Читать книгу El mar detrás - Ginés Sánchez - Страница 21

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DIECINUEVE

–Hay muchos niños en los campos. Demasiados –dijo Dibra.

Y tenía razón. Niños de todos los colores. Más blancos, más rubios. Más negros. Muchos de ellos solos. Porque sus familias desaparecieron por el camino, o se ahogaron en el mar, o los dejaron atrás.

A veces los niños encuentran amigos en el campo. A veces no.

A veces ves que caminan solos entre los barracones. Niños que se sientan y lloran, o que se sientan y solo miran a través de la alambrada. Niños que van solos por la carretera, que deambulan entre las espinas.

A veces hay niños que no hablan, como yo. Niños con pozos en la mirada.

Y cada niño es de piel y huesos y sangre. Y cada uno es una historia.

A veces, en el campo, un niño muere. A veces, en el campo, un niño deja de estar. De repente, una mañana, ya no se le ve por donde se le solía ver. Si ese niño iba solo entre los barracones o por la carretera o deambulando entre las espinas, no hay nadie que se pregunte por él y luego es olvidado.

Olvidado, el niño de piel y huesos y sangre.

Yo me aprieto el brazo, me pongo los dedos sobre la frente. Noto mi calor. Noto mis pensamientos. Si yo desapareciera, ¿quién preguntaría por mí?

¿Los voluntarios, los de Acnur?

No, ellos harían una marca en sus libretas de estadísticas.

Y es que sobre los niños y sobre las mujeres hay una palabra que sobrevuela como un buitre. La palabra es mafia.

Mafia es lo que tenemos todos los refus en común. Porque todos llegamos aquí a través de la mafia. Mafia para contratar camiones, para viajar escondido, para cruzar el mar, para dejarlo atrás.

–Mafia significa dólares –decía Dibra.

Pero la mafia no desaparece al llegar aquí. Hay otra mafia, una que espera a los niños solos, a las mujeres.

Esa otra mafia es el mayor temor de los niños aquí. Desaparecer así.

Porque morir es morir. Uno se muere y ya está. Cuando uno muere, ha muerto el universo entero. Pero desaparecer en manos de esa otra mafia significa muchas cosas antes de poder morir. Cosas que implican hombres sudorosos, y gritos, y golpes, y sangre, y lágrimas.

¿A quién llaman, en mitad de la noche ardiente, los niños que desaparecen? ¿Cuándo dejan de llamar? ¿A qué hora dejan de llorar?

En todas esas cosas pensaba Dibra cuando pensaba en Wole. Y yo sabía que, para ella, pensar en Wole era pensar en su mamá desaparecida, en su hermano desaparecido.

Por eso era importante. Por eso aquella mañana hicimos otra vez cola en el locutorio y pasamos bajo la mirada azul de Fabio hasta la cabina y escuchamos la voz del señor Tahiri.

–No, tu padre y tu hermano no han llamado, Dibra –decía la voz, que estaba cansada, que estaba preocupada.

–Ya, ¿y de los demás se sabe algo? ¿Del tío Pavli o del tío Gjon?

–No, Dibra.

Luego, el señor Tahiri volvió a preguntar si necesitaban dinero y Dibra volvió a decir que estaban bien. Luego salimos y yo miré la hora y Dibra se encogió de hombros y nos fuimos, muy despacito, a nuestra cola.

El mar detrás

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