Читать книгу El mar detrás - Ginés Sánchez - Страница 15
ОглавлениеTRECE
–Es raro –dijo Dibra una mañana.
Estábamos en la cola para llenar las garrafas de agua y Dibra había seguido con la mirada a un niño que llevaba una camiseta amarilla. Por supuesto, yo sabía a qué se refería, pero Nadia no.
–¿El qué?
–Lo de Wole –dijo Dibra.
–Lo de Wole, ¿qué?
–Que no aparezca.
–Ah, eso –Nadia pestañeó, se encogió de hombros–. Bueno.
Dibra me miró y yo le enseñé mi mano con mis cinco dedos abiertos. Todos esos días hacía que Wole no aparecía con su mercancía y ponía su puesto. Y era muy extraño. Porque podía faltar un día o dos, pero nunca había pasado que faltara tantos. La conversación se reinició por la tarde. Habíamos atravesado la garita y habíamos cruzado la carretera y nos habíamos adentrado hasta lo más alto de las dunas para poder contemplar el mar. Cerca de nuestros pies se movían escarabajos acorazados y brillantes como metal y Dibra había arrancado un par de manzanitas. Una higuera nos daba sombra.
–Lo que pasa –trataba de explicar Nadia– es que Wole sabe que la ha fastidiado. Y le da vergüenza, por eso no viene.
Dibra se quedó pensativa.
–Ya, pero eso tendría sentido si hubiera aparecido los días antes de que se cumpliera el plazo. Y no lo hizo, ninguno de los dos.
–No sé, a lo mejor está enfermo –dijo Nadia, a quien no le interesaba lo más mínimo la cuestión. Después se echó a reír y Dibra la fulminó con la mirada–. Imagínate –dijo.
–¿El qué?
–Imagínate que te hubieras cortado la trenza.
A Dibra no le hizo gracia ni a mí tampoco. Quedó un silencio largo que solo estremecían las hojas de la higuera. Un par de chorlitejos llegaron desde la parte alta de la playa y empezaron a pajarear cerca de nosotras. Los escarabajos habían huido. Abajo, cerca de la orilla, jugaban al fútbol un grupo de niños. Habían hecho una pelota con trapos y habían clavado unas cañas en la arena y habían dejado los viejos zapatos a un lado. Gritaban y se animaban unos a otros y eran como pájaros de colores. Dibra los miraba y yo sabía por qué.
Y es que eran todos igual de flacos y de tizones que Wole.
–Vamos –dijo Dibra de pronto.
–¿Adónde? –dijo Nadia, pero yo sí lo sabía.
–Ahí –señaló Dibra.
Así que nos levantamos las tres y echamos a andar playa abajo. De cerca, las pieles de los niños brillaban al atardecer y olían como el mar. Si uno marcaba un gol, echaba a correr hacia el agua y se zambullía y daba una voltereta.
Nos miraron mientras nos acercábamos.