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Para la vida, hambre; para la muerte, sed

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La oscuridad cubría el cielo de las calles, que por un instante se iluminaron por los postes de luz: bares abiertos, gente que estaba comiendo y un muchachito que se encontraba solo en un silencio momentáneo. Estaba sentado sobre un volquete anaranjado, su apodo era Amalek Tupekun y su nombre, Santiago. No tenía razón para seguir vivo en la tierra, esperaba en una carpa de tela cerca de una plaza central rodeado de escasos vagabundos. Esa noche todo cambió, el futuro inexacto era visible a los ojos de todos: una lata de lentejas cocidas al fuego hecho con productos reciclados; al otro día, al parecer, sería imaginar. Al día siguiente, el piso empezó a temblar; las luces, absolutamente todas, explotaban. Santiago bajó inmediatamente del volquete y buscó un refugio; mientras buscaba, trozos de edificios caían sobre todos lados. Al no tener mucha noción de la situación, no lograba sentir el temor que tenían otros. Corría y corría, a lo lejos, divisó lo que sería un árbol esbelto en un parque común; en el tronco había un agujero negro infinito y el joven, sin dudarlo, tomó carrera y entró.

No sabía si sobreviviría a tal catástrofe, pero, al menos, lo intentaría. Pisó suavemente el piso del tronco y, confiado, se adentró en él, pero al instante se golpeó la cabeza y se desmayó. Al día siguiente, Tupekun se despertó con tal jaqueca que se sintió como si estuviera borracho; a lo lejos, vio una luz que provenía del exterior. Con ganas, empezó a trepar por las raíces del interior del árbol, arañas y oscuridad fue lo que encontró. Quedarse era una locura. Cuando salió miró a su alrededor, fue tal el desastre que impactó sobre sus ojos: de un lado, observaba lo que queda del parque y sus alrededores; y del otro, solo había escombros aislados.

Caminó por encima de todo el desastre para encontrar sobrevivientes y salvar vidas. Muchos cuerpos estaban sobre la acera que manchaban el paisaje de sangre humana. Él no sabía qué hacer, su objetivo era salvar. Comenzó a levantar cascotes y puertas de madera arruinadas, siempre y cuando sus brazos resistieran tal peso. Continuó sin rendirse y, en poco más de dos horas, divisó a una persona, logró llegar hasta ella y se puso a gritar con fuerza: “¡Ayuda, por favor!”. Tan fuerte gritó que tres valientes hombres acudieron por su llamado. Con energía levantaron los bloques pesados y, finalmente, rescataron a una persona. Con ese mismo procedimiento, llegaron a salvar a diez personas. Los días pasaban y Santiago sabía que el tiempo determinaba una suma mayor de personas muertas. Muchas quedaron enterradas; y otras, atrapadas, esperaban volver a vivir. Al terremoto que destruyó un país entero lo llamaron el gran final. Surgió la crisis, los vivos murieron de sed y de hambre, los muertos ya estaban muertos; no había provisiones, solo un inmenso desierto a la lejanía. Semanas pasaron y Amalek no sabía cómo había logrado estar vivo después de tal desastre; sí, fue un afortunado. Los que no estaban heridos comenzaron a armar un campamento para necesidades básicas; tres personas, específicamente, se dedicaron al cometido: Malek, Shumic, Tifon. Comenzaron con urgencia la campaña de búsqueda internacional de donaciones y, en solo dos días que fueron eternos, vieron en el horizonte aviones gigantes que lanzaban cajones de agua y comida por paracaídas.

Las primeras donaciones en tocar terreno fueron avasalladas por cientos de personas, quienes se golpeaban y luchaban solo por un agua mineral. Pasó una semana más y los pocos recursos que enviaron se acabaron; pero, por lo menos, estaban los hospitales que envió Argentina para la salud de las personas. Surgió un problema más grave: la higiene de la gente, los virus cobraban vida y la malaria los azotaba. Las familias solitarias emprendían viaje por donde se hallaban las pocas luces que quedaban iluminando el camino oscuro. Al llegar a un campo de resguardo creado por sanidad, se establecieron para ayudar a los caídos, cada persona, al entrar, se registraba antes de pasar la barrera. Muchas más familias llegaron de todas partes del país: eran unas doscientas almas vivas y cien muertos, quedan solo a un costado. Otras personas que esperaban ingresar no lo lograron, ya que su sed y su hambre las había llevado a otro mundo desconocido llamado la dimensión de almas sin cuerpo, solo poseían energía. Pasaron dos meses y Amalek Tupekun fue entrevistado por una periodista, que, al mirar sus ojos jóvenes, vio dentro de él desnutrición y sed. Ella acarició sus manos y luego se sentó junto a él y le dio un abrazo. La periodista susurró en el oído del entrevistado: “Solo pensé en un milagro, si el mundo se uniera, yo estaría de pie por la paz y la armonía; como ves estoy sobre tu rodilla, gracias por aceptar mi amor y por darme sabiduría”.

Impactado, Amalek se levantó y la abrazó muy fuerte; antes de partir a la periodista le salió una lágrima, solo una, y con su dedo índice la tomó y la esparció sobre los labios de ella; fue su último acto y una despedida.

Cómo saber sobre una realidad sin haberla vivido, cómo estar del otro lado si no estuviste; la comprensión satisface, pero no llena todo el dolor realista para el que vive lo irreal y solo mira con sus ojos y toca con sus manos.

Daría mi vida por volver a vivir

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