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CAPÍTULO 13 Miedos

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En una lejana isla en el cálido Caribe, hace muchos años, vivían tres amigas. Antonia, que era la más silenciosa de las tres, pasaba los días y las noches dentro de su casa a la que mantenía en un perfecto, sistemático y repetido orden. Era el único lugar que la hacía sentir tranquila, de a ratos. Delgada por demás, su cabello oscuro siempre recogido y sus ropas negras desgastadas dejaban entrever la angustia presente en sus días.

Carmen, la segunda de las amigas, vivía a unos pocos kilómetros de Antonia. Tímida, insegura y risueña, nunca decía lo que en verdad pensaba: evitaba toda clase de conflicto y con el propósito de no confrontar o discutir, siempre estaba dispuesta a ceder en sus deseos. Se había acostumbrado tanto a esa forma de comportamiento que su bienestar —aparente bienestar— estaba ligado a la aprobación de sus dos amigas. Tenía un hermoso jardín en el que pasaba la mayor parte del día. Era una experta conocedora de plantas con las que se conectaba de manera sincera y silenciosa; esa era la razón por la que pasaba tanto tiempo con ellas. Cuando la quietud la abrumaba solía confesarles, por lo bajo, que se avergonzaba de ser tan cobarde por no animarse a valorar sus pensamientos.

Viviana, la tercera de ellas y la más joven, era una muchacha intrépida, revoltosa y desafiante. Vivía en una casita simple y rústica en el médano más alto de la playa. El paisaje era lo más hermoso que disfrutaba de su hogar. Desde allí observaba el infinito y el turquesa y calmo océano. Se levantaba muy temprano todas las mañanas, siempre apurada, descalza y, con su largo cabello rojizo al viento, corría desnuda hacia el mar. En un acto ritual abría sus brazos, levantaba la mirada al cielo y se mezclaba con los peces en un juego de cuerpos libres y atrevidos. Les contaba a las olas todo tipo de aventuras imaginarias que la llevaban a recorrer el mundo, descubrir la nieve, ciudades, conocer hombres, niños y otras mujeres. Cada día era una historia nueva, y las olas y los peces no faltaban a la cita. Amaba descubrir algo nuevo todos los días y, en esas aventuras cotidianas donde no había lugar para el miedo, transitaba situaciones muchas veces extremas. Las cicatrices en su cuerpo eran testigos de su arrojo. Su imaginación era tan florida que sus amigas la llamaban súper heroína.

Antonia, Carmen y Viviana, que eran las únicas personas que habitaban la paradisíaca isla de Coco en Costa Rica, tenían el ritual de encontrarse los días de luna llena de cada mes. Esos días especiales implicaban una ceremonia donde la anfitriona de turno preparaba la mesa con mucha dedicación para agasajar a sus amigas. Por supuesto, cada una de ellas lo hacía fiel a su estilo.

Estos encuentros simbolizaban para ellas un momento exquisito, maravilloso y sagrado. Antonia, aunque era rígida y sensible, generalmente se emocionaba y lloraba bastante al contar los problemas que había tenido en ese mes. Carmen comía, sonreía y se sonrojaba; era la más callada, por supuesto, por temor a equivocarse y ser desaprobada. Y Viviana, qué decir, hablaba casi sin parar, despeinada, alborotada y, cuando no aparecía refunfuñando, llevaba un vendaje en alguna parte de su cuerpo.

Diferentes y diversas, se amaban y acompañaban.

Una luna llena ocurrió algo inesperado. Estaban celebrando en casa de Viviana, en lo alto del médano, cuando escucharon gritos de auxilio. Las tres mujeres hicieron un silencio sepulcral al unísono. Antonia frunció el entrecejo y Carmen miró desesperada a sus amigas, pero a Viviana se le iluminó la mirada y, dando un salto digno de equilibrista, salió corriendo a la playa de donde provenían los gritos.

Al cabo de unos minutos, Antonia regresó acompañada de una mujer que estaba mojada, hambrienta y muy asustada.

—Amigas, rápido, traigan unas mantas y algo caliente para que beba.

—¿Quién será? ¿De dónde viene? —pensaba Antonia en silencio.

De a poco, regresó la calma.

—¿Te sientes mejor? —preguntó Viviana.

—Sí, estoy mejor. Muchas gracias. Me llamo Mía. Estaba navegando en una precaria balsa que construí durante meses luego de que mi compañero falleciera. No sé cuánto tiempo estuve en el mar, supongo que bastante. Ya no tenía más fuerzas, hasta que, imprevistamente, oí el ruido de las olas estallando en la orilla.

Hablaron durante toda la noche. Mía, aunque agotada, estaba feliz de haber encontrado a otras personas. Viviana no cesaba de acotar, fascinada por la historia de Mía. Antonia preparaba más comida y Carmen, silenciosa, mordía sus uñas mientras escuchaba la conversación.

Más tarde esa noche, cayeron rendidas bajo la protección de la luna inmensa y poderosa. Silencio, noche, estrellas, sorpresas, ciclos. La luna dio paso al sol, vigoroso y decidido a iniciar un nuevo día.

Esta vez, no hubo rutina ni hábitos. Esta vez, amanecieron las tres amigas junto a una mujer misteriosa que el mar había elegido para regalarles.

Fueron pasando lunas y soles. Sin prisa y sin pausa, las tres amigas ayudaron a Mía a construir su lugar. Estaban felices las cuatro. Un nuevo ciclo había comenzado aquella noche con una gran luna como testigo.

Ya no se reunían exclusivamente en cada luna llena. Lo hacían cada vez que sentían deseos de hacerlo. Ese fue el sello que aportó Mía atreviéndose a romper el esquema. No sin resistencia, por supuesto, Antonia fue la primera en oponerse, aunque luego tuvo que ceder, a regañadientes.

Una noche calma, cálida y mágica, frente a un fuego hermoso que iluminaba la espuma del mar, conformó el escenario perfecto para que las palabras se animaran a cobrar forma.

Y como sucede cada vez que la magia está presente, los acontecimientos no son lógicos, pero sí simbólicos.

Carmen dijo por primera vez que el miedo a no ser querida ni aceptada la había convertido en una persona cobarde y distante de sus deseos.

—Bueno —dijo Antonia luego de quedar atónita al escuchar a Carmen— parece que esta noche trae un nuevo ciclo. Quiero contarles que la mayor parte del tiempo siento mucha tristeza y la rutina diaria me ayuda a controlar todo, pero estoy muy cansada.

Viviana, lejos de hablar e interrumpir, esta vez permaneció en silencio. Luego de unos minutos, confesó:

—Me jacto de ser valiente porque no le temo a nada, y me lo demuestro en cada cosa arriesgada que elijo hacer. Pero, en realidad, hago todo eso porque pienso mucho en la muerte y siento enloquecer. Tomar riesgos me hace sentir la adrenalina de la vida y así creo engañar a la muerte.

Silencio y más silencio.

El fuego como una abuela sabia parecía comprender de qué se trataba la conversación. Entonces decidió crecer y danzar frente a las mujeres.

Las cuatro entendieron que estaban acompañadas por los elementos más nobles: fuego, agua, aire, tierra. Se sintieron seguras y sostenidas para meterse aún más adentro de sí mismas aun sabiendo que atreverse a ver podía ser muy doloroso, pero con la certeza de que era liberador.

Estaban sostenidas por la tierra, madre generosa, por el agua que invita a fluir y mezclarse, por el aire fresco y sutil que da lugar a la individualidad y por el fuego que transforma.

Llegó el turno de Mía. Levantó la mirada, respiró profundo, y dijo:

—Cuando quedé sola en aquella isla donde vivía, me invadió la angustia y solo quería morirme junto a mi compañero. Me escondí, me metí dentro de mi dolor durante mucho tiempo. Luego, me sentí una gran cobarde por no atreverme a hacer nada para seguir adelante. No tenía fuerzas y estaba aterrada. Pero, de repente, me volví impulsiva, porque parecía que lo peor ya había pasado y creía que no le temía a nada. Fue entonces cuando comencé a preparar mi balsa. Nunca en mi vida había tenido tanta fuerza y actitud.

—Sin embargo, cuando estaba en medio del océano, navegando sin parar, sucedió algo. La luna estaba amarilla, el mar planchado, y el silencio era aterrador. El miedo se presentó en forma de humo blanco y me dijo: ‘‘¿Creíste que había desaparecido de tu vida?’’. Era tan real que comencé a pensar que me había muerto y que estaba en alguna de las etapas de la muerte. Pero preferí seguir escuchando, muerta o viva no desaprovecharía por nada una charla con el miedo. Y él me dijo:

—Cuando comprendas que estaré siempre en tu vida, en un perfecto equilibrio para cuidarte, cuando entiendas que tener algo de mí en ti está más que bien, pero que mucho de mí en ti no está tan bien; cuando asimiles que pelear contra mí te va desgastar, y avergonzarte te hará débil, recién entonces podrás reconocer con humildad que tienes miedo, que lo sientes frente a tus enemigos externos e internos, frente a tus debilidades, pero también frente a tus fortalezas. Entonces asumirás que puedes fracasar y morir en el intento. Y en ese instante, me soltarás, sabiendo que estaré, pero ya no para limitarte sino para impulsarte.

—Una ola me trajo de vuelta al aquí y ahora. Escuché, a lo lejos, el hermoso sonido del encuentro del mar con la tierra, y llena de miedo y emoción empecé a remar con todas mis fuerzas. ¡Así las encontré a ustedes tres!

A partir de ese día, Antonia comenzó a soltarse el cabello y a bañarse mucho más en el mar. Carmen, tímida y delicada, comenzó a decir y elegir. Viviana, la inquieta, fue más prudente en sus aventuras. Y Mía creó una nueva balsa y siguió su camino.

Te invito a esta página para que, en una fogata mágica, te encuentres con el miedo.

Brota

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