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INVENCIÓN DE LA MONTAÑA EN EL SIGLO XVIII

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Cualquier época se define y se afirma contra lo que la ha antecedido inmediatamente. Y lo que hemos convenido en llamar progreso es más el fruto de una serie de rupturas que de una evolución continua. La historia de la humanidad apenas se explicaría sin tales mutaciones. Así, el admirable y austero rigor del siglo XVII debía dar paso con toda naturalidad a una liberación del espíritu y de las maneras de ser; la mirada interior, a una abertura nueva sobre el mundo. Pero como jamás nada se vuelve a producir de una manera idéntica, no se trataba en el siglo XVIII de recomenzar el Renacimiento, aunque fuera su heredero —como también el Renacimiento era heredero del siglo clásico, y se opuso a él—. La eterna necesidad de saber permanece, pero cambia de objeto. El conocimiento del mundo sustituye al conocimiento del hombre o lo engloba, negándose a considerarle in vitro, fuera de su medio natural y social. Más abiertamente que durante el Renacimiento, el pensamiento se ve libre y rechaza toda sujeción religiosa. La razón, si es poderosa, debe dejar su margen a la observación, al empirismo. La curiosidad intelectual es grande y se fija en toda clase de objetos: es la hora de la Enciclopedia. A un racionalismo puro sucede un racionalismo natural. ¡Hermosa época para los filósofos de la sociedad y también para los físicos y los naturalistas! Hay un deseo de conocimiento que no es nuevo, pues procede del Renacimiento. Lo que es nuevo, en cambio, es que respecto de la naturaleza, y por vez primera, esta curiosidad se desdobla pronto en un sentimiento que prefigura el romanticismo. Y esto es capital en la historia de la montaña: la actitud del hombre frente a ella no es más que una parte de una actitud general respecto al universo que le dicta su comportamiento.

Hasta entonces, la montaña solo había sido un objeto para él; un objeto y un medio utilizados para sus fines personales, pacíficos o guerreros.29 Incluso para el pintor no era más que un decorado, es decir, un accesorio. Por el contrario, el sentimiento de la naturaleza la convierte en un tema sublime y un fin en sí misma. La anima y, de este modo, permite una identificación afectiva con el hombre. El diálogo se hace posible: el poeta, el escritor, apostrofan a la cumbre, al lago o al torrente y les hablan en segunda persona. Al hacerlo así, los nombran, y de esta época data la necesidad de atribuir a cada cima un nombre preciso. En suma, más que a un descubrimiento se llega a la invención de un personaje, que existe ante el hombre como un ser ante otro ser. Este es el primer estadio del alpinismo, en la medida en que la acción cuenta en definitiva menos que la idea que la engendró, siendo en cierto modo el resultado visible de aquella. La conquista de la montaña es ante todo una conquista de la imaginación.

Pero el origen del alpinismo es doble: en él pesa tanto la curiosidad como el sentimiento. Para darle vida fue precisa la sorprendente conjunción, hacia mediados del siglo XVIII, de un racionalismo científico —ya no abstracto, sino basado en la observación y la experiencia— y el sentimiento, ya romántico, subjetivo, de la naturaleza. No hubiera bastado con solo el primero de ellos. La conquista de la montaña es empresa de hombres que la habían soñado y amado ya antes de acercarse a ella. Se debe al amor, en lo que tiene de desinteresado, y no al mero deseo de conocimiento. Pero es cierto que uno y otro tuvieron su justa parte y que los primeros alpinistas fueron también, a su modo, exploradores. Sabios en su mayoría: naturalistas o físicos, pero igualmente escritores o pintores, incluso ambas cosas a la vez, es decir, gentes capaces de experimentar emociones y de expresarlas; eran hombres completos, en quienes se manifiesta la doble incitación del espíritu de investigación y del sentimiento.

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A comienzos del siglo, el profesor y médico suizo Scheuchzer —en quien pudiera verse en más de un aspecto un sucesor de Gesner— llevaba a sus alumnos de viaje a los Alpes suizos, con un objetivo declarado de orden científico: investigaciones geográficas, botánicas o geológicas —«Itinera per Helvetiae Alpinas regiones»—. Pero Scheuchzer y sus jóvenes compañeros mantenían los ojos muy abiertos frente a todo lo que les rodeaba. Declaraba el profesor: «Los Alpes son como un museo de las maravillas de la naturaleza». Y, por otra parte, elogiaba los beneficios que reporta la marcha por la montaña…

Pero la naturaleza —y en especial el ambiente montañoso, que seduce por su carácter agreste— se pusieron de moda sobre todo a mediados de siglo. Porque se trataba de una auténtica moda, con sus correspondientes excesos que inducían, donde faltaban las rocas verdaderas, a construir otras falsas; y las falsas rocas conducían a veces al falso sentimentalismo y a la hipérbole. Bernardin de Saint-Pierre no estaba muy lejos…Tras haber sido «feas», las montañas se habían convertido en «celestiales» e incluso «divinas».

Hoy día tendemos a considerar a Jean-Jacques Rousseau como el padre del romanticismo. Indudablemente fue su más grande precursor, pero no ciertamente el único, ni siquiera el primero. Tampoco cabe duda de que la influencia de una obra como La Nouvelle Héloïse fue muy amplia. Pero la montaña vista por Rousseau es un poco el mar visto desde la orilla, con una cierta distancia, que la hace bastante ajena a este cantor de la naturaleza. La invoca más que la describe, y no sin convencionalismo: nos encontramos en la «literatura», y el retrato demasiado arreglado deforma al modelo. Al igual que una pintura, es una visión del espíritu; y tratándose del espíritu de un hombre como Rousseau, no deja de despertar curiosidad e interés. La montaña, con todo, resultará beneficiada, haya o no confusiones. Pero unos veinticinco años antes, otro suizo, Albrecht von Haller, le había dedicado un extenso poema: Die Alpen —«Los Alpes» —, cuyo éxito fue inmenso, internacional, y del que solo en Francia se imprimieron treinta ediciones.

Al igual que Scheuchzer, este notable escritor era un hombre de ciencia: médico y botánico, enseñaba en la Universidad de Gotinga. Conocía la montaña mucho más de cerca que Rousseau y la describió con más profunda veracidad y penetración. En este plano específico, su obra tuvo una influencia no solo más precoz, sino también más decisiva. Si Rousseau es efectivamente el precursor del romanticismo, Haller fue en literatura el verdadero precursor del alpinismo. Haller había escrito —Iter helveticum—: «Viajamos para ver la naturaleza y no para ver los hombres y sus obras», con lo que se colocaba del lado opuesto de Montaigne.

Hablando de la montaña, llegó también a decir: «Esta mezcla de fealdad y de agrado…», recordándonos que el siglo XVII no quedaba todavía muy lejos y anticipando los «sublimes horrores» del romanticismo. Pero en otro lugar añadía: «Todo este conjunto tiene algo de conmovedor, de magnífico y de majestuoso: se acuerda uno de ello con un secreto encanto y continuamente se experimenta la tentación de volver».

La vida estaba entonces, más que nunca, bajo la influencia de la literatura, y se viajaba cada vez más, por el placer personal y también para descubrir aquellas maravillas de la naturaleza que ensalzaban los más grandes escritores. En aquellos viajes, las montañas ocupaban un notable lugar, sobre todo las de Suiza y de Saboya, donde la lectura de Rousseau precipitó la riada de los primeros turistas. En 1741, Windham y Pococke exploraron el valle de Chamonix, ascendieron al Montenvers y se aventuraron sobre la Mer de Glace. Hablaron de todo ello y su empeño fue muy comentado. Aquel viaje, que se hizo famoso, cimentó la reputación de los glaciares del alto valle del Arve.

Algunos de aquellos visitantes de los Alpes eran ilustres. En camino hacia Italia, Goethe se enterneció, a orillas del lago Léman, en los escenarios de La Nouvelle Héloïse. Escaló el diente de Vaulion, la Dole y el Righi, pasó el San Gotardo; más tarde, ascendería al Vesubio con Tischbein. Por supuesto, todo ello se desarrollaba todavía en los confines de la alta montaña; pero tantos reconocimientos, escritos y miradas nuevas habían preparado los caminos. El auténtico alpinismo podía nacer e iba a hacerlo.30

NOTAS

29 C. f. Episodios, pág. 45.

30 Importa observar que, como toda actividad gratuita del hombre, la conquista de la montaña es un fenómeno propio de una civilización evolucionada, que implica el esparcimiento, es decir, que supone la satisfacción previa de las necesidades esenciales de la vida. Es un lujo. En principio, y durante muchos años, fue exclusivamente europea. Este origen se refleja incluso en su terminología: aunque después se desarrollará también en otros lugares, la práctica de la alta montaña recibió el nombre de «alpinismo». Se trata de la parte tomada por el todo, y no sin razones.

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