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El martes a primera hora solo quedan algunos forasteros que parecen rastrear los últimos vestigios de unas fiestas que hoy, a juzgar por el aspecto impoluto de las calles y el tráfico silencioso, casi aletargado, se diría que nunca tuvieron lugar. Dedico media mañana en la oficina a revisar la bandeja de entrada. La dueña de una librería de una pequeña ciudad cercana quiere organizar una presentación de Pulpos fuera del agua.

Durante el rompecabezas que supuso armar el circuito promocional de la novela, me las ingenié para evitar esa ciudad, sencillamente porque me parecía fea. Ni siquiera el minúsculo centro histórico, pulcro y elegante, ha conseguido nunca distraerme de la fealdad generalizada que se filtra en mi cuerpo, violando todos mis sentidos y vampirizando mis energías. Siempre he intentado acortar lo máximo posible mis estancias en esa ciudad y siempre he aparcado justo en la puerta de mi destino, aunque eso haya supuesto pagar la zona azul o un parking privado durante muchas horas.

Recordar la feroz intensidad de la luz que inunda la ciudad en cuestión basta para marearme. Es la luz propia de un desierto inhabitado, una luz que cae inclemente tanto en otoño como en primavera, en martes, jueves o domingo, da igual, sobre los balcones con las contraventanas cerradas a cal y canto. Una luz sin variaciones, terca como un piano en el que apretando cualquier tecla sonara siempre la misma nota.

Sé que me tocará acudir a la presentación de la pequeña ciudad desangelada para hacer fotografías y acompañar al autor y, aunque el plan no me apetece en absoluto, respondo al correo de la librera proponiéndole una fecha que Néstor Gallego acaba de confirmarme que le viene «de fábula». También le digo que le enviaré un cartel y que, si le parece, sería buena idea que solicitara a la distribuidora una caja adicional de ejemplares para promocionar el encuentro durante las semanas previas. Dos minutos después, recibo su respuesta. La librera cierra la fecha y puntualiza mi última sugerencia: encargan cajas cada semana, Pulpos fuera del agua se está vendiendo muy bien.

Almuerzo con los editores y les comento el éxito que está cosechando Néstor Gallego en la librería de la pequeña ciudad cercana y fea. El editor número dos disimula su sorpresa, aunque yo he detectado que desde hace tiempo le cuesta luchar contra el desencanto de una nueva frustración editorial que ahora me pregunto si tal vez intuyó desde el principio. A mí me parecía que confiaba de verdad en que la novela de Néstor Gallego batiría récords de ventas: supongo que creía que en el primer mes estaríamos liados con la segunda edición y planificando la tercera. Un pensamiento bastante mágico teniendo en cuenta nuestra condición de editorial independiente y el alcance real de las notas de prensa que me esfuerzo en titular de forma atractiva —sin conseguirlo, la mayoría de las veces—, y que solo parecen tener repercusión cuando Aru Sabal, nuestro excelso poeta contemporáneo, protagoniza la noticia. El editor número uno, sin embargo, parece satisfecho, siempre implacable en su buen humor de catálogo de grandes almacenes. Me dice lo que ya había asumido: tendré que acompañar a Néstor Gallego a la presentación para encargarme de que todo marche correctamente.

—Por cierto, hemos recibido un original que puede ser interesante —añade—. Cuerpos indómitos, se titula. Antes de irte, pásate por mi despacho y te lo llevas a casa para leerlo.

Es una orden, claro: el editor número uno no me pregunta si me apetece, si me importará perder tiempo y energías en una tarea que no me corresponde. Pero sí que me importa, porque leer ese original no va a restarle horas a mi verdadero trabajo ni va añadir a mi cuenta bancaria unas decenas adicionales de euros, pero aun así le digo que claro, que de hecho será mejor que me lo dé en cuanto acabe de comer y así no corro el riesgo de olvidarme de pedírselo.

—Ya podríais ponerme un becario que me ayudara con la prensa —se me ocurre decir mientras saco del táper los últimos macarrones a la carbonara.

Los editores se ríen y no dicen nada, como siempre que les comento el asunto del hipotético becario. En vez de tomarme el café con ellos, me lo llevo a mi escritorio y redacto varias notas de prensa sobre las próximas presentaciones de Aru Sabal. Todas, por suerte, se celebran lejos de aquí, así que no estoy obligada a acudir como figura de apoyo y supervisión. Al cabo de un rato, el editor número uno me deja un fajo de folios debajo del flexo.

—Aquí tienes el original que te comentaba. Y sobre el becario, redáctame un perfil y se lo hago llegar a la facultad de comunicación.

Salgo de la oficina con el original enrollado en la mochila. Al llegar a casa abro un documento en el ordenador y enumero las aptitudes que debe tener la persona que se encargará, por ejemplo, de realizar un seguimiento de los medios que nos piden libros gratis y que luego, una vez recibidos, nunca escriben sobre ellos, o de bucear en páginas de ofertas hasta encontrar las combinaciones más económicas de billetes de tren para que los autores presenten sus libros en la mayor cantidad posible de ciudades al mínimo coste, o de cuadrar los diferentes actos promocionales —festivales, charlas, entregas de premios, etc.— en unas agendas ya colmadas de compromisos familiares y profesionales, porque, a excepción de Aru Sabal, que dejó su trabajo para dedicarse de lleno al oficio de poeta del siglo XXI, ningún autor de nuestro catálogo confía en ganarse la vida escribiendo libros. Determino que el becario debe caracterizarse, entre otras cualidades, por ser alguien «organizado, metódico, con una alta tolerancia a la presión y que disfrute del contacto con la gente». Antes de enviarle el documento al editor número uno, repaso el listado de virtudes. Solamente dejo «organizado y metódico».

Tres lunas llenas

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