Читать книгу La montaña y el hombre - Georges Sonnier - Страница 21

LOS MONTES «FEOS»

Оглавление

El Renacimiento había sido una época de apertura sobre el mundo. El hombre se definía y se estudiaba entonces en su medio natural, en función de lo que le rodeaba. El siglo XVII va a ser el de mayor repliegue del hombre sobre sí mismo. Su espíritu, su corazón, su alma —mucho más que su cuerpo— se convierten en los únicos objetivos de sus cuidados y de su interés. Todo se refiere a ellos. Lo que es exterior, se hace sospechoso. O, mejor dicho, indiferente. Más aún: en la medida en que el mundo que le rodea, y del que procura separarse, le resulta ajeno, rehúsa a doblegarse ante él y vive su propia vida sin el hombre y quizás contra él, y tiende por tanto a convertirse en objeto de su hostilidad. El ámbito de la mirada humana se reduce al máximo. Semejante interiorización implica sin duda una profundización que, en definitiva, es sumamente enriquecedora. Pero la naturaleza será durante algún tiempo la gran víctima de tal actitud. Solo inspira distanciamiento. En particular la montaña, a la que se califica de «molesta», «tediosa», «detestable», «triste». Estas palabras son otras tantas citas. Solamente la llanura halla a los ojos del hombre del Gran Siglo una relativa gracia. Sin duda, porque existe menos vivamente y, al no oponer obstáculo, permite ser olvidada. Además, es posible fragmentarla en jardines a la francesa… Época horizontal, en que el artificio tranquiliza: época en que la peluca —y con ello está dicho todo— reemplaza al cabello…

Con todo, no faltan los viajeros. Incluso se atraviesa la montaña, aunque sea maldiciéndola. Abraham Gölnits publica entonces su Ulysses Belgico Gallicus; Burnet, su Voyage de Suisse, d’Italie et de quelques endroits d’Allemagne et de France. Varios ingleses atrevidos, como Thomas Coryate o John Evelyn, constituyen la vanguardia de las brillantes cohortes de anglosajones que en los siglos siguientes serían llamadas a desempeñar el papel que todos conocemos en la promoción de la montaña y el desarrollo del alpinismo. El primero cruzó tantas veces los montes que él mismo llegó a bautizarse montiscandentissimus. Pero no hay que confundirse: el hábito de la montaña no engendra familiaridad ni benevolencia. La mayoría de los que tienen que acercarse a ella solo ven la abominación de la desolación. Se aventuran con desconfianza por aquellos desolados y espantosos lugares. Podría hacerse toda una antología de los escritos que inspira entonces la fobia de las cumbres.

El jesuita lionés Jean de Bussières, en sus Descriptions poétiques —1649—, se hace eco de la «Queja del viajero contra los Alpes»:

Insuperables montañas, rocas, Alpes nevados,

bultos de la tierra, orgullosos tumores,

de sus lomos ampulosos deplorables fealdades…

No se puede ser menos galante. A continuación, el viajero se queja largamente del obstáculo que la montaña constituye y de los peligros a que expone. Este es el mayor reproche:

Enojoso impedimento para nuestros justos deseos,

¿vais a hacer siempre inútiles nuestros esfuerzos,

oponiendo con vuestros cuerpos el enorme retraso?

Procediendo honradamente, sin embargo, Bussières permite responder a los Alpes, acusando a su vez al hombre de ambiciones excesivas y nefastas, que la naturaleza, con su poderío, reduce a sus justas proporciones:

Abismo de deseos, mortal insaciable,

elevado monte de orgullo, gruta de vanidad,

Esas rocas cuyas fronteras quieres revelar,

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

que tú tratas de orgullo y de obstinación,

debieran servir como brida a tus ambiciones

y romper su furor con sus fuertes barreras.

Curioso proceso, en verdad, bajo forma poética. La respuesta, en particular, va mucho más allá de su época. Pero la montaña apenas tiene ocasión de defender así su propia causa.

En 1669 un cierto René Le Pays fue a «Chamony-en-Fossigny», calificándolo de «feo país». Jean d’Arenthon, obispo de Ginebra, acudió también al lugar en 1680 a petición de sus habitantes, para exorcizar los glaciares de los Bossons y la Mer de Glace, cuyos sucesivos avances ocasionaban graves daños y devastaciones en el valle. La naturaleza aún «apestaba a cosa mala» y aquel viaje constituyó una aventura. El prelado debió quedar sinceramente convencido de haber llevado a cabo una acción brillante. Como quiera, los glaciares retrocedieron dócilmente…

Un poco más tarde, el doctor alemán Georg Detherding, de Rostock, emitió toda una teoría sobre «el aire insalubre de las montañas, que hace imbéciles a sus habitantes». Nos gustaría creer que él lo experimentó largamente… Pero hay que decir, en su descargo, que todas las descripciones de la época sobre los montañeses eran lastimosas y los hacían aparecer como auténticos hombres prehistóricos.

En Tarare había una montaña «horrible y fea» de execrable reputación: se decía que estaba infestada de bandidos y asustaba mucho a los viajeros que iban de París a Lyon, llenando así las crónicas.

Dom Pierre Dorlande escribía, en su Chronique de l’Ordre des Chartreux —1964—: «En el Delfinado, en las cercanías de Grenoble, hay un lugar feo, frío, montañoso, cubierto de nieves, rodeado de precipicios y de abetos, llamado por algunos Cartuse y por otros Grande-Chartreuse».

«La Cartuja es un desierto tan feo…», escribirá por su parte Du Mont en sus Voyages —1689—. De nombre predestinado, Du Mont detestaba cordialmente la montaña… pero la recorría en todas direcciones.

No la trataba mejor el ilustre Bossuet: las dulces colinas renanas se convierten para él en «montañas inaccesibles, precipicios… feas montañas».26

Fléchier, por el contrario, al atravesar la Auvergne hallaba cierto encanto en sus montañas, por lo menos en las más bajas. Pero reprocha a Clermont el estar edificado a sus pies…

Balthasar Grangier de Liverdis, doctor en la Sorbona, aconsejaba en su Journal de voyage de France en Italie —1660-1661— pasar por Marsella y tomar la vía marítima, por incómoda que sea, para «evitar las difíciles y feas montañas de las Suizas y el Mont-Cenis».

Y he aquí como veía él el benigno «Puis-Domme» —Puy-de-Dôme—: «Esa fea montaña que no os parece muy lejos a causa de su horrible altura».

Cuando, entre 1648 y 1651, Pascal empleaba sus famosas experiencias sobre la presión atmosférica, se contentó con ascender a la cumbre de la torre Saint-Jacques, enviando al Puy-de-Dôme a su cuñado Périer, quien no lo había encontrado feo ni horrible. A decir verdad, parece que no tuvo de él ninguna impresión, porque solo tenía ojos para su columna de mercurio…

En fin, como puede advertirse, la execración es general. Los montes solo pueden ser feos,27 y su mero nombre suscita inevitablemente este epíteto. Se trata de un concierto delirante y sin casi discordancias, del cual solo he entresacado unas pocas citas para documentar al lector —y también hacerle sonreír—. ¿No se llega hasta el punto de reprochar a las montañas el que impidan caminar? Mucha gente tiende hoy a quejarse de lo contrario. Un digno inglés declaraba muy seriamente: «Me gustarían mucho los Alpes, si no hubiera montañas…».28 Este último rasgo me dispensa de continuar. Permítaseme, espero, esta reflexión: fundado o no, el horror es un sentimiento; es decir, frente a la montaña se da una reacción subjetiva, viva, susceptible de evolución o de metamorfosis. De los «montes espantosos» a los «montes sublimes», a pesar de las apariencias, no hay más que un matiz de la sensibilidad. Ese paso podrá ser dado gracias a una pequeña reacción contra los excesivos rigores del siglo clásico, mediante una moda, una nueva manera de ver y sentir. Así llega a su término la prehistoria de la montaña.

NOTAS

26 Oración fúnebre de Luis de Borbón, 1644.

27 En el sentido de terrorífico: «belleza aterradora», pudo escribir Delille…

28 John Spence.

La montaña y el hombre

Подняться наверх