Читать книгу El mar detrás - Ginés Sánchez - Страница 7

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CINCO


Sobre las cuatro, el calor era tan intenso que el campo se apagaba. La gente buscaba refugio en las sombras y le dejaba el mundo a las chicharras. Solo nosotras, casi, íbamos caminando aquella tarde rumbo al trabajo.

–Ahí, donde se clasifica la ropa, necesitan gente.

Eso nos lo dijo, tiempo atrás, el señor Sinami, que era el padre de Nadia y que además había sido arquitecto en el viejo país. Nosotras lo miramos.

–¿Pagan?

–No lo sé.

No pagaban. Nadia y Dibra lo discutieron brevemente.

–Así hacemos algo –terminaron por decir.

Y así fue como empezamos las tres a trabajar. La gente de otros países se «preocupaba» por nosotros y nos mandaba la ropa que ya no querían. Esa ropa llegaba a los campos en grandes camiones de las ONG y se descargaba detrás de los almacenes. Lo que nosotras hacíamos era coger las bolsas y llevarlas a la sala donde se clasificaban. Y luego abrirlas y empezar: ropa de hombre, de mujer, de niño, de niña, de invierno, de verano. Ropa de hacía veinte años, de hace diez, de hace cinco. Ropa del norte, ropa del sur.

Las bolsas, al abrirlas, olían a vino agrio. A veces, en los bolsillos de los pantalones o de los abrigos, aparecían pequeños tesoros. Podía ser una moneda plateada con un grabado que representaba un águila; o llaves de no se sabía qué casa. Podían surgir papeles, cartas. O un lápiz, o un amuleto.

Dibra y Nadia lo examinaban todo. Algunas de las cosas las guardaban en una caja de metal. Una vez, en un pantalón, encontramos un viejo reloj. La correa de cuero se había desgastado y se había partido, pero la esfera, dorada, era preciosa. Dibra lo tomó en la mano y lo sopesó.

–Es de cuerda –dijo. Luego accionó la ruedecita y lo puso a funcionar. Yo lo miraba y Dibra me miró a mí y sonrió–. Ten, Isata.

Y por eso tengo un reloj. Se lo llevé a Samir para que le arreglara la correa. Otra vez, en un abrigo, encontramos una extraña caja de plástico que dentro llevaba otra cosa aún más extraña. Se la enseñamos a los voluntarios y ellos se rieron mucho.

–Es un casete –dijeron.

–¿Y para qué sirve?

–Para grabar sonidos. Música, sobre todo.

–Entonces, ¿ahí dentro hay música?

Ellos dijeron que sí y nos enseñaron, con sus móviles, cómo era el aparato que se necesitaba para oír esa música. Nadia dijo que ella había visto alguna vez uno parecido, allá, en casa de sus abuelos. Aquel casete fue luego a la caja de metal. Solo que, después, las chicas se lo cambiaron a Samir por cigarrillos para sus papás.

A Dibra no le gustó que los voluntarios se rieran de que nosotras no supiéramos lo que era un casete y se enfadó. Dibra es muy sensible para sus cosas. Entonces lo soltó. Porque Dibra habla inglés muy bien y puede entenderse con todos.

–Y cómo os van las vacaciones, ¿lo pasáis bien? –les dijo a los voluntarios.

Ellos se miraron. Luego la miraron.

–¿Vacaciones?

–Sí, estáis de vacaciones, ¿no? Viviendo nuevas experiencias. Sintiéndoos mejor, ¿no? «Vamos a pasar el verano allí y así nos sentimos superbién. Y además luego tenemos mil cosas que contar».

Los voluntarios, eran Gianna y Nico, se molestaron.

–Bueno, no es así. ¿Qué preferirías, que no viniéramos?

Dibra sonrió. Era mala. Es mala. Puede morder como una serpiente o picar como un escorpión si se enfada.

–Preferiría, sinceramente, que hicierais cola conmigo para ir al baño y para que os den de comer. Preferiría que comierais lo mismo que yo como y que durmierais sin aire acondicionado. Y preferiría que os acordarais, cuando me habléis, de que no soy un unicornio rosa que se ha perdido en el bosque de las piruletas.

Dibra dijo todo aquello y Nadia se quedó de piedra. Porque Nadia siempre dice que esas cosas no se les dicen a los voluntarios. Nadia se quedó de piedra y Gianna y Nico se miraron y sacudieron la cabeza. Porque ellos también conocían a Dibra. Y Dibra podía ser así. Y decir muchas cosas que, en realidad, no pensaba.

El mar detrás

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