Читать книгу La montaña y el hombre - Georges Sonnier - Страница 18
EPISODIOS
ОглавлениеEn este largo camino hacia la montaña —es decir, el conocimiento de la montaña y su conquista, que debían ir necesariamente parejos—, los escasos acontecimientos sobresalientes muestran un carácter completamente fortuito. No hay entre ellos parentesco alguno, ni siquiera lejano, ni la menor relación de causa y efecto. De esta manera, cualquier clasificación que no sea cronológica resultaría arbitraria.
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En el año de gracia de 1358, el primero de septiembre, un caballero piamontés, Bonifacio Rotario, de Asti, escalaba Rochemelon en cumplimiento de un voto y colocaba allí un tríptico de la Virgen.
Este personaje es poco conocido: algunos le consideran un incrédulo arrepentido, más o menos apartado del buen camino, pero deseoso de expiar al fin sus pecados; otros lo consideran un cruzado que, habiendo permanecido mucho tiempo cautivo de los infieles, fue al fin salvado milagrosamente y decidió pagar de un modo extraordinario su deuda de gratitud con el cielo. Sea como sea, esta ascensión no había sido deseada como un placer, sino todo lo contrario, concebida como una prueba y una escalofriante penitencia.
Se trata, en efecto, de una cima muy alta: más de tres mil quinientos metros. Y es sin duda una de las raras cumbres de los Alpes de tal altitud que son fácilmente accesibles. Hoy en día, un sendero conduce hasta ella desde Suse. Ninguna dificultad, por lo tanto. Se trata de un paseo: interminable, es cierto —¡tres mil metros de desnivel!— ; e interminable le debió parecer, en efecto, al caballero de Asti, por muy gran pecador que hubiera sido, abrumado bajo el pesado tríptico de bronce que llevaba. Si no es el precursor de los guías, debería serlo, al menos, ¡de los porteadores! Para no minimizar su valentía y su audacia, añadamos que se arriesgaba por terreno desconocido y que, por otra parte, podía experimentar determinados temores supersticiosos, muy generalizados en su época. ¿Qué encontraría en la cumbre? El glaciar de Rochemelon que, por la otra vertiente, desciende hacia Bessans, en Maurienne, ¿no era acaso un refugio de los demonios? Para librarse de ellos, nuestro penitente debía confiar mucho en la sagrada imagen que transportaba con tanto esfuerzo. Y aquí se nos plantea otra cuestión: para su espíritu, ¿se trataba sencillamente de consagrar la cumbre, o bien de exorcizarla?
En cualquier caso, aquella montaña se convirtió muy pronto en centro de peregrinación, reuniendo cada verano, el 5 de agosto, por encima de la frontera, a maurieneses y habitantes del valle de Suse. Pronto se construiría un oratorio cerca de la cumbre para proteger el tríptico. Pero, como hubo frecuentes accidentes debido a que ‘subían muchas personas inexpertas, hacia finales del siglo XVII el duque de Saboya, Carlos Manuel II —que había efectuado a su vez la peregrinación— dispuso prudentemente que la imagen descendiese de la altura y fuera depositada en la catedral de Suse, donde todavía permanece. El tríptico representa a un guerrero arrodillado ante la Virgen y el Niño, flanqueados por Santiago y san Jorge. Una inscripción en el zócalo recuerda el voto de Rotario de Asti, ¡que fue también un notable récord de resistencia!
Según la tradición, el peregrino alpinista debió pasar el resto de sus días en una ermita edificada en los mismos flancos de la montaña que había conquistado ad maiorem Dei gloriam. Leyenda demasiado bella, sin duda, para ser cierta…
Corriente en nuestra época, la sacralización de las cumbres ha hecho florecer en ellas gran cantidad de representaciones religiosas, a menudo célebres: cruz del Cervino, Vírgenes del Dru, del Grépon, del Géant, de la Meije… Pero un hecho semejante, en plena Edad Media, merece nuestra atención.
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Algo más de un siglo después, los Alpes resonaron de nuevo con el tumulto de las armas. Eran las guerras de Italia, y, durante docenas de años, el Delfinado y la alta Provenza se vieron asolados por el paso de los ejércitos de Carlos VIII, Luis XII y Francisco I. El valle de la Durance, el collado del Montgenèvre y el «paso de Suse» habían de ser el itinerario más seguido, sobre todo al comienzo. Más tarde, serían también atravesados en más de una ocasión Queyras y Ubaye.
En 1515, año de Marignan, el grueso del ejército de Francisco I atravesó el collado de Vars, luego el de Larche y descendió sobre Coni, sorprendiendo al enemigo que le aguardaba a la salida del Montgenèvre. Aquel efecto de sorpresa fue aumentado además por la intervención de una tropa auxiliar de infantes y de mil quinientos jinetes —estos bajo el mando del delfinés Bayard—, que penetraron en Italia por el collado de la Traversette y el collado Agnel, en el alto Queyras.
Señalemos, a propósito de la Traversette, una particularidad: debajo del collado, con una altura ya respetable —más de dos mil novecientos metros—, que une Abriès con Crissolo, fue perforado en 1480, por iniciativa del marqués de Saluces, con el consentimiento del rey de Francia Luis XI, una galería o pasadizo que, pese a su modestia —menos de cien metros de longitud y apenas más de dos metros de anchura por dos de altura—, es, con mucho, el primer túnel alpino. Esta curiosidad, muy frecuentada durante un tiempo, fue restaurada poco después de 1900 y subsiste en nuestros días.
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Los Alpes se convirtieron muy pronto en lugar de paso pacífico, obligatorio para quien quería ir de Ginebra, Lyon o Marsella a Turín y de Alemania a Milán o Roma sin dar el enorme rodeo del valle del Ródano y de la costa provenzal. En la Edad Media no faltaron razones comerciales para realizar tales viajes. Tampoco faltaban los motivos religiosos. Pensemos en el renombre europeo de ciertas ferias medievales. Y pensemos igualmente en todos los peregrinos en camino hacia la Ciudad Eterna, en todos los prelados que acudieron a los concilios de Basilea o de Constanza… Solo el cardenal Eneas Silvio Piccolomini, el futuro papa Pío II, declara haber pasado tantas veces el San Gotardo16 que sería incapaz de hacer la cuenta. Pero no encuentra nada más que decir. ¡No se trata de turismo!
Aquellos viajes eran, efectivamente, una aventura, si no siempre peligrosa, por lo menos llena de azares e incomodidades, temible para los espíritus poco arrojados. Propicia para la defensa de sus habitantes, la montaña no lo era menos para las emboscadas y ocultaba a salteadores de caminos, mucho más reales que los demonios. Los que se veían obligados a cruzarla lo hacían lo más rápidamente posible, sin pretender disfrutarla. No había tampoco razones para interesarse por ella, y menos aún para amarla. No era entonces más que una molestia y un obstáculo que debía franquearse. ¿Cómo extrañarse entonces de que las docenas, si no los cientos, de millares de personas que la atravesaron durante largos siglos no dejasen en ella nada de sí mismas, y no nos hayan dejado tampoco nada sobre ella? La montaña no detiene al hombre, pero tampoco le atrae todavía, no le concierne. Para él significa una exigencia, que es todo lo contrario de la vocación.
Finalizadas las guerras de Italia, el vaivén militar continuó, sin embargo, periódicamente, en los Alpes, en particular bajo Luis XIII y también bajo Luis XIV, en espera de Bonaparte. No quiero hacerme pesado entreteniéndome en aquellas vicisitudes que, una vez más, no hicieron más que agravar las condiciones de vida de los montañeses sin aportar nunca nada nuevo a la montaña ni a su conocimiento.
No obstante, como todas las reglas, esta comporta su excepción. Y excepción importante, puesto que constituye, en el umbral mismo del Renacimiento, la primera manifestación conocida del alpinismo acrobático y el capítulo más insólito de la conquista de la montaña.
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No es sorprendente que el rey Carlos VIII se sintiera cautivado por el aspecto del monte Aiguille, extraordinario obelisco alzado por la naturaleza sobre el camino de Italia y justamente denominado en su tiempo mons inascensibilis —monte inaccesible—. Pero sí sorprende que diera a un caballero de su séquito la inaudita orden de escalar en su nombre aquella muralla vertical, y que semejante orden pudiera haber sido ejecutada… Así, la primera escalada en roca —y en muchos sentidos la primera ascensión moderna caracterizada— fue fruto de un real capricho, y el caballero designado, un alpinista a su pesar. ¿Héroe o víctima? Podemos jugar a imaginarnos los sentimientos con que el capitán Antoine de Ville, señor de Domjulien y de Beaupré, debió emprender lo imposible y qué fuerzas le movieron en aquel «servicio ordenado»: miedo a la cólera del rey, si no cumplía su misión; ambición, en caso de éxito; osadía natural y atracción auténtica, desinteresada, hacia la aventura; fundados temores de grandes dificultades y de algo desconocido más temible todavía… Indudablemente, cuando partió había mucho de todo ello en su ánimo. Pero me gustaría saber, sobre todo, lo que experimentó durante la lucha propiamente dicha, tras la victoria y después de su regreso.
Se impone otra reflexión: tres siglos más tarde, el movimiento general de los espíritus conduciría a escalar ante todo las cimas más altas, evitando la dificultad en lo que fuera posible: la tentación de la dificultad vendría más tarde. ¿No es extraño que una de las primeras cimas de los Alpes conquistadas por el hombre lo fuera precisamente debido a su aparente inaccesibilidad? La «primera» del monte Aiguille no prefigura, pues, lo que sería el alpinismo clásico en sus comienzos, sino el alpinismo acrobático de un Mummery. Pero hay que recordar también que, en este caso particular, quien quiso la ascensión descargó en otro la misión de efectuarla. Una cosa es querer y otra…
Si bien la altitud del Aiguille es modesta —poco más de dos mil metros—, es evidente que, a falta de unos medios válidos de medición en aquel tiempo, esto era solo un dato completamente subjetivo. Aislado y dominando una extensa región muy suavemente ondulada, el monte Aiguille puede parecer una elevada cima. Por lo demás, no era esta la cuestión: de hecho, se trataba de un desafío a la imaginación.
El desafío fue recogido. Antoine de Ville partió con nueve atrevidos compañeros, entre ellos el propio predicador del rey, Sébastien de Carect, y tres eclesiásticos más. Los otros eran montañeses; un carpintero y Reynaud Jubée, «escalero del rey», pues el empeño había sido cuidadosamente estudiado y preparado: las escaleras fueron útiles, así como las cuerdas que habían tenido la precaución de llevarse. Con los medios de la época, la escalada fue en parte artificial. Por otra parte, se asemeja a un asalto a aquel gigantesco castillo natural. Nos encontramos a medio camino entre el alpinismo y la guerra…
Tras los primeros reconocimientos, descubrieron la vía mejor y superaron los obstáculos. «Hay que subir media legua por escalera y una legua por un camino horrible de ver, más terrible incluso para descender que para ascender», escribió Ville.
Llegaron a la cumbre, que es «el lugar más hermoso jamás visto». Era el27 de junio de 1492: el año del descubrimiento de América. Antoine de Ville y sus compañeros habían descubierto su América, en forma de una amplia y suave pradera de un kilómetro de longitud por cien metros de anchura, harto inesperada en lo alto de aquellas hoscas murallas; y una manada de rebecos, más inesperada aún, cuyo origen les dejó perplejos, pues se llegó a creer que los antepasados de aquellos rebecos habían sido llevados allá por las águilas.
Había también en aquella cumbre gorriones, así como cornejas, que hoy llamaríamos chovas. Las flores eran abundantes en aquella estación. Y Ville, como buen cortesano, observó entre ellas gran número de flores de lis…
Bautizó su conquista: Éguille-Fort. François de Bosco, notario apostólico de la expedición, redactó un proceso verbal. Pero aquello no bastaba a nuestro hombre, que envió una carta al presidente del parlamento de Grenoble rogándole que diera la noticia al rey y solicitando que despachase a un alguacil con objeto de comprobar su presencia en la cima.
Tras ello se instaló en la cumbre para una permanencia de cierta duración. Se preparó un refugio de piedras que le permitiera vivaquear.
Al día siguiente, 28 de junio, se celebró una misa en la cumbre. Luego se alzaron tres cruces, hechas con pedazos de escalera, en honor de la Santísima Trinidad.
Cuando los magistrados llegaron por último al pie de la montaña, la vista de los que permanecían en lo alto de los gigantescos acantilados les llenó de espanto. Emprendieron la fuga y Ville, desde su atalaya, tuvo que llamarles. La comprobación estaba hecha…
El primero de julio, sin embargo, otros alpinistas fueron a reunirse con los primeros. Entre ellos se encontraba Guigues de la Tour, de un castillo del próximo burgo de Clelles. Llevaron a la cumbre «conejos domésticos blancos, negros y grises», que inmediatamente se pusieron a mordisquear la olorosa hierba de aquellas alturas.
A los seis días de ocupación se decidió la retirada. Los atrevidos expedicionarios descendieron sin accidentes, pero no sin dificultades. Y la montaña recobró la soledad que habría de conservar por espacio de tres siglos y medio.17
Episodio asombroso18 y singular en el contexto de su época, pero carente de toda significación profunda: no pasa de ser algo accidental y no tiene relación con nada de cuanto lo precede o lo sigue en la historia humana de la montaña. Mas no por ello la conquista del Aiguille dejó de ser la primera manifestación deportiva del alpinismo, cuyo primer testimonio espiritual está representado, por su parte, por la ascensión de Petrarca al Ventoux.
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Un cuarto de siglo más tarde tuvo lugar otro acontecimiento notable, a siete u ocho mil kilómetros de allí, precisamente en aquella América descubierta el mismo año de la «primera» del monte Aiguille. Efectivamente, el año 1519, en México, un capitán de Cortés llamado Diego de Ordaz escaló el Popocatépetl con un puñado de compañeros. En este caso se trata de una cima de casi cinco mil quinientos metros, ¡y semejante récord de altitud no sería batido hasta unos siglos después!
Pero ¿cuál era el fin de aquella expedición? Únicamente ir a buscar al cráter del volcán el azufre que faltaba a las tropas de Cortés, en guerra contra los aztecas de Moctezuma, para fabricar pólvora. Lo consiguieron. Pero estamos muy lejos de Petrarca; y también de Saussure….
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Rochemelon, monte Aiguille, Popocatépetl… En ninguno de estos tres casos, tan notorios, el objetivo de la ascensión había sido el auténtico deseo ni el amor desinteresado por la montaña. Solo constituía el medio para un fin ajeno a ella. El espíritu del que un día había de nacer el alpinismo no se concebía aún.
Y, una vez más, vuelve a caer el silencio.
NOTAS
16 El collado de Septimer, en los Grisones, es en esta época aún más frecuentado.
17 El 16 de junio de 1834, un pastor llamado Jean Liotard intentaba y conseguía la segunda ascensión, solo y sin ningún artificio técnico.
18 Tan notable que Rabelais, en su Pantagruel (Cuarto Libro, cap. LVII), aludiría al monte Aiguille.