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TRES

La vida en el campo es dura y aburrida y está llena de tristeza. Hace seis meses, a Dibra y a su padre les otorgaron ya un barracón en el sector tres. Ahí están mejor porque hace menos frío en invierno y también tienen una cocina pequeña y una jarra para hervir el agua y hacer té. Yo, como estoy sola y soy pequeña, vivo en el barracón de los huérfanos. No es un buen lugar. Tal vez, hace tiempo, cuando no éramos más que cincuenta o sesenta, no estaba mal del todo. Pero ahora somos más de doscientos y eso hace que tenga que dormir en la cama con otras tres niñas. Además, muchos de los huérfanos que han llegado últimamente lo han hecho con traumas que los hacen gritar de miedo por las noches.

Alguno, incluso, se hace pis.

Uno, hace unos meses, se mató a sí mismo. Era un chico pequeño, con el pelo muy rizado y los ojos dulces. No nos dejaron acercarnos.

Estas cosas pasan a veces, porque hay gente aquí que ha visto cosas horribles de las que no se recupera nunca y las noches son duras.

Pero luego empiezan a cantar los pájaros y se sabe que va a empezar el día. Antes de que salga el sol, como a las cuatro de la mañana, ya hay gente moviéndose por el campo y rumbo a la cola del desayuno. A mí me gusta desayunar con Dibra, así que, en cuanto abro un ojo, salgo corriendo y me voy hasta su contenedor. Ahí me siento y espero.

La casa de Dibra es como todas las demás aquí: una especie de cubo de metal blanco y con el techo plano. Los voluntarios los llaman «barracones». Dibra, cuando lo oye, levanta mucho la nariz.

–¿Barracones? No. Eso no es un barracón, eso es una caseta de obras. O un contenedor de esos que van llenos de mercancías en los barcos y en los trenes. En eso vivimos, en eso nos tienen.

Y es que Dibra los llama así: contenedores.

Yo espero, a veces mucho rato, mientras la gente ya se mueve y susurra y algún niño pequeño llora. Luego, la puerta del contenedor de Dibra se abre y ella asoma y me mira.

–Buenos días, Isata –me dice, y me sonríe. Y yo a ella.

Entonces se pone muy seria.

–¿Cogiste tu certificado?

El certificado es lo que los refus tenemos que llevar siempre encima. El papel que dice cuál es nuestro estatus en el campo y cuál es nuestro nombre.

Yo sonrío y lo saco de mi bolsillo y se lo muestro. Ella sonríe.

–Muy bien, Isata. No te lo dejes nunca.

Entonces nos vamos. Recogemos a Nadia y caminamos hasta la primera cola del día. El campo es, más que nada, hacer colas. Hay una cola para el baño, otra para lavar la ropa, otra para la comida, otra para llenar las garrafas de agua, otra para el médico, otra para los documentos…

La gente viste con ropa de colores, pero todo es feo. Todo es metálico, todo es cuadrado, todo está sucio.

El mar detrás

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