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PRÓLOGO

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Índice

«Estando el año pasado en la corte de su Magestad, vino a mis manos este libro del conde Lucanor, que por ser de autor tan ilustre me aficioné a leerle, y comencé luego a hallar en él un gusto de la propriedad y antigüedad de la lengua castellana, que me obligó a comunicarlo a los ingenios curiosos y aficionados a las cosas de su nación; porque juzgaba ser cosa indigna que un Príncipe tan discreto y cortesano y de la mejor lengua de aquel tiempo, anduviese en tan pocas manos.»

Estas palabras, que Gonzalo Argote de Molina puso a la cabeza de la primera edición del Conde Lucanor en 1575, no han perdido actualidad; el «libro de los buenos consejos» es en nuestros días más famoso que leído, y no ha alcanzado la difusión de que es merecedor; ni edición crítica, ni popular y legible de él se ha impreso hasta hoy; y quien desee leerlo ha de acudir a los indigestos volúmenes de la Biblioteca de Autores Españoles, ya que las lindas impresiones de Krapf son costosas y raras como libros de bibliófilo, y la de Knust es inasequible a la mayoría.

A dar un texto de lectura fácil y de tamaño cómodo viene esta edición, que por no estar hecha para «los hombres que saben», carece de todo aparato erudito y de todo empeño de exactitud paleográfica; acéptase en ella, como base, el texto central de Knust, que reproduce el manuscrito más completo, y se moderniza la ortografía—según uso de esta Biblioteca—siguiendo, en especial, la pauta que ha hecho legible a todos el Calila y Dimna.

Es el Conde Lucanor un «exemplario», pero el más bello que se haya escrito nunca; «comparte con el Decamerón la gloria de haber creado la prosa novelesca de Europa», con la ventaja, por parte de la obra del nieto del Rey Santo, de estar terminada ya trece años antes de la peste de Florencia (1348), ocasión de que fuesen narrados los cien inmortales cuentos de Boccaccio.

Se desarrolla la obra en forma de conversación entre un Príncipe, el Conde Lucanor, y su consejero Patronio; las características de Lucanor apenas se declaran en el libro; era señor de vasallos y de estados grandes y estaba en edad no muy moza; las dudas que en su espíritu surgen por asuntos de gobierno o del continuo trato del mundo, resuélvelas su consejero con ejemplos, de los que extrae a su fin sendas reflexiones provechosas condensadas en graciosos viesos. Esto en la primera parte, que consta de cincuenta y un ejemplos[1]. Las tres o las cuatro restantes son de interés y valor muy escasos. La segunda comienza por un razonamiento «por amor de Don Jaime Señor de Xérica», gran amigo de Don Juan Manuel, que le pidió escribiese «más oscuro»; siguen cien proverbios, en su mayor parte lugares comunes de la filosofía moral de la época, expresados a veces con raro acierto y concisión; análoga es la tercera parte (que hasta hoy se ha impreso siempre comprendida en la segunda, y que en esta edición se desglosa, siguiendo el parecer de Doña María Goyri de Menéndez Pidal). La cuarta (tercera en las anteriores impresiones), por una infantil ocurrencia de D. Juan Manuel es punto menos que ininteligible; queriendo hablar «oscuro» y «menos declarado», trueca en completo desorden las palabras, y resultan logogrifos las más vulgares moralidades; la quinta parte (antes cuarta) está constituída por unos amenos razonamientos teológicos: entre ellos figura un bello apólogo. Desde la parte segunda la conversación del Conde y Patronio casi se pierde en un continuo monólogo del consejero.

[1] En el Códice Puñonrostro figuran dos apólogos, que seguramente no son obra de D. Juan Manuel, pero están hermosamente escritos; uno de ellos, según Menéndez y Pelayo, es el cuento de «El durmiente despierto» de las Mil y una noches. El mismo Menéndez y Pelayo no cree tampoco obra de D. Juan Manuel el ejemplo cincuenta.

El lunes 12 de Junio de 1335, estando en su castillo de Salmerón, ganado a los moros, en tierra de Murcia, firma D. Juan Manuel la última hoja del libro de Patronio, comenzado quizá dos o tres años antes. Andaba el Príncipe moralista y guerrero en los cincuenta y tres de su edad al acabar su obra maestra, pues él mismo declara había nacido «en Escalona, martes cinco de Mayo, era de mil et CCC et XX años» (1282 de Cristo).

Hijo del Infante Don Manuel y de su segunda mujer Doña Beatriz de Saboya, desde su nacimiento fué Señor de Peñafiel[2] y gozó del singular privilegio de armar caballeros; a los doce años, su primo Sancho IV le manda a Murcia como Adelantado Mayor de la Frontera, y venturoso en las armas, derrota en Vera a los moros; plácele tanto al Rey esta juvenil victoria, que cuando D. Juan descansaba en el invierno en su señorío, va a visitarle, y encontrando desmantelada y pobre la fortaleza, le hace merced de dineros para que pueda reedificar el castillo, que aun hoy señorea el Duratón y el Duero.

[2] La donación de Peñafiel a D. Juan, fué en el mismo año de su nacimiento. En 1318 fundó el Convento de Dominicos donde se enterró. En 1345 reedificó parte de las fortificaciones. Para el estado actual del castillo y del convento, vid. Ortega y Rubio: Los pueblos de la provincia de Valladolid, t. II, páginas 230 y 55; y el Boletín de la Sociedad Castellana de Excursiones, t. I, 1903, páginas 61 y siguientes.

Sería interminable referir por menor la vida de Don Juan Manuel; tres veces casado, suegro de dos reyes, y a nadie fiel por largo tiempo; su política fué un perpetuo cambiar; no hubo disensión en las tristes minoridades del Rey Emplazado y de Alfonso el onceno en que no jugase papel preponderante; su lealtad a la prudente Doña María de Molina, que tanto le encargara Sancho el Bravo en su lecho de muerte, flaqueó más de una vez; y ya se le ve al lado del revoltoso Infante Don Pedro; ya al de Don Juan el Tuerto; ya al del Infante de la Cerda; ya, en fin, se «desnatura» hasta tres veces, y en una llega a hacer alianza con el Rey moro de Granada contra su natural Señor.

No eran los tiempos sazón de leales; y los hijos de los Infantes de Castilla, como decía el Arzobispo de Santiago D. Rodrigo del Padrón, «fuera mejor si fueran mejores, et nunca fallamos que fueran muy buenos»; y D. Juan Manuel en su vida era un hombre de su época, hacía lo que todos; «recelamos—seguía diciéndole el buen Don Rodrigo—que non queredes fincar sólo, et queredes facer como los otros».

En 1335, por la amenaza de la invasión almohade, apacíguanse un tanto las luchas de Castilla, y Don Juan Manuel, reconciliado con Alfonso XI, aprovecha quizá aquel alto en su constante pelear, y recoge en el Libro de Patronio la experiencia que el tráfago de la vida inquieta había sedimentado en su espíritu, y la varia lectura que había sido su consuelo en el chocar de odios, ambiciones e intereses de que era semillero Castilla toda.

Mas pronto se rompe de nuevo la tregua, y Don Juan, solo con sus vasallos, lucha cuatro años contra el Rey; lógrase, por fin, el 10 de Junio de 1340 cumplida paz, la «más honrada que nunca se falla que la hobiese home en España». Como varón de consejo acompaña al Rey a las gloriosas jornadas del Salado y Algeciras, y al fin de sus días aún se oye su voz autorizada en las Cortes de Alcalá, de las que salió el «Ordenamiento»[3]. Era entonces D. Juan tan poderoso, que «podía ir del regno de Navarra hasta el regno de Granada, posando cada noche en villa cercada et castillos suyos». En sus últimos tiempos placíale vivir en Peñafiel, y en los buenos días del otoño bajaría de su castillo, y rodeado de sus deudos y de discretos «fraires predicadores» de su convento, en alguna olmeda de la ribera del Duratón, contaría el anciano, despaciosamente, algún «exemplo», sazonado con avisos y moralidades «de mucha sciencia».

[3] Varón de consejo y de resolución, tal era el común sentir acerca de D. Juan Manuel; muchos años después de su muerte, cuando Don Fernando, Infante de Castilla, después Rey de Aragón, tenía puesto cerco a Antequera, habiendo dudas en los caudillos de si aventurarse o no a tomar una áspera sierra que era de moros, exclamó el Infante: «Por cierto mengua face aquí mi bisabuelo Don Juan Manuel.» Lo cuenta Argote de Molina.

La fecha de su muerte se desconoce, pero hubo de acaecer antes de Agosto de 1349, en que ya se titulaba Señor de Villena su hijo Fernando[4].

[4] Quien desee saber más noticias de la vida del nieto de San Fernando, consulte el t. III de la Historia Crítica de Amador de los Ríos, y no eche en olvido el consejo de Argote: «el lector puede ver la crónica del Rey Don Alonso XI, donde muy particular memoria del se hace». La crónica de Alonso XI en la Biblioteca de Rivadeneyra, t. LXVI. El Señor Jiménez Soler prepara hace años un estudio acerca de D. Juan Manuel.

El alma de D. Juan Manuel, los hechos de su vida, y sobre todo sus obras, nos la muestran tal cual fué, con todos sus defectos—que eran los de su tiempo—, con todas sus excelsas cualidades, a muy pocos discernidas; cómo fué su cuerpo, lo sabemos también; en una oscura capilla de la Claustra de la Catedral de Murcia figuran su retrato y el de su hija la Reina de Castilla Doña Juana, como orantes en un retablo firmado por el pintor modenés del siglo XIV Barnabas de Mutina[5]. Don Juan Manuel, de barba y cabellos canos y luengos, viste túnica de grana, está de hinojos ante Santa Lucía; es éste quizá el primer retrato pintado que de un escritor español se conserva: sus ojos son hermosos y rasgados, fina y larga la nariz; nobles las facciones, que expresan inteligencia, energía y desengaño.

[5] Al lado opuesto, y orante también, una dama coronada, Doña Juana Manuel, hija de Don Juan, y mujer de Enrique II. Creíase en Murcia eran retratos de los Reyes Católicos; al ilustre arqueólogo señor González Simancas se debe la verdadera identificación; el retablo es una obra importantísima firmada en Génova por un pintor modenés llamado Bernabé, que firma varios cuadros de 1367 a 1376; nacido en Módena, pintó allí entre 1364 a 1380, en Génova en 1364, 70, 80 y 83 en Pisa y en el Piamonte. (Vid. Tormo, Cultura Española (1907), VII, pág. 849.) Corrado Ricci (The Burlington Magazine, «Barnaba da Modena», Noviembre de 1913) desconoce la noticia del retablo de Murcia.

Mucho escribió D. Juan Manuel—Historia, Caza, Política, Moral, Teología...—increíble parece hubiera vagar para ello quien hizo reales los versos del Romancero

Mis arreos son las armas,

mi descanso el pelear.

El ambiente de la corte, a pesar del amor a la cultura de Alfonso X y Sancho IV, no era muy propicio al constante cultivo de las letras, y D. Juan Manuel era motejado por los grandes señores de la época, a los cuales contestaba con frase que hoy mismo pudiera repetir: «pienso que es mejor pasar el tiempo en facer libros que en jugar a los dados o facer otras cosas viles».

Tuvo Don Juan Manuel conocimiento de todo el saber de su siglo[6]; mas su inclinación le llevaba a la Historia y a las «historias»; no hubo colección de cuentos cristianos y orientales que no conociese y que en su memoria no dejase profunda huella, y tan bien se fundían en su espíritu las fábulas de lejana estirpe budista, las consejas y leyendas de Occidente y los sucedidos casi contemporáneos, que con razón dijo de él Rosenkranz: «fué el intermediario entre la novelística oriental y la de Occidente». Tan varias son las fuentes de sus cuentos, que, al decir de Menéndez y Pelayo, «parece imposible reunirlas en tan corto espacio», no hay en el Conde Lucanor ningún relato original; como tampoco lo hay en el Decamerón; la grande originalidad está en el estilo. Al fin de cada cuento encontrará el lector algunas notas acerca de su origen y difusión, en las que claramente se verá lo que aquí se advierte; Knust, en su edición, ilustra minuciosamente las fuentes de cada apólogo, pero acaso extrema los detalles y olvida a veces datos que creo de interés anotar.

[6] A mi docto amigo el R. P. Guillermo Vázquez, de la Orden de la Merced, debo la noticia de un maestro de D. Juan Manuel. En el fol. 88 del t. XLIII de la colección Salazar, en la Academia de la Historia, se halla copia de un epitafio del monasterio de la Trinidad, de Toledo; dos partes tiene la inscripción: latina una, en romance la segunda; casi sin sentido la primera; de ella se deduce era el muerto de estirpe «inclita portugalensis»; los renglones castellanos dicen: Finó Martín Fernández Pantoja, ayo de Don Juan, fijo del Infante Don Manuel, a cinco dias de marzo, era de M. CCC XXVII (1289). Tal vez alguno de los cuentos y consejos de Patronio son recuerdo de las lecciones de este hasta hoy desconocido maestro de la niñez de Don Juan Manuel.

La lengua de D. Juan Manuel es la misma de Alfonso el Sabio; lengua pulida y cortesana ya, en medio de su ingenuidad; está libre de todo amaneramiento retórico; fué el primer escritor de nuestra Edad Media que tuvo estilo en prosa, como fué el Arcipreste de Hita el primero que lo tuvo en verso, y se nos muestra como un estilista superior, en frase del señor Menéndez Pidal.

También hizo versos D. Juan Manuel: un libro de Cantares, que se ha perdido, y los que pone al fin de cada ejemplo en el Conde Lucanor, no muy sonoros y numerosos; pero, como advierte Doña María Goyri, «Don Juan no medía los versos, contaba las sílabas, admitiendo siempre el hiato, y únicamente se permitía apocopar algún verbo o elidir algún pronombre».

La sobriedad, el poner las cosas «en las menos palabras que puedan ser» fué su preocupación, como observa D. Ramón Menéndez Pidal.

Lo que más encanta en su estilo es la ingenuidad, nunca candorosa; siempre hay en él unos adarmes de malicia amable, y en muchos cuentos un fondo de humorismo raras veces amargo; se ve siempre al gran señor superior a su tiempo, y para quien las cosas de este mundo no guardan secretos, que con mirada serena, un tanto escéptica, analiza las acciones de los hombres y adoctrina sin empacho de moral acerca del camino que en la vida se ha de seguir; y todo esto con una expresión limpia de groserías y complacencias de bajos gustos; con justeza anota Menéndez y Pelayo que «para no escribir en el siglo XIV como Boccacio o como el Arcipreste de Hita, se necesitaba una exquisita delicadeza de alma, una repugnancia instintiva a todo lo feo y villano, que es condición estética, a la par que ética, de espíritus valientes».

En el Conde Lucanor—dice Azorín—«todo es sencillo, limpio y claro», Don Juan Manuel «lo escribe atentamente con el gesto sereno del Erasmo retratado por Holbein». «Cuando acaba de escribir uno de sus capítulos, se levanta, da unos paseos por la estancia, contempla sus libros, echa un vistazo por la ventana al paisaje. Desde la ventana se descubre el severo y noble campo de Castilla; una serranía azulina con cimas blancas cierra el horizonte; hasta la línea azul se extiende una campiña suavemente ondulada por los oteros y recuestos.»

F. J. Sánchez Cantón.

El conde Lucanor

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