Читать книгу El mar detrás - Ginés Sánchez - Страница 3
ОглавлениеUNO
Nos habíamos quedado medio dormidas debajo de las higueras. El sol de la tarde y el canto imparable de las chicharras invitaban a ello. Pero alguien, no fui yo, debió de abrir un ojo y notar el movimiento. Enseguida estábamos las tres despiertas.
Dibra, Nadia y yo.
Y el movimiento. Porque había niños que se movían entre los lentiscos y las azucenas de mar y en dirección a la playa, abajo. Pasó Samina y le preguntamos.
–Es Wole –dijo.
Nos miramos y luego fuimos.
Corrimos. Las dunas se elevaron y, cuando llegamos a lo más alto, el mar espejeó en un azul intenso. De lejos vimos la inconfundible camiseta amarilla de Wole.
–¡Wole, Wole, espéranos!
Corrimos. A Wole la camiseta le quedaba muy grande y se abolsaba con el viento. En realidad, a todos nos iba grande la ropa. Wole ascendió, se detuvo en lo alto de una duna y lo vimos dejar algo en el suelo. Luego echó a correr hacia abajo. En la mano, desenredándose, llevaba el ovillo de sedal. Corrió y corrió y de pronto el viento enganchó aquello que había dejado y lo subió de golpe al cielo.
–Ooooooooooooooh.
Tenía la forma de un avión y lo había pintado de muchos colores y le había dejado largas tiras de papel en la parte de atrás de las alas y en la cola. Ahora las tiras aleteaban y chasqueaban como hojas de árbol agitadas por el viento. Nos sentamos. De lejos vimos a otros grupos de niños. Niños como nosotros. Con la ropa despareja y de colores que no casaban. Con los zapatos viejos o rotos.
Yo estaba al lado de Dibra. Ella tenía la mano sobre la frente, protegiéndole los ojos, y sonreía y se le marcaban las pecas de las mejillas y de la nariz. Yo también quería tener pecas. Ella se metió los dedos en la boca y silbó.
–¡Muy bien, Wole!
Wole corría por la playa, la mano arriba, sujetando con fuerza, y los demás esperábamos, aunque no sabíamos bien qué. O ninguno lo sabía, pero yo sí. Así que miré a Dibra por si ella también lo sabía.
–No lo hagas, Wole, no lo hagas –la oí que murmuraba.
Ella lo murmuró, pero solo yo la oí. Entonces pasó. Wole se detuvo de pronto y algo brilló en su mano y hubo un chasquido y todos suspiramos. El avión, liberado del sedal, tembló un momento en el aire como si no supiera bien qué hacer; como si dudara entre lanzarse contra la playa o ascender. Imagino que una corriente de aire lo ayudó a tomar la decisión, porque, de pronto, viró y ascendió y nos miró un momento desde lo alto como si se despidiera. Lo siguiente fue echar a volar tierra adentro, en dirección a las montañas cubiertas de polvo que cada día veíamos a lo lejos.
El avión pasó por encima del campo y se perdió de vista. Fue entonces cuando notamos que había niños que no miraban hacia las montañas, sino hacia el mar. Alguien señaló.
–Allí.
Todos miramos. Estaba lejos y era difícil apreciar los detalles, pero se trataba de una barca que cabeceaba entre las olas. Era una barca grande, semejante a un cayuco, y dentro de ella se amontonaban bultos que eran personas. Fue entonces cuando algunas de ellas empezaron a arrojarse por la borda y a nadar hacia la orilla. No pasó ni un minuto hasta que oímos los motores de las lanchas del ejército atronando el aire y convergiendo, en estelas blancas y veloces, hacia la embarcación.
Los niños de la playa, en el atardecer, nos quedamos quietos como estatuas. Algunos temblaban. Y es que quien más quien menos había ido alguna vez en una barca como aquella.