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EL HOMBRE EN LA MONTAÑA

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Todo permite suponer que la montaña, refugio natural por excelencia, fue habitada muy pronto por el hombre.2 E, indudablemente, su corazón no debía de estar alegre cuando tuvo que abandonar, para ascender hacia ella, las fértiles llanuras o las dulces orillas del mar. Expulsado por otros hombres, que pertenecían a tribus más numerosas o belicosas, allá arriba buscaba la seguridad; y eso era la libertad. Pero la montaña, solicitada de esa manera, daba y negaba al mismo tiempo: imponía la dificultad, pero al menos prometía la vida. Este intercambio suponía otros y esclarece algunas constantes del carácter montañés: el particularismo y el espíritu de independencia; la falta de gusto de imponer su propia ley al extranjero, pero la cerrada negativa a sufrir la suya. El hombre había ido al fondo de unos valles estériles y perdidos a buscar el derecho a continuar siendo él mismo. La montaña no es para él un lugar de paso, sino el reducto de la última oportunidad, más allá del cual ya no hay nada más para él. Si es preciso, se defenderá allí hasta la muerte.

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Así pues, los primeros montañeses no llegaron a la montaña por vocación, sino por necesidad. Su vocación, si la hubo, no era la de la montaña, sino la de la libertad, para la cual la montaña era condición básica. Fue, ante todo, una presión lo que le condujo a ella. Pero habiendo escapado de la llanura y del mayor peligro que allí le amenazaba —el hombre mismo—, encontró en la montaña otros motivos de temor junto a las cumbres, de las que nada sabía, e hizo por consiguiente morada de divinidades o de espíritus maléficos, puesto que de ellas solo le venían cosas malas: el frío, el desprendimiento de piedras, el alud, la inundación torrencial. De este modo, el montañés se vio atrapado entre dos peligros —de muy diferente carácter, pero combinados contra él—: entre dos miedos, el uno, preciso y concreto, el otro, oscuro y mitológico. En las dificultades cotidianas, la montaña era para él la dura faz de un destino que no había elegido, por lo que los sentimientos del montañés respecto de su montaña —suponiendo que los experimentase— pudieron asemejarse a los del siervo respecto de su soberano. Su vida en las alturas fue, en los orígenes, una auténtica servidumbre: para liberarse del hombre, su enemigo, había cambiado aquella servidumbre por otra, según él preferible, aceptando plegarse a las leyes de la naturaleza más implacable. ¿Cómo vamos a sorprendernos, entonces, de que ese ser sometido no levante la cabeza y, viviendo en la montaña —y de ella—, generación tras generación, olvide contemplarla y no sepa siquiera verla?


La forma más sublime... Himalaya.


El tranquilo señorío, inmaterial en el horizonte… Monte Fuji, Japón.

NOTAS

2 Para citar solo un ejemplo, unos treinta mil grabados rupestres del Mont Bego, en los Alpes Marítimos, demuestran la presencia, en las edades del bronce y del hierro —es decir, varios milenios antes de nuestra era— de algunas tribus que poblaban el valle de la Roya.

La montaña y el hombre

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