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UNA CIERTA MIRADA…

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Entre la ignorancia medieval de la montaña y el desconocimiento de que dará pruebas el siglo XVII, el Renacimiento marca una pausa o, si se prefiere, abre un paréntesis: por ello merece que nos detengamos un poco en él.

La Edad Media había coronado la montaña, donde era accesible, con castillos defensivos; y, más todavía, donde no lo era, la había poblado de leyendas en las que el diablo tenía un considerable papel. Al tomar la superstición el lugar del conocimiento, se habían dedicado al diablo gran número de rocas, pasos y boquetes, así como puentes célebres tendidos por él sobre los abismos por medio de pactos sacrílegos en los que finalmente quedaba burlado… Las numerosas minas montañesas de cobre, plomo y plata olían igualmente a azufre… Había desfiladeros del Enfer, gargantas del Infernet, Malaval, Vía Mala. Los glaciares eran poseídos por dragones, pues ambos tenían un espinazo rugoso y resquebrajado. También las hadas se mezclaban con el paisaje y tenían sus propias grutas, sus columnas y sus chimeneas. La imaginación y las creencias ingenuas suplían así a la razón vacilante. Pero todo ello no era muy serio ni muy positivo. La montaña no había de ser por mucho tiempo objeto de terrores supersticiosos, pero conservaría de aquella época, afortunadamente, su condición de refugio de lo maravilloso.

El Renacimiento —que en muchos aspectos fue un nacimiento verdadero— transformó radicalmente los términos de aquella relación. El giro es decisivo e irreversible. Más que cambio, hay una metamorfosis: el modo de pensar ya no es el mismo. El hombre toma entonces conciencia de la naturaleza —como de sí mismo; ¿acaso no forma parte de ella?— en cuanto objeto de observación exacta y materia de conocimiento. Los tiempos menos rudos se prestan a este placer del espíritu. Los temores —naturales o sobrenaturales— se desvanecen y se rebaten ; la curiosidad se despierta. Se consideran las cosas con una mirada nueva y precisa, pero sin una excesiva complacencia. Porque, en definitiva, esta curiosidad nueva se ejerce en relación con el hombre y solo en su beneficio: se trata de un conocimiento de la naturaleza puramente humanista, sin sombra de sentimiento. No tiene nada que ver con la exaltación romántica. Se observa, se intenta descubrir y comprender, pero no se siente todavía. El progreso es patente, pero entre unos límites rigurosos donde quedan presos los más grandes espíritus. El ejemplo de Montaigne es característico de la época.

Así como la visión del mundo cambia y se amplía —aun continuando incompleta—, las ocasiones de descubrirlo se multiplican y transforman. No me refiero aquí a las grandes exploraciones dirigidas entonces a los lejanos continentes y que van determinando poco a poco el aspecto exacto de nuestra tierra. Estas son esencialmente aventuras marítimas, vividas sobre unas extensiones sin límites, hacia un horizonte bajo que siempre huye. La conquista de la montaña será de una índole muy diferente. Se producirá ante todo en un pequeño mundo cerrado de altos macizos ignorados, pero completamente rodeados de valles y de paisajes conocidos, recorridos desde hace mucho. El descubrimiento consiste aquí, ante todo, en alzar la mirada…

Para volver a nuestro tema, pensaba precisamente en esta lenta aproximación que a lo largo de los siglos fue rodeando la montaña, apartando los primeros velos de la indiferencia, de la ignorancia o de la superstición. Los viajeros de antaño precedieron a los alpinistas; pero también, en cierta medida, les prepararon el camino.

Así como en la Edad Media —según acabamos de ver— los viajes, ya fuesen por motivo de negocios o por exigencias de la fe, se hacían siempre bajo la presión de una necesidad, sin dejar apenas lugar para el placer, a comienzos del Renacimiento una mayor seguridad incitó a ciertos privilegiados de la cultura o de la fortuna a desplazarse puramente por placer para «ver países». Otras veces se trataba de ir a las aguas: las curas termales conocieron entonces una creciente afición. Pero incluso en este caso, el trayecto por sí solo constituía una atracción. Sucedía a menudo que el camino atravesaba la montaña —precisamente en la montaña se encontraban la mayoría de los «baños», para emplear el lenguaje de la época; así, los de Loèche, en el Valais, estación termal de notoriedad muy antigua, adonde se llegaba, desde el norte, por el vertiginoso paso de la Gemmi—. Para aventurarse por él hacía falta una audacia fuera de lo común… Sin embargo, gracias a Dios, no todos los caminos de la montaña eran tan temibles. Y a la vera de los caminos se edificaron hospicios, como el del Grimsel, y albergues. para la seguridad y la comodidad —muy relativas— de los viajeros que se aventuraban por aquellas alturas.

Otro aspecto de la curiosidad nueva que, a falta de verdadero amor, comenzaba a rodear la naturaleza era el deseo de adquirir un conocimiento geográfico exacto. Fue entonces cuando un hombre como Aegidius Tschudi recorrió los Alpes para establecer su Topografía; y Sebastian Münster publicó su Cosmografía… Este género de obras se multiplicó. La mayoría comportaban «itinerarios», descripciones ilustradas con mapas; y también grabados, técnica artística en plena expansión. En este orden, como en los demás, la invención de la imprenta hizo posible un esfuerzo de documentación y de vulgarización sin precedentes. ¿Habrá que subrayar aquí que la imprenta, y solo ella, determinó el paso de la Edad Media al Renacimiento? Es la llave del mundo moderno. Se trata de un hecho irreversible, que marca la historia humana de la montaña, lo mismo que marca la historia de la propia humanidad.

Como la excepción confirma la regla, a través de este deseo de conocimiento, y a veces en competencia con el mismo, comienza a apuntar, de lejos, tímidamente aún, lo que un día llegará a ser el sentimiento de la naturaleza. En particular, dos grandes eruditos suizos, Josias Simler y Conrad Gesner, de Zúrich, hablan de la montaña como nunca se había hecho: «Allí —escribe Gesner—, en aquel profundo y religioso silencio, vuestra imaginación creerá, desde la cumbre de los montes, oír la armonía de las esferas celestes, si es que existe». Y en una carta de 1541, titulada sin ambages «De montium admiratione», declara que «las ascensiones no fortifican solamente el cuerpo, sino que son a la vez el más noble esparcimiento del espíritu». Una concepción tan justa y tan completa era profundamente nueva, e incluso casi revolucionaria para su época. Es cierto que Gesner —contrariamente a Simler, hombre de gabinete— había recorrido largamente la montaña y estaba versado en la práctica del alpinismo —en la medida de su tiempo—. En 1555 escaló el monte Pilate, dechado de montaña con leyendas; y su personalidad presta cierto realce a la ascensión de esta cumbre de altitud modesta —apenas más de dos mil metros— que domina el lago de los Cuatro Cantones. Sin embargo, no había sido una «primera», pues esta data de comienzos del siglo XIV. Pero a causa de su molesto patrocinio, la reputación de esta montaña era tan execrable que durante mucho tiempo permaneció prohibido su acceso, o por lo menos subordinado a un permiso especial de las autoridades de Lucerna. Seis clérigos de esta ciudad que hicieron la experiencia se vieron encarcelados en 1387 por haber intentado la ascensión sin el permiso correspondiente…


La montaña de Petrarca: El Mont Ventoux.


¡El desafío a la imaginación en 1492! Mont Aiguille, de 2.097 metros.

Pero ya en 1518, Vadianus, de Saint-Gall, antiguo, rector de la Universidad de Viena, había ascendido al Pilate con tres compañeros —dos de ellos sacerdotes—. Y en 1585, treinta años después que Gesner, lo hizo también el abate Müller, recto cura de Lucerna. La opinión había evolucionado, como puede verse. Pero incluso en aquella época de luces, la expedición no se efectuaba sin temor. El abate buscó, cerca de la cumbre, el sombrío lago alrededor del cual se creía que vagaba el espíritu maldito de Poncio Pilatos. El digno eclesiástico se aproximó y se envalentonó hasta el punto de arrojar piedras. Pilatos se mantuvo tranquilo, sin que se produjera ninguna réplica desagradable… El abate descendió, muy convencido, y desmintió los rumores. La leyenda, esta vez, no resistió más.

Recordemos que existe en el monte Pilate de Francia un llamado «pozo de Pilatos», que corresponde al mismo ciclo legendario: se dice que la ciudad vecina de Vienne había recibido, como Lucerna, la visita del molesto procónsul o, más precisamente, de sus cenizas. Las mismas causas producen los mismos efectos…

Pero volvamos a nuestros viajeros. No se limitaron a recorrer los Alpes, sino que exploraron también los Pirineos y el macizo central, tan ricos en fuentes termales. Aquel turismo utilitario contribuyó al conocimiento de las montañas.

Al regreso de su viaje a Italia, Montaigne escaló el Puy-de-Dôme. Padecía entonces las molestias de su enfermedad. «Lunes veinte25 —escribe—. Parto por la mañana y en la cumbre del Puy-de-Dôme encuentro una piedra muy grande, de forma ancha y plana.» Observación muy personal, pero la única impresión que le depara esta montaña… Afortunadamente, otros viajeros fueron más atentos y más sensibles al espectáculo de la naturaleza, y lo describen. Tal podemos decir de Thou, en sus Memorias. O del poeta Jacques Peletier, que escribió un gran poema titulado La Saboya. O de Aymar Falco, que dedicó un libro a las Maravillas del Delfinado, que para él son quince y no siete… O de Jacques Le Saige, simple mercader de Douai, que relata sus viajes. O de muchos otros más, entre los que se cuenta el famoso Benvenuto Cellini, que en 1537 pasó el Albula y siguió el Wallensee para entrar en Francia. Su relato es vivo y ligero; pintoresco, pero superficial. Se trata de un transeúnte que se apresura a tomar notas antes de olvidarlo todo. Más tarde regresará a Italia por el Simplón, pero sin decir una palabra…

Otro tipo de viajero es el señor de Villamont, que viaja «para ver», como él mismo dice; y describe buena y honradamente lo que ve.

Los reyes también viajaban. El 29 de agosto de 1574, Enrique II cruzó el Mont-Cenis en «litera acristalada». Aquel Mont-Cenis, tan corrientemente atravesado, del que sin embargo el cardenal Bentivoglio escribió con énfasis: «Il Monsenese, nome d’orror famoso all’orecchie d’ogni nazione». ¡El Mont-Cenis, nombre famoso por su horror en todas las naciones! Sonriamos…

En 1625, el príncipe heredero Ladislao de Polonia franqueó el San Gotardo en silla de porteadores. Cuenta la crónica que un campesino le acompañó durante cierto tiempo a pie, dándole el brazo. Y le ofreció unos cristales «en signo de fraternidad». El rasgo es singular y bello e ilustra perfectamente el orgullo natural y tranquilo del montañés.

La montaña que en aquel tiempo muchos aprendían a conocer —más que amar— es, como puede verse, la de los caminos, o sea, los valles y los collados; no es la de las cumbres. En 1552, sin embargo, el duque François de Candale, pariente del rey de Navarra, había intentado repetir la hazaña de Ville atacando el temible Pic du Midi d’Ossau. De Thou narra esta tentativa, de asombrosa intrepidez, que había de fracasar.

Numerosos viajeros, sabios cartógrafos, pocos «alpinistas»… Conviene añadir a todos ellos los botánicos y los médicos que inspeccionaban la montaña en busca de hierbas. En aquel trabajo, al que se prestan especialmente las montañas de altitud media, Auvergne y, más aún, Velay ocupan un buen lugar.

Así transcurrió el siglo XVI. En 1606, san Francisco de Sales, obispo de Ginebra, fue a Chamonix en visita pastoral, y el 18 de agosto escribió a Madame de Chantal :

«He encontrado a Dios, absolutamente lleno de dulzura y suavidad, incluso en medio de nuestras montañas más altas y más ásperas.» El mismo san Francisco habla en otro punto del «lugar delicioso» de Talloires, a orillas del lago de Annecy, y de los hermosos pensamientos que debe inspirar. Aquí parece escucharse a un Jean-Jacques Rousseau miembro de la Iglesia… Pero no todas sus anotaciones son tan idílicas. Y, por lo demás, muy pronto va a cambiar el tono de la época.

NOTAS

25 20 de noviembre de 1581.

La montaña y el hombre

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