas para que las hiciera nacer de nuevo como árboles o maticas de flor, como musgo en la montaña o como manantial, y tal vez como humanos más afortunados. Creemos que la tierra nos oye.

Mucho hablamos con los sobrevivientes. Mucho dijeron y contaron. Mucho escuchamos y por ellos supimos cómo habían sido vencidos por los demonios. Cómo se movían, cómo peleaban y supimos que hacían que sus arcabuces abrieran los caminos para luego seguir con las desnudas espadas de fierro que abrían brechas y el fierro afilado entraba y salía presto de los cuerpos. Y que quien por él era atravesado ya no seguía en pelea. También supimos que los demonios tenían cotas de malla y pellejos de fierros que en mucho los protegían.

Estos hombres no tenían caminos delante de ellos. Si los dejábamos irse, podrían volver trayendo invasores y tal vez incluso a los demonios mismos. Y no podíamos matarlos así como así. De modo que se quedaron en Pueblo. Juraron no tratar de escaparse ni hacer daño alguno. Pero acordamos con ellos mismos que si aunque fuera uno solo de ellos hacia mal o trataba de huirse u obraba indebidamente de cualquier manera, entonces todos pagarían con sus vidas. Ellos lo juraron. Tal como me lo contaron, yo lo cuento.

Entre todos ellos, uno solo no tenía golpes, ni heridas, ni marcas de la pelea. Era oscuro de piel y ojos amarillos. Había estado en la pelea y su habilidad lo había salvado. Este hombre conocía de animales que por aquí nadie había visto. Y sabía pelear dando brincos y patadas y girando, y era rápido y peligroso como aquí nadie había visto. Ese hombre se quedó en Pueblo y con el tiempo fue maestro de pelea, mucho y a muchos enseñó esa manera de pelear. Rápida, taimada, de revuelos y sorpresas que no se está quieta y que resulta mortal para quien se le oponga.

Yo misma soy descendiente de ese hombre que trató de tomar Pueblo. Tal vez no sea hija de sus hijas o sangre de su sangre, ¡pero sí descendiente de su arte! De la forma de luchar que enseñó en Pueblo y que hemos refinado y pulido por tantos y tantos años, y que llegó hasta nosotros; quiero decir, hasta este tiempo, como un consumado arte de pelear, difícil de desentrañar para el rival, engañoso, maniobrero y letal.

En Pueblo todos lo trajinamos desde que podemos correr. En verdad todo cuanto hacemos está centrado en buscar el movimiento perfecto, la medida justa, el mínimo esfuerzo y con ello se gesta este arte de pelea que también enseña el uso del cuchillo y el garrote.

La Guerra del  Fin del Mundo de Periquita Robles

Подняться наверх