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EL CAMINO DE ANÍBAL

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Forcemos un poco la cronología. En el siglo III antes de nuestra era se había producido en la historia de los Alpes un acontecimiento de resonancia demasiado importante para ser olvidado en esta pequeña masa de relatos mal diferenciados de la fabulación, aunque careció de consecuencias sobre la montaña en cuanto tal, hasta el punto de que, a falta de todo vestigio, ha sido siempre imposible su localización precisa.

En junio del año 218 el ejército de Aníbal abandonaba el puerto de Cartagena, en la costa levantina, y franqueaba los Pirineos Orientales. Según las evaluaciones que han llegado hasta nosotros, comprendía más de cincuenta mil infantes, cerca de diez mil jinetes y unos sesenta elefantes.

El paso del Ródano, en agosto, fue laborioso. Pero el de los Alpes, en septiembre, lo había de ser más aún, pues apenas veinte mil infantes, siete mil jinetes y unos veinte elefantes llegarían a las llanuras piamontesas. Aníbal «descendió a Italia pagando con la mitad de su ejército la mera adquisición de su campo de batalla», según la frase de Napoleón.6 En un rasgo de genio de inaudita audacia, el joven general cartaginés —¡aún no tenía treinta años!— había resuelto desdeñar el camino fácil del litoral para sorprender por la espalda a su enemigo, que le aguardaba en Provenza, y para intentar, además, congraciarse con los pueblos galos de la llanura del Po. Sabido es que estuvo a un paso de aniquilar Roma, con lo cual hubiera cambiado la faz del mundo.

Al invadir Italia, los galos habían franqueado ya mucho antes los Alpes, algunos de cuyos pasos debían por tanto ser conocidos. Pero hay mucha diferencia entre aquellas incursiones más o menos anárquicas y una expedición a distancia tan rigurosamente concebida y organizada como la de Aníbal.

Su itinerario, y particularmente en los Alpes, es un tema de controversia tan inagotable que la sorprendente falta de cualquier vestigio y de la menor prueba material irrefutable lo reduce al campo de las meras conjeturas. Son innumerables las obras, algunas de ellas auténticas tesis estratégicas, que los mejores especialistas militares dedican a esta cuestión. Pero, una vez más, a falta de elementos tangibles, sus conclusiones solo reposan sobre razonamientos basados, por su parte, en el estudio del terreno y de las dos grandes fuentes históricas: el griego Polibio, contemporáneo de los hechos con unas decenas de años de diferencia, y, dos siglos más tarde, el romano Tito Livio.

No entraremos en el detalle de tales especulaciones. En términos generales, las hipótesis pueden dividirse en tres grupos, según el valle principal que consideran:

• El sistema del alto Ródano permite la elección entre los collados del San Gotardo, del Simplón y del Gran San Bernardo.

• El del Isere se subdivide entre la Tarentaise —Pequeño San Bernardo— y la Maurienne —collados del Mont-Cenis, del Clapier o del antiguo Petit Mont-Cenis.

• Finalmente, el de la Durance ofrece tres posibilidades: la alta Durance, con el Montgenevre; el Queyras, con el collado de la Traversette; y el valle del Ubaye, con los de Larche, de Mary o de Roure.

Ello viene a decir que Aníbal pudo pasar por todas partes, desde el norte al sur de la cadena, con lo que nos quedamos en el mismo lugar.

Con todo, parece manifestarse cada vez más una cierta concordancia sobre las hipótesis que pudiéramos calificar de medias, excluyendo los pasos por el extremo norte y por el extremo sur de los Alpes, que la lógica parece descartar. En efecto, procedente de España por el Languedoc, ¿por qué había de someterse Aníbal a un enorme rodeo por el valle alto del Ródano, que incluso la concordancia de las fechas conocidas parece desmentir? Para hallarse puntualmente en el otoño del año 218 en el lugar de reunión que su destino le fijaba en Tesino y Trebia, ¿acaso habría tenido tiempo material de remontar el Valais con su pesado ejército, para pasar el Simplón o incluso el Gran San Bernardo? Y no hablemos ya del San Gotardo, que le obligaba a haber franqueado previamente la Furka. Por otra parte, la inesperada maniobra de Aníbal pretendía rodear y desbordar ampliamente las fuerzas del enemigo. Un paso por la extremidad sur de la cadena hubiera reducido notablemente una ventaja que resultaba demasiado cara. En tal caso, hubiera sido preciso que, a modo de compensación, el itinerario seguido aventajase con mucho en comodidad y rapidez a los demás, por el Montgenèvre o el Mont-Cenis. Los collados de Ubaye no parecen adaptarse a esta condición.

La mayoría de los exégetas de Polibio consideran probable, pues, la vía del Isère y del Arc —Maurienne—, con el paso del antiguo Petit Mont-Cenis; y los de Tito Livio, la vía Drôme-Durance, con el paso del Montgenèvre; o también la vía Drome-Durance-Guil (Queyras), con el paso del collado de la Traversette, llamado a desempeñar —como se verá— un gran papel en la historia militar de los Alpes. A esta última hipótesis se puede objetar la dificultad en el paso de las gargantas del Guil. Pero ¿qué supone una dificultad más o menos en un empeño semejante? No debe olvidarse que las pérdidas fueron enormes, y la mayoría de ellas son atribuibles a una naturaleza hostil, a la que no estaba adaptado el ejército de Cartago. La mayoría, pero no todas: porque las tribus autóctonas, ante aquella invasión, se mostraron como realmente eran. El montañés permanece en sus reductos y no ataca; pero, acorralado en ellos, se defiende encarnizadamente hasta el límite. Cabe imaginar que en aquel desigual combate supiera utilizar óptimamente su conocimiento del terreno, con las defensas naturales del medio alpino.

Bonaparte, que tenía las mejores razones para interesarse por el paso de los Alpes a cargo de Aníbal, emitió también su propia teoría al respecto. En 1796, año de su primera campaña de Italia, se inclinaba por el Queyras y los collados del Viso. Pero veinte años más tarde, prisionero en Santa Elena, se pronunciaba por el paso de Mont-Cenis. El emperador proyectaba incluso escribir una vida de Aníbal, a quien consideraba el más grande general de todos los tiempos; a este fin encargó en Europa un Polibio, pero nunca se le envió.

No podemos dejar de señalar que el rasgo común de todas estas teorías es el de una especulación arriesgada, casi abstracta. Sorprende que el paso de un ejército tan considerable para su tiempo no dejase huella duradera ni en la tierra ni en la memoria de los pueblos. ¡No hay un solo vestigio material válido! ¡Ni tampoco una sola leyenda con fondo histórico! En cuanto a los lugares llamados «campo de Aníbal», «puerta de Aníbal», diseminados por los Alpes, no hacen más que aumentar el misterio, puesto que no se encuentran todos sobre el mismo itinerario posible. Estas denominaciones no demuestran nada, excepto que los montañeses de las generaciones posteriores a las guerras púnicas se disputaban el honor de que el jefe cartaginés hubiera elegido tomar su valle o su collado… Nos quedamos con nuestra vana curiosidad. Sin embargo, tienen que existir, sepultadas acá o allá en tierra alpina, osamentas de elefante, monedas o armas cuyo descubrimiento quizá algún día aporte la solución de este problema, aparentemente irresoluble. Pero ¿cómo no advertirlo?: un acontecimiento tan considerable desde el punto de vista histórico no supone para la montaña que lo vio más que una peripecia sin importancia verdadera, sin influencia y sin futuro. Otros conquistadores, de Julio César a Carlomagno y de este a Bonaparte, pasarían sin dejar tampoco huellas. Roncesvalles no es más que el teatro de una canción de gesta; y en el Mont-Cenis no queda más que el hospicio fundado por Lotario, nieto del gran emperador de occidente. Así pasa —gracias a Dios— la gloria de las armas, borrada por la paciente nieve de los inviernos.

NOTAS

6 Mémorial de Sainte Hélène, cap. XI.

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