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Breve recuento del conflicto en el sistema educativo mexicano y de la supervisión escolar

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En el sistema educativo mexicano conviven diversos grupos que buscan materializar sus respectivos proyectos para configurarlo, incluyendo el aparato estatal del cual forma parte.[1] En este sentido, se diría que está en juego la organización burocrática de la Secretaría de Educación Pública (sep) (Street, 1984: 14-15).

Desde los años setenta, en el sistema educativo mexicano existe un proyecto reformista o modernizador que se enfrenta a otro conservador. Este último se caracteriza por una vinculación estrecha entre la sep y el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (snte), por la cual el snte, además de negociar la asignación de puestos de las autoridades, cuenta con un amplio control del sistema operativo del sistema educativo, es decir, supervisión escolar, directores de escuela, maestros: “Prácticas en torno a la operación del sistema escalafonario —patrones de movilidad, ascenso y nombramiento del personal docente— se mezclaron con las prácticas administrativas de la dirección y supervisión de escuelas” (Street, 1984: 18). En esta interconexión, la sep asegura el control magisterial que le aporta el snte (movilización política del magisterio y control de los salarios). Y éste, por su parte, controla la información y la asignación de recursos a nivel escolar, por lo cual la sep no posee el control central (centralizado) sobre lo que ocurre en las escuelas en torno a calidad, asignación de plazas, movilidad docente, etcétera.

Fue en estas circunstancias que los defensores del proyecto reformista introdujeron “en la sep la planificación educativa en el sentido moderno, en distintos niveles de agregación territorial: nacional, estatal y micro-regional. Se desarrolló entonces un sistema de información continua, basado en un conjunto de indicadores de cobertura y eficiencia interna del sistema educativo” (Fierro, Tapia y Rojo, 2009: 23). Indicadores que han servido para captar información sobre matrículas, docentes y escuelas, de modo que así se dio un paso para contar con información veraz de lo que sucede en los sistemas educativos estatales, como un insumo para racionalizar la administración del sistema educativo.[2]

Este proyecto reformista ha tenido como herramienta la planificación y como objetivos la eficiencia y eficacia y, a partir de los años ochenta, también se sostiene en la desconcentración del sistema educativo (Street, 1984). Encabezado por la reforma administrativa del entonces presidente José López Portillo y conducido por Fernando Solana, este proyecto adquirió fuerza y puso en cuestión gran parte de las relaciones estructuradas entre autoridades de la sep y el snte, de modo que se mermó el control de la información y de recursos por parte de este último, aunque mantuvo la asignación de plazas como su centro de control, si bien con cierto grado de debilitamiento. No obstante, el proyecto reformista quedó atrapado en la lógica conservadora, lo que se facilitó en parte por la coyuntura de crisis económica y por el surgimiento de un proyecto “radical” a partir del magisterio disidente, la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (cnte). Frente a estos hechos, los impulsores del proyecto reformista priorizaron la estabilidad política y negociaron con el snte un sistema en el que la sep, a través de sus delegaciones, restringe y reconoce los límites de su injerencia respecto de las estructuras y personal sindicalizado. En consecuencia, se alcanzó un cumplimiento parcial del proyecto reformista:

se racionaliza el crecimiento del sistema educativo a través de la manipulación de los datos e información en las computadoras centrales, mientras se encuentra bloqueada la plena racionalización de las actividades del personal docente. Con la nueva programación, desde la Delegación, los técnicos pueden controlar las nuevas necesidades de personal de las escuelas, pero no pueden cambiar las asignaciones anteriores, ni asegurar una distribución del personal de acuerdo con la asignación, ni parar la movilidad ni los cambios del personal de una escuela o zona a otras [Street, 1984: 21-22].

Tal situación configuró una estructura educativa que, a nivel federal, sería administrada de facto por parte de la sep-snte, un hecho que descansa sobre un acuerdo entre cúpulas, lo cual redujo los cambios que se proponían desde el proyecto reformista. En este contexto, se consolidó una cultura educativa (conjunto de ideas, valores y creencias que guían las prácticas) expresada como trabajo parcializado (respecto de la mejora escolar), liderazgos personalistas, opacidad o inexistencia en la rendición de cuentas, escaso interés por construir/procesar información y diseñar programas de formación dirigidos a este objetivo, así como por el énfasis en intereses grupales y procedimientos administrativos, empero no en lo pedagógico.

Asimismo, se reprodujo un funcionamiento vertical y rígido del sistema educativo, en el que se registran fenómenos de centralismo, corrupción y nepotismo. Entre otros elementos, esta estructura conllevó “un manejo financiero inadecuado, errores frecuentes en la programación de los recursos, incapacidad técnica del personal de planeación, exceso de personal comisionado y de burocratismo, atraso en las funciones por anteriores cambios del Delegado o inestabilidad política, lentitud en gestionar los trámites de recursos, un Delegado ‘demasiado’ leal al snte, etcétera” (Street, 1984: 21, nota 6).

Ya en la década de los noventa, son evidentes los magros resultados educativos en torno a la calidad y la equidad que se encuadran en tal tipo de estructura, fue así que, como parte de un proyecto que buscó su modernización, se logró la firma del Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica (anmeb) entre las cúpulas de la sep-snte y las autoridades estatales: “ ‘Hemos llegado al agotamiento del sistema educativo trazado hace ya 70 años’, fue el diagnóstico” (Fierro, Tapia y Rojo, 2009: 4).

Con la firma del anmeb en 1992, se propuso un proceso de “descentralización” que en realidad correspondió a uno de “desconcentración” en el que la federación obtuvo un mayor control de los estados, sobre todo de la toma de un conjunto de decisiones relevantes del sistema educativo, como “la responsabilidad por los planes y programas educativos, la negociación salarial, los aspectos sustantivos de la carrera docente, así como el control de la mayor parte de los recursos fiscales, mientras que a los gobiernos locales se les delega los aspectos operativos y, acaso, la posibilidad de agregar contenidos propios al currículo (Messina, 2008: 24-25)” (Fierro, Tapia y Rojo, 2009: 4).[3] De este modo, los estados se quedaron con la capacidad de decisión, de diseñar y aplicar normatividad en diversos ámbitos relacionados con la educación continua para docentes, y con la planeación, los sistemas de información y algunas bases de datos locales, entre otras, pero careciendo del poder de decidir en cuanto a las reformas de los planes de estudio (si bien podían proponer la agregación de contenidos) y la evaluación externa de estudiantes y profesores.

En este proceso de “descentralización”, no sólo se trasladó la administración del servicio educativo a los estados, sino que se

Transfirió las estructuras administrativas, los modos de operación, la normatividad técnica y administrativa, los manuales y las normas administrativas de la supervisión. Las entidades federativas recibieron el conjunto de pactos, acuerdos, usos y costumbres de la relación entre el gobierno federal y el snte que implican la coadministración de facto del sistema, con lo que los directores, supervisores y otros miembros del sindicato participan en decisiones sobre infinidad de cuestiones, como el nombramiento, permanencia o cambio de adscripción de los docentes; el nombramiento de funcionarios de la administración educativa; los reglamentos de escalafón y de condiciones de trabajo, las becas y otras prestaciones, etc. (Tapia, 2004). [Fierro, Tapia y Rojo, 2009: 30].

Por otra parte, como desde 1920 algunos estados habían cedido la administración del sistema educativo al gobierno federal, mientras que en otros existía un equilibrio o competencia entre ambos servicios educativos, y teniendo en cuenta la existencia de diversos mecanismos de prestación laboral, así como la presencia de más de una sección sindical, en este proceso se incrementó el grado de heterogeneidad de los sistemas educativos estatales, de modo que algunos fusionan su administración educativa con la federal y en otros ambas conviven paralelamente y se recurre a diversos entes y mandos de administración (secretarías, institutos).[4]

Con el anmeb se responderá tanto a las necesidades de mayor control de los estados por parte de la sep, como a las demandas salariales del snte (nuevo escalafón salarial), y se oficializa la titularidad del snte en la representación laboral ante la sep. Esto conlleva a que, a lo largo de la heterogeneidad estatal, se mantenga en pie un importante control del snte en la designación/aprobación de los agentes del sistema educativo. En síntesis, en gran parte los gobiernos estatales

Heredaron los pactos corporativos entre la sep y el snte, materializado en el conocido escalafón paralelo, por el cual el snte o las secciones estatales tenían acceso directo a los puestos de mandos medios y superiores de la administración educativa. La mayoría de los gobiernos estatales recibieron, en los institutos creados ex profeso, una burocracia tradicional procedente del viejo escalafón vertical del magisterio, por el cual los maestros en servicio lograban ocupar […] puestos administrativos de importancia […] Tales organismos heredaban una cultura institucional diseñada para obedecer los lineamientos del centro en la operación de políticas, programas y presupuestos. En tales instituciones no se había acumulado una capacidad técnica autónoma para planear, diseñar programas propios, o para formular innovaciones [Fierro, Tapia y Rojo, 2009: 10-11].

Pues bien, con este proceso de “descentralización lineal” (Fierro, Tapia y Rojo, 2009: 4, citando a Messina, 2008: 24-25), el gobierno federal impulsó una serie de reformas contenidas en tres ejes: a) la docente (Carrera Magisterial y actualización), b) la pedagógica curricular, y c) la de la gestión y organización de la escuela. En este marco, se desarrollan programas cuyo eje serán la escuela y lo pedagógico,[5] sin embargo, todavía encuadrados en una cultura educativa tradicional que no enfatiza el trabajo colaborativo, el procesamiento de información y la rendición de cuentas, lo que dio forma a un funcionamiento centralista y verticalista en el que las escuelas carecen de la capacidad para tomar decisiones relevantes en torno a su política pedagógica-curricular.

Frente a tal problemática, al comenzar el siglo xxi se consideró que las escuelas son espacios en los que interaccionan agentes educativos en el marco de “una historia y culturas institucionales que mediaba cualquier disposición normativa o política” (Fierro, Tapia y Rojo, 2009: 17). Sobre esta base, y a partir del Programa de Escuelas de Calidad (pec) creado en 2002, se buscó transformar la cultura escolar institucional tradicional conduciéndola a otra centrada en el mejoramiento de la organización y funcionamiento de las escuelas y aprendizajes, a partir del liderazgo, la capacitación, el compromiso docente, el trabajo colegiado, una atmósfera estimulante, el énfasis en los logros del aprendizaje y en su monitoreo, y en la colaboración con los padres de familia, entre otros (Bracho, 2009; Fierro, Tapia y Rojo, 2009; Rubio, 2011). Todo ello en un contexto que abría la posibilidad de que las escuelas definieran un proyecto educativo escolar identificando problemáticas y brindando una rendición de cuentas de los objetivos trazados en tal plan.

En esa misma línea, se incorporó un nuevo sistema de evaluación a cargo de la sep, de modo que en 2002 se creó el Instituto Nacional de Evaluación Educativa (inee), y en 2005 la Unidad de Planeación y Evaluación de Políticas Educativas (upepe). Instancias que, entre otras funciones, se encargan de la planeación basada en la construcción y difusión de información, esto es, tomar decisiones de política sustentadas en investigación, así como llevar a cabo una mayor difusión de los resultados del sistema educativo en la sociedad (Del Castillo y Azuma, 2009: 143). Al mismo tiempo, se prestó mayor atención a la desigualdad educativa asociada con la desigualdad social, a través de los Programas Compensatorios del Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe).

Estos cambios se inscriben en una gestión educativa cuyo objetivo es el mejoramiento del logro escolar, a partir de racionalizar el diseño y aplicación de las políticas públicas de educación (eficiencia y eficacia). Este tipo de gestión se inscribirá en el lenguaje y la lógica de la nueva gestión pública y tendrá como herramienta la planeación estratégica.

Ahora bien, en este proceso, la supervisión escolar está llamada a adquirir una relevancia fundamental, en tanto que es la figura que conecta a las escuelas con gran parte de su entorno institucional (Blanco, 2009: 679).[6] Se trata de una instancia que se ubica en la estructura intermedia del sistema educativo y es la “más cercana […] que conoce a profundidad el funcionamiento de las escuelas” (Fierro, Tapia y Rojo, 2009: 25). Tal argumento se basa en que a la supervisión escolar le corresponde realizar tareas como vigilar que las escuelas cumplan con las normas y los lineamientos establecidos para su funcionamiento adecuado y de certificación; monitorear la adecuada impartición de la enseñanza y otorgar asesoramiento pedagógico a directivos y docentes; organizar o presidir reuniones con distintos agentes, en las que se discuten temas administrativos y pedagógicos; orientar en cuestiones administrativas y legales a los agentes educativos, así como ejecutar prácticas que vinculen el plantel con la comunidad.[7]

Frente a este repertorio de labores, la supervisión presenta carencias de formación profesional, de infraestructura y una sobrecarga administrativa, elementos opuestos a los nuevos lineamientos de la gestión educativa, de modo que:

Aunque se trata del agente más próximo a las escuelas, es poco frecuente que el supervisor disponga del perfil académico necesario y sus prácticas refieren más a procesos de carácter administrativo y laboral, y se da cierta incompatibilidad de roles y de prácticas con relación a los procesos de asesoramiento requeridos por varios de los programas de la reforma. Especialmente aquellos dirigidos a la transformación de la gestión escolar y de las prácticas de enseñanza. Más aún, carecen de las condiciones de trabajo en cuanto a tiempos, recursos, métodos y estrategias, para el desarrollo de prácticas de asesoramiento basadas en modelos colaborativos o de proceso (Fierro, Tapia y Rojo, 2009: 25).

Entre otros aspectos, la problemática de no impulsar modelos colaborativos de trabajo se manifiesta en las tareas individualizadas que cada supervisión realiza respecto de su zona escolar.

En cuanto a las carencias profesionales, a partir de un censo que Del Castillo y Azuma aplicaron entre los supervisores del Distrito Federal se identifica que éstos “consideran poco importante para su desempeño las actividades de gran relevancia, en el marco del nuevo modelo de gestión escolar y, particularmente, del pec, como el procesamiento de información, la planeación y organización, la evaluación, la comunicación oral, frente a otras que tienen que ver con actitudes como la ética profesional, la responsabilidad, la lealtad, ejercer el liderazgo, entre las más importantes” (Del Castillo y Azuma, 2009: 215-216).

Asimismo, se observa que “los rasgos distintivos, hasta el día de hoy, de la estructura organizativa responsable de la supervisión escolar son la verticalidad y la rigidez, así como la preeminencia de lo administrativo sobre lo técnico pedagógico” (Del Castillo y Azuma, 2009: 223).

Junto a tales carencias, la supervisión escolar se visualiza como una figura que coloca los intereses políticos-laborales de carácter sindical por encima de los pedagógicos.[8] Sobre esta base, el pec se llevó a cabo independientemente de la supervisión escolar.[9] “El resultado de tal modo de proceder fue el progresivo aislamiento de escuelas, docentes y directivos, respecto de los apoyos que supervisores, auxiliares técnicos o jefes de sector pudieran procurarles para el desarrollo de sus proyectos escolares” (Fierro, Tapia y Rojo, 2009: 21).

Ante esta situación, creció la conciencia de la imposibilidad de implementar programas que tienen como fin impactar en la escuela y en lo pedagógico, sin la participación no sólo de la supervisión escolar, sino de una supervisión escolar que realice nuevas prácticas centradas en el asesoramiento pedagógico, lo cual exige cambios estructurales. No obstante, aun cuando en el marco del anmeb se reconoce la importancia de la estructura intermedia para reforzar acciones y a los programas de origen federal y estatal, que buscan explícitamente impactar en la calidad educativa, los avances han sido escasos:

a pesar de la diversidad de acciones de capacitación y atención a los supervisores, varias cuestiones estructurales fundamentales no han sido tocadas. Primera. El carácter ambiguo del cargo, que es parte del funcionariado del Estado, a la vez que el personal es miembro activo del Sindicato. Segunda, no ha sucedido la indispensable recuperación del ejercicio pleno de las funciones de la inspección como control-regulación-desarrollo de la enseñanza, del trabajo docente y directivo, a través de la visita a la escuela, la evaluación, la retroalimentación y el apoyo técnico-asesoría para asegurar el desarrollo curricular, el uso crítico de los enfoques pedagógicos y los nuevos materiales y tecnologías educativas [Fierro, Tapia y Rojo, 2009: 25].

Tal problemática reveló la necesidad de cambiar las estructuras organizativas, la profesionalización y los objetivos, para que pasen desde un interés político hacia lo pedagógico, y transformar los procesos cerrados y verticales de implementación.[10]

En este contexto, retomando y profundizando la lógica del proyecto reformista-modernizador, agentes de la seb-sep y de la Flacso México impulsaron el Fogise, en el cual se plantea que la supervisión impacte positivamente en la implementación y seguimiento de los programas que tienen como eje la influencia en la escuela y en lo pedagógico. Para tal efecto, y debido a la estructura histórica del sistema educativo y de la supervisión escolar, se reconoce la necesidad de cambiar prácticas y sentidos, en aras de que las prioridades de asesoramiento e intervención se centren en lo pedagógico. En esta línea, en el diseño del Fogise se otorgó una relevancia fundamental a los cambios organizativos de la función supervisora, a su formación profesional y a la posibilidad de que los equipos estatales tomen decisiones sobre la implementación del proyecto.

Así, con la supervisión escolar como eje de intervención, fue que en el marco del Fogise se diseña e imparte el Diplomado en Gestión Institucional e Innovación Educativa (dgiie), el cual entró en funcionamiento en 2010. Este diplomado dura seis meses, se imparte en una modalidad semipresencial[11] y está dirigido principalmente a los supervisores escolares y, en menor medida, a otros funcionarios de la estructura intermedia (jefes de departamento, miembros de equipos estatales encargados de la adopción e implementación del proyecto, jefes de enseñanza, coordinadores de área, etc.). En este proceso de formación, se promueve entre los supervisores de distinto nivel y modalidades educativas (tanto en las relaciones que tienen entre sí, como las que mantienen con las autoridades educativas y los agentes escolares) un interés primordial y habilidades para concebir lo pedagógico como el objetivo central de intervención, y para llevar a cabo prácticas como el procesamiento de información para detectar problemas y proponer soluciones, el trabajo colaborativo, el liderazgo distribuido y la rendición de cuentas. Recuperando estos aspectos, también se desarrollan conocimientos y ejercicios prácticos, en aras de que la mediación y resolución de conflictos que realiza la supervisión respecto de problemáticas que surgen en la relación entre agentes escolares se base en los principios de conciliación, colaboración y cooperación (Rubio, 2011: 57).

Por otra parte, con criterios geográficos de proximidad entre las escuelas se propuso reorganizar las zonas escolares que corresponden a la supervisión escolar en regiones educativas, y se planteó construir un Centro de Desarrollo Educativo (cede) por cada región: instalaciones que permitan que la estructura intermedia cuente con oficinas y se compartan espacios entre equipos de supervisión de distintos subsistemas y niveles educativos, autoridades educativas estatales, directores, docentes y padres de familia, y en las que, se espera, se practiquen los conocimientos profundizados en el diplomado.

Asimismo, a pesar de ser una propuesta impulsada desde la federación, se otorga flexibilidad a las autoridades estatales para que, a partir de lineamientos propuestos por los equipos de la seb-sep y la Flacso México, decidan la pertinencia o no de la adopción del Fogise, y doten de contenido a la propuesta para que ésta se adapte a sus condiciones y necesidades particulares.

En consecuencia, como un paso que debe ser complementado con otros proyectos y programas, desde el Fogise se busca avanzar en la transformación de lógicas tradicionales del funcionamiento escolar y de gestión institucional. Todo ello en el entendido de que gran parte de los obstáculos de los planteamientos modernizadores contenidos en la reforma iniciada en 1992 consisten en que ésta “no logró perpetrar cambios significativos en las prácticas docentes y de gestión de las escuelas” (Fierro, Tapia y Rojo, 2009: 18). A continuación se profundiza en los elementos analíticos e investigaciones empíricas que sostienen el diseño del Fogise.

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