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NACIMIENTO DE LA MONTAÑA

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Cuando era niño, abrí una vez la Biblia. Mi mirada se posó en las primeras líneas del Génesis:

En el principio, Dios creó los cielos y la tierra.

Pero la tierra era informe y estaba vacía; las tinieblas cubrían la superficie del abismo y el Espíritu de Dios planeaba sobre las aguas.

Pese a mi corta edad, quedé deslumbrado por aquel texto admirable, a la vez lleno de claridad y de sombras misteriosas. Imaginé el caos original bajo la forma de una noche infinita, impenetrable y llena de amenazas: el mismo aliento de la nada. En este crisol oscuro, sin embargo, poco a poco se esbozaban unas formas a la deriva, se juntaban y se organizaban, modeladas por el Espíritu y por una voluntad soberana. La vida, en fin, se despertaba lentamente en el seno del océano maternal. Y al propio tiempo, se establecía un orden en el mundo: la hora del hombre podía llegar.

* * *

Cuando, más tarde, descubrí la montaña, inmediatamente me gustó ver en ella la forma más sublime y más acabada que hubiera podido revestir la materia mineral, y la manifestación más evidente de la divina armonía de las cosas. Distinguí en ella un ímpetu, y, por consiguiente, una intención. Pero la intención es pensamiento, y el pensamiento es vida. Así, la montaña se convertía para mí en un ser.

Al mismo tiempo, me parecía, no obstante, que, en oposición al mar, fuente de toda vida biológica, pero perpetuamente en movimiento e informe, hay en la montaña no sé qué ascético rigor, no sé qué visible desdén hacia toda facilidad que, a la larga, niega y condena las humildes necesidades de la vida, de las que, en efecto, se despoja poco a poco, a medida que se eleva. En su pureza extrema, en una palabra, la montaña pertenece íntegramente al orden del espíritu. Es la imagen —mineral, pero exacta, sensible al corazón— del impulso hacia el infinito: masa a la vez sublime y atormentada, erguida, tendida hacia el cielo, al que tan visiblemente aspira, pero inmovilizada en ese movimiento mismo, encadenada a la tierra, incapaz de liberarse de ella. Pero ¿acaso no es esta la ilustración de la condición humana?1 La del alma, ávida de infinito, pero cautiva del cuerpo, esclavizada por todas sus debilidades? En el límite extremo del universo humano, la montaña opone también la gloria del espíritu a las tiranías de la materia. De este modo, nos reconocemos en ella sin esfuerzo.

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La montaña existe, pues, frente al hombre como un ser frente a otro ser. Está animada, es decir, participa del alma humana en la medida misma en que el hombre, al fin cautivado por ella, la ha admitido en los misteriosos intercambios del amor. Tal es entre ellos la relación ideal, fruto de una larga maduración y de un determinado número de azares afortunados. Relación ideal, pero continuamente amenazada, porque el hombre, una vez ha forzado los secretos de la naturaleza, siente demasiado a menudo la tentación de dominarla, es decir, destruir el equilibrio y la armonía preestablecidos del universo, comprometiéndose así también él mismo por egoísmo e inconsciencia. Pero esta no es sino la fase última de una evolución al principio muy lenta, tan antigua como el mundo, y que menos de dos siglos han bastado para precipitar.

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La inmensidad misma de la montaña no se concibe más que según la escala del hombre, que le da su medida. En esta relación es necesario que la montaña adquiera su faz patética. Hablar de ella es hablar al propio tiempo del hombre. El nacimiento de las montañas, sobre una tierra todavía desierta, abandonada a los únicos combates del fuego y el agua, es poco elocuente para la imaginación. No obstante, se trata de una auténtica tragedia geológica, desarrollada a lo largo de millones de años: el ciego enfrentamiento de unas fuerzas sin medida. Pero hemos aprendido a considerar que solo hay verdadera tragedia en el hombre. Es decir, en la conciencia. La historia de la montaña, como cualquier otra historia, no sabría pues comenzar más que en el hombre mismo, en esta primera mirada posada sobre una cima y que le ha dado verdaderamente la vida.

NOTAS

1 ¿Acaso no es el dominio por excelencia de la nieve, símbolo de la pureza?

La montaña y el hombre

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