Читать книгу El mar detrás - Ginés Sánchez - Страница 6

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CUATRO

Así que recogimos a Nadia y nos pusimos en la primera cola del día. Llegamos a las seis y cuatro minutos y alcanzamos el final a las ocho y doce. Total, dos horas. El desayuno era el mismo de siempre: un bollo industrial, un poco de leche en polvo y una pieza de fruta. Un plátano. De ahí nos fuimos a la cola del baño. Llegamos a las ocho y cuarenta y seis y pudimos entrar a las nueve y media. En el baño nos quitamos las camisetas y sacamos nuestros pedazos de jabón y nos los pasamos por el cuello y los sobacos.

Nadia se miraba al espejo, siempre lo hace.

–¿Vamos a ir al locutorio? –dijo. Dibra y yo nos miramos porque, por supuesto, sabíamos a qué se refería Nadia.

–Sí –dijo Dibra.

Así que nos pusimos en la siguiente cola. A ratos coincidías con la misma gente en distintas colas. Nadia, una vez que nos colocamos, fue corriendo hasta el locutorio y se asomó. Volvió al poco con una sonrisa.

–Está –dijo.

Se refería a Fabio, uno de los voluntarios que solía encargarse de aquella zona. Fabio era alto y rubio y tenía los ojos azules y Nadia se pasaba la vida poniéndole ojitos como una tonta. Como si un voluntario de veinte años fuera a casarse con una niña refu. Y otra vez, esa mañana, empezó igual. Que si era guapo y que si lo otro. Dibra, cada vez que Nadia empieza así, vuelve los ojos hacia dentro y levanta la nariz.

–Ah –dice entonces–, la verdad, Nadia, no tengo tiempo para esas tonterías. ¿Qué importará que sea guapo o que no?

Entonces me mira, porque sabe que yo pienso igual.

Al final, sobre las doce, conseguimos entrar en el locutorio y Fabio nos miró. Los voluntarios siempre ponían la misma cara: como si fuéramos unos preciosos unicornios que hubieran perdido su senda en el bosque de las piruletas, o eso decía Dibra.

–Una cabina, Fabio, por favor –dijo Dibra en inglés.

Y ahí nos metimos Dibra y yo, porque Nadia, claro, se quedó fuera a hacer el tonto. Dibra sacó el papel en el que llevaba escrito el teléfono del señor Tahiri, allí en el viejo país, y fue marcando. Le contestaron al poco.

–Buenos días, señor Tahiri, ¿cómo está? –dijo Dibra, y luego escuchó.

La conversación siempre era parecida. El padre de Dibra no podía llamar él mismo porque estaba enfermo, o porque le dolía la muela, o por algo. Las preguntas, las mismas: si se sabía algo de la madre o del hermano; si habían llamado al señor Tahiri allí, en el viejo país. Y las respuestas, siempre igual: nada. Ninguna noticia.

La voz, al otro lado, era una voz profunda y metálica. Yo estaba lo bastante cerca de Dibra como para oírla.

–Y de dinero, ¿cómo estáis? –decía la voz. Y Dibra me miraba.

–Ah, bien, no se preocupe.

–Si queréis puedo mandaros algo…

–No, de verdad, no hace falta –decía Dibra. Lo decía, pero era mentira, era que su padre le había advertido que tenía que decir aquello porque no quería tener que pedirle dinero a nadie. Luego, Dibra colgaba y esperaba un momento. Volvía a marcar, esta vez el teléfono de su hermano Kostandin, el que estaba perdido por algún sitio. Siempre pasaba igual: ella marcaba y una voz informaba de que aquel teléfono no estaba disponible.

Dibra puso su cara triste y salimos.

–¿Qué hora es, Isata?

Yo le mostré el reloj. Más de las doce.

–Ya es tarde para ir a trabajar –dijo Dibra.

Así que nos fuimos a la cola para la comida.

El mar detrás

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