Читать книгу Tres lunas llenas - Irene Rodrigo - Страница 16

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Cuando estudiaba piano en casa, mi madre solía sentarse en uno de los dos sillones azules, a metro y medio de mi banqueta, y leía. Le fascinaba la mitología, en especial la clásica: era la única materia que despertaba en ella un verdadero interés. Poco a poco había conformado su propia biblioteca diferenciada de la de mi padre, con sus libros dispuestos en las tres baldas inferiores de la estantería más cercana al piano de pared. En ellas atesoraba obras divulgativas, novelas históricas ambientadas en civilizaciones antiguas y relatos sobre los primeros arqueólogos que se adentraron en las pirámides de Egipto o sobre los estudiosos que descifraron la piedra de Rosetta. Pero, por encima de todo, mi madre sentía devoción por los manuales y los tratados que mi padre manejó en su etapa universitaria. Los había manoseado más que él mismo, y los subrayados eran todos suyos. Mi padre aceptó esa costumbre sin rechistar, pese a que él no había realizado ni una pequeña marca con lápiz en aquellos libros.

Una tarde, yo estaba practicando escalas de espaldas a mi madre. Las notas se mezclaban con el pasar de las páginas de su libro. Estoy casi segura de que era El rey de las hormigas, en una edición rarísima que mi padre le había comprado en una librería de segunda mano. Yo abordaba la escala de mi menor cuando noté un vuelco en el bajo vientre, como si una vasija de barro se hubiese roto dentro de mí, liberando un líquido que de repente mojaba mis bragas. Me levanté como un resorte de la banqueta y miré asustada a mi madre.

—Me ha pasado algo raro —le dije.

Ella despegó la vista del libro, pero no lo cerró. Sus piernas permanecieron cruzadas. Con la mano derecha acentuaba la forma de uno de sus rizos.

—¿Qué? —me preguntó sin que su rostro perdiera un ápice de concentración. Recuerdo haber pensado que, en ese momento, Áyax estaba más cerca de mi madre que yo misma.

—Algo en la tripa. Un calambre, no sé. Voy al baño a ver.

Mi madre murmuró algo así como Ahora me dices y siguió leyendo. En el baño me bajé los pantalones y las bragas. Pegada a ellas había una pasta elástica que formaba un círculo marrón. Con cuidado, introduje un poco de papel higiénico entre las nalgas y luego lo miré, primero asqueada y luego con una mezcla de alivio y preocupación. No estaba manchado: aquello tenía que haberme salido por delante. Llamé a mi madre.

Cuando entró en el cuarto de aseo, yo estaba de cara a la puerta, con las piernas flexionadas y las bragas por debajo de las rodillas. Ella me examinó en silencio desde arriba: de repente me pareció mucho más alta y espigada. Sostenía su libro en la mano derecha. Tardó unos segundos en hablar.

—Te ha bajado la regla. ¿Sabes lo que es?

No lo sabía. Tenía nueve años.

Mi madre se acercó a mí y, desde sus nuevas medidas de gigante, se asomó al círculo marrón que empastaba mis bragas de algodón amarillo. En su rostro no había ninguna emoción: ni alegría, ni asco, solo una cansada impasibilidad.

Rebuscó en un cajón del armario del baño y extrajo un paquetito fino y cuadrado de plástico verde. Yo observaba sus movimientos sin cambiar de posición: bragas bajadas, piernas flexionadas en dirección a la puerta.

Me alargó el paquetito.

—Ábrela y te la pegas en las bragas. Tendrás que cambiártela de vez en cuando. En el armario hay más.

Mi madre seguía en el sillón azul cuando regresé al piano arrastrando los pies y acomodándome las bragas cada dos pasos. Sentía como si un barco navegase a la deriva entre mis piernas.

Continué con la escala de mi menor. La toqué veinte o treinta veces, aumentando la velocidad con cada repetición. Detrás de mí, mi madre pasaba las páginas de El rey de las hormigas.

Tres lunas llenas

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