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NACIMIENTO DEL ALPINISMO

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El nacimiento del alpinismo es, en muchos sentidos, el paso del espíritu poético a la acción. Pero la acción no era, al principio, el objetivo de los primeros alpinistas: no era más que el medio necesario para un descubrimiento en el que el espíritu se llevaba la mayor parte. Porque la conquista material de la montaña por el hombre había sido precedida por la conquista sentimental y espiritual del hombre por la montaña.

No sería exagerado decir que, cuando el hombre se decidió por fin a alzar los ojos hacia la montaña, en el primer momento no vio más que la cima, desdeñando los obstáculos que le separaban de ella: porque en aquella cima residía lo que para él resultaba más misterioso e inaccesible. Entre todas las cumbres vírgenes que se le ofrecían, comenzó por elegir, como es natural, la más elevada. Así, la conquista de la montaña debía partir de lo más alto, para desde allí ir descendiendo a medida que se extendía a las cimas secundarias.

Pero, una vez más, ¿de dónde salió el primer impulso? Hemos visto que brotó directamente de un movimiento de ideas, de una literatura —por consiguiente, de las grandes ciudades, que son su crisol—; pero también de un sentimiento. Ahora bien, el sentimiento es un lujo del alma; y a los habitantes de los valles montañeses no les apetece demasiado subir a las cimas que los dominan y forman el marco de su dura existencia cotidiana. Viviendo a su sombra, son insensibles a su claridad. Cazadores de rebecos y buscadores de «cristales» —precisamente de entre ellos nacerán los primeros guías— fueron los primeros en aproximarse al alto dominio reservado. Pero no movidos por un sentimiento, sino por un interés. Conociendo la montaña mejor que los demás, aunque parcialmente, no eran aptos ni estaban capacitados para descubrirla, ya que para ellos no era una vocación.

La visión que transfigurará la montaña, hasta hacer de ella una entidad, habrá de llegar desde más lejos. Procede más de la imaginación que de una realidad aún casi totalmente ignorada; y es más fácil imaginar lo que no se tiene continuamente ante la vista, aquello con lo que no se vive, día tras día, en medio de dificultades sin gloria. Es preciso pensar en ello. Una cima en el horizonte, suficientemente presente y suficientemente imprecisa, es la mejor incitación posible, la que concilia las exigencias de la realidad y del ensueño. Y aunque el espíritu que alumbró el alpinismo nació en las ciudades, estas no fueron París ni Londres, sino Ginebra, Berna o Zúrich. La notoria preeminencia de los anglosajones en la conquista de la montaña es un fenómeno secundario, y no se manifestará hasta el siglo XIX. Pero, en su origen, el alpinismo es obra, si no de montañeses, al menos de ciertos vecinos de la montaña, habitantes de sus entornos: saboyanos o suizos. Sobre todo, el papel de estos últimos es capital y quizá no haya sido debidamente subrayado. Hay una tradición suiza de la montaña que se remonta a Gesner y Simler y se consolida un par de siglos más tarde con Scheuchzer, Haller y, sobre todo, Saussure —¿acaso el mismo Rousseau no era ginebrino?—. Todo partirá de esta línea maestra para desarrollarse a continuación, diversificándose. Si ahora buscamos el rasgo común a esos hombres de distintas épocas, profesiones o gustos que contribuyeron a fundar el alpinismo moderno, descubriremos en todos ellos la misma pasión desinteresada del conocimiento o de la belleza y la misma gratuidad del gesto. En suma, todos ellos eran «amateurs», amantes, y el mismo término lo dice: la historia humana de la montaña es la de un amor.

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Aquel movimiento de interés hacia la montaña, suscitado desde los comienzos del siglo, no se tradujo solamente en una serie de ideas, sino que pronto se manifestó con hechos y suscitó la acción.31 Los primeros acontecimientos alpinos fueron como las escaramuzas que preceden y anuncian la verdadera batalla. La batalla relega luego las escaramuzas a la sombra, a menudo injustamente.

En 1700, el sabio francés La Condamine fue llevado por sus investigaciones hasta la cumbre del Pichincha, en Ecuador, y así, sin darle demasiada importancia, alcanzó la misma altitud del Mont Blanc. Cito este hecho sin ninguna intención. porque apenas se trataba aquí de alpinismo. Pero en 1743, el Titlis fue escalado por un monje de la abadía de Engelberg. Quedaba ya lejos el tiempo en que las cumbres inspiraban temores supersticiosos que ciertos sacerdotes ilustrados no hubieran debido compartir —pero quizá no todos fueran igualmente ilustrados…—. La verdad es que los demonios no estaban en la montaña, sino en el corazón del hombre. Sus vanos temores daban la medida de su ignorancia. Por consiguiente, no debe sorprender que en este caso, como en otros, el camino de la conquista pasase, ante todo, por el conocimiento; y que los primeros alpinistas, antes que aventureros en el mejor sentido de la palabra, fueran hombres de ciencia y de razón. El exorcismo progresivo de la montaña es obra de siglos que, como el XVI, la habían desdeñado relativamente; o francamente detestado, como el XVII. Pero esta conquista de la razón permanecerá consolidada en su beneficio.


El Mont Aiguille, en su vertiente oeste.


Mañana de montaña.

En 1770, los hermanos Jean y Guillaume Deluc, que eran físicos y ginebrinos, llegaron a la cumbre del Buet después de varias tentativas infructuosas. Pero no los animaba el deseo de llegar a la cima, sino de llevar un barómetro a la cumbre. Durante docenas de años, este noble instrumento será la justificación, el centro y casi el héroe de la mayoría de las grandes ascensiones. Pero a menudo se rompe, con lo cual la victoria queda truncada o, por lo menos, afectada. Aquel día los hermanos Deluc evitaron aquella desgracia y pudieron gozar serenamente de un panorama admirable, insospechado, sobre el macizo del Mont Blanc. La «vista de la cumbre» desempeña también un gran papel de atracción durante las primeras décadas del alpinismo. Sin duda, ignorando hasta entonces la extraordinaria belleza de la alta montaña, el hombre debía ir aprendiendo poco a poco a discernir el detalle valioso. Su atención se dirigía primero a los planos alejados, a los grandes y majestuosos conjuntos de cumbres, a los panoramas extraordinariamente lejanos o profundos que materializaban para él semejante descubrimiento de un mundo nuevo. A continuación, aprendería a descender de lo infinitamente grande a los diversos elementos que lo componen, a los primeros planos cortados, a las líneas escalonadas, a las volutas de nieve y a los ángulos de roca, a los inagotables matices de tono o de luz del hielo y del cielo y a sus irisados juegos; descubriría el cristal y la flor de las alturas y sabría, en fin, que la belleza y la armonía de la montaña están íntegramente contenidas en la más pequeña de sus partes. Así, el átomo es imagen y reflejo fiel del universo infinito de estrellas que compone. Pero este descubrimiento progresivo de la belleza en lo que tiene de más secreto fue, a su vez, objeto de una larga y muy paciente conquista del espíritu y del corazón, que corona cualquier otra conquista prestándole su sentido.

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Unos años después de la primera ascensión al Buet, en 1778, un grupo de personas que había salido de Gressoney, en el valle de Aosta, en busca de un hipotético «valle perdido», alcanzó el collado del Lys, de altitud considerable; eso es lo que transmite una tradición local, muy vaga y, por tanto, sometida a dudas. Por el contrario, no hay duda alguna sobre la ascensión muy real, al año siguiente, del monte Vélan por el abate valaisano Murith, que, más tarde, había de ser prior del cercano hospicio del Gran San Bernardo. Aquel clérigo no era físico, como los hermanos Deluc, sino naturalista. Tendremos más ocasiones para comprobar que los eclesiásticos, lo mismo que los sabios, han desempeñado un importante papel en la conquista alpina. Es natural creer que ellos, más que otros, fueran muy pronto sensibles a la evidente espiritualidad de la alta montaña. El Padre Murith, a la vez sacerdote y hombre de ciencia, poseía todas las razones para sentirse atraído por ella.

Su aventura es singular. El Vélan es una alta cima, mitad glaciar y mitad rocosa, que culmina a cerca de tres mil ochocientos metros; su acceso no es cómodo. Murith arrastró hasta allí a dos cazadores de rebecos, venció sus dudas y sus temores, lo mismo que las defensas de la montaña, y casi les obligó a seguirle. El hecho, por lo demás, no tiene nada de excepcional en los primeros tiempos del alpinismo: la osadía medida, la voluntad consciente y firme de luchar y de vencer estaban entonces de parte, más que de los autóctonos asombrados y desconfiados, de aquellos extraños a la montaña que inventaban el alpinismo. La edad de oro de los guías aún tardará mucho en llegar.

Murith creía que el Vélan era casi tan alto como el Mont Blanc, pero se equivocaba en más de mil metros. Pero así como el Mont Blanc conserva la ventaja de su notabilísima altura y el prestigio entonces inigualado que esta le confería, la primera ascensión del Vélan —que en aquella época constituía una notable hazaña— merece mucho más que el relativo olvido a que la relegó, siete años más tarde, la conquista del gigante de los Alpes.

Tengo que citar aquí otro nombre, y se trata también de un sacerdote y naturalista al mismo tiempo. Jean-Maurice Clément, cura del Val d’llliez, se aburría soberanamente en su parroquia: el Val d’llliez es un agujero al pie del muro formado por los Dents du Midi. El abate Clément era un hombre activo y de vasta cultura. ¿Qué podía hacer como evasión? Un día de agosto de 1788 escaló el muro de su prisión de cimas y alcanzó dos de las puntas medias de los Dents du Midi. ¿Cuáles? Su descripción es demasiado vaga para permitir identificarlas con certeza; pero eso no tiene demasiada importancia.

Dos años antes, sin embargo, se había producido el acontecimiento clave de toda la historia del alpinismo.

NOTAS

31 Por supuesto, algunas pocas cumbres de acceso fácil —como el monte Thabor, en Maurienne— ya habían sido escaladas en el siglo XVI. Pero solo se trataba de sucesos incidentales.

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