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CAPÍTULO 11 Carencia
ОглавлениеSuena el celular y el tono personalizado le avisa a Amelia que su hija Luz la está llamando.
—Hola hija, ¿cómo estás?
No escuchamos qué le está diciendo Luz, pero por la expresión risueña y sus ojos luminosos podemos advertir que hablan de algo bonito.
—¡Me encanta la idea! Termino de preparar la cena y paso a buscarte.
Amelia, 43 años, fotógrafa profesional, fue mamá de Luz con apenas 19 años. Ciertamente no fue fácil ya que transitó su embarazo un poco acompañada por el padre de Luz, pero otro poco en soledad y con miedos.
Hoy, sábado a la tarde y en absoluta complicidad, salen de paseo madre e hija, ambas adultas, y se regalan tiempo y charlas.
Ah, sí, sí, ¿quieres saber cuál era el plan? Gracias por hacerme volver al punto; es que cuando relato historias vuelo para descubrir los matices menos visibles de las relaciones y, la verdad, es que eso me fascina.
El plan era visitar negocios de prendas de vestir vintage, una actividad amena que ambas comparten.
Luz es amante de las plantas y Amelia ama fotografiar a la naturaleza. Ambas se entienden con solo mirarse. Probarse ropa diferente es una de las salidas que más las divierte: posan, modelan y juegan a ser distintos personajes. Amelia captura con su cámara cada uno de esos momentos mágicos. El objetivo no es salir a comprar, sino que solo salen a jugar y, si algo las enamora o vibra en absoluta sincronicidad, lo adquieren.
En la vida de Amelia, durante la mayor parte del tiempo desde la llegada de Luz al mundo, el dinero siempre fue escaso. Ella trabajaba, estudiaba y criaba a su pequeña como podía, en pura soledad. El padre de Luz la vio nacer y, aunque compró un chupete y algunos pocos pañales, no hubo más.
A medida que Luz fue creciendo, comenzó a pedir.
—Mamá, ¿me compras los patines?
‘‘¿Cuánto salen?’’ preguntaba su mamá, sabiendo que no podía obtenerlos. Por ello, con un dolor enorme, intentaba hacer de la palabra no una vibración lo menos frustrante posible. El no era tan pero tan amoroso y repleto de ornamentos, que ambas se conformaban. Se tomaban de la mano y continuaban caminando en silencio para que no se notara demasiado la pena que cada una llevaba consigo.
Con los años, era la propia Luz la que preguntaba: ‘‘¿Cuánto cuesta?’’. La diferencia es que, en esos tiempos, era ella misma quien maquillaba el no. Por las noches, se desvelaba pensando, fantaseando y haciendo mil planes para cuando el no pudiera ser un sí.
Fueron largos años en que las salidas de ambas eran exclusivamente durante los días de ofertas, cuando lo que compraban era lo más barato, cuando no miraban lo que les gustaba, sino lo que necesitaban. Por muchos años vivieron en un contexto donde la pregunta por el costo estaba en todas las áreas de sus vidas.
¿Cuánto cuesta el alquiler?
¿Cuánto cuesta el curso de fotografía?
¿Cuánto cuesta la consulta médica?
¿Cuánto cuesta la compra semanal del mercado?
¿Cuánto cuesta un nuevo pantalón?
¿Cuánto cuesta esto y aquello?
Costar. Costo. Carencia.
Pero, un buen día, ambas de paseo también, pasaron por una callecita de la ciudad en la que un cartel muy luminoso las sedujo y, sin pensarlo demasiado, ingresaron a un salón. Allí había una exposición de diosas ancestrales hechas en barro por artistas independientes y para nada famosos, pero sí muy exitosos.
La fascinación, la admiración, la emoción anticipaba una revelación. El silencio esta vez no era para ocultar la pena, sino para expandir el gozo. Y casi al unísono, frente a una de las obras, la diosa Afrodita, preguntaron ¿Cuánto vale?
Se miraron madre e hija, sorprendidas y emocionadas, descubriéndose en un lugar significativamente diferente. Valor no es lo mismo que costo.
Salieron del salón siendo tres, Amelia, Luz y Afrodita. Sin costo, pero con mucho valor.
Desde entonces, descubrieron que sus vidas estaban repletas de costos, de carencias y de falta de valor. Fue así como transformaron la eterna pregunta ¿cuánto (me) cuesta? en ¿cuánto (me) vale?
Y aquí están ahora, sábado por la tarde, jugando a vestirse con prendas diferentes. Luz modela, Amelia le saca fotos. De repente, un nuevo silencio en ambas, brillo en los ojos, un sombrero de la década del cincuenta, y sí, ya saben la pregunta que se avecina: ‘‘¿Cuánto vale?’’.
Nos han enseñado, como en la historia de Amelia y Luz, a observar el costo y no el valor. Cuanto más nos enfocamos en el costo, más costo hay en nuestra vida. De este modo vamos configurando nuestra economía. ¿Qué es la economía? El equilibrio entre lo que algo cuesta o vale. Cuando aprendemos a mirar solo el costo de las cosas o de las relaciones, estamos dejando de ver el valor que tienen.
Y, ¿qué es el valor? El valor lo da la diferencia. Es el ojo de la diferencia. Cuando vives desde el valor, entiendes que tienes un valor diferencial del resto de las personas y que todo tiene un valor distintivo. Si eres cantante y la música es tu valor diferencial, comprendes también que a partir del valor reconocido puedes elegir cuánto va a costar tu música. Pero si vives desde el costo y la carencia, sin tener reconocido lo que vales, jamás podrás saber lo que vas a costar.
Cuando el valor transforma el intercambio, comienzas a entender el sentido del pago. Estás abierta a recibir, porque entiendes que tienes un valor y, por ende, mereces ser ofrendada. Y estás abierta a dar porque entiendes que hay un valor en el otro que merece ser ofrendado. Este es el hermoso flujo del valor creciente. No solo crecerá tu economía, sino que cada vez experimentarás más y más abundancia en diferentes órdenes de tu vida: paz, tiempo, gozo, ocio, vínculos fluidos y libres.
La carencia cede frente al valor, porque valor también es ser valiente. Estarás dispuesta a dirigirte cien por ciento hacia lo que quieres. La carencia se queda sin fundamentos frente a un valor que invita a consolidar tus méritos.
Te darás cuenta, lentamente o quizás rápidamente, no lo sé. Pero de lo que sí estoy segura es de que, a partir de estas palabras, cada vez que te descubras preguntando ¿Cuánto cuesta?, pensarás: ¿Me cuesta o me vale?
En esta página te ofrendo un ejercicio muy valioso.