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LA NOSOGRAFÍA EVOLUTIVA

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En el camino, las exclusiones rígidas y los dogmatismos amenazan con vacilar un poco. Citaremos, particularmente, la pretendida necesidad de una explicación de los trastornos para curarlos, explicación que se encontraría en las manos del terapeuta. Ahora bien, si un niño resuelve sus dificultades sin forzosamente comprender su origen, tampoco es obligatorio que el cuidante haya comprendido todo aquello que ha determinado la constitución de sus trastornos. Tendremos ocasión de volver más adelante sobre este punto fundamental.

Nos limitaremos ahora a la propuesta del diagnóstico.

Todo proceder nosográfico se basa en la descripción de entidades mórbidas que se fijan y se convierten en «estados» patológicos-tipo. El asunto no deja de recordar eso que se denomina «estado adulto», como si constituyera una etapa, un resultado no dinámico. Ser verdaderamente adulto es, por el contrario, poder conciliar en sí mismo las múltiples facetas del niño, del adolescente, del adulto, saber que es loable y no reprensible regresar de vez en cuando (es decir, jugar al retorno en una versión actual) para otras veces llegar a controlarse. Brevemente, ser adulto consiste en enriquecerse con sus posibilidades sin renegar de sus «seres» anteriores.

La psiquiatría infanto-juvenil utiliza las categorías nosográficas, pero en su dominio estas son muy variadas y han sufrido acomodos mucho más considerables que las de la psiquiatría de adultos. Por ejemplo, en menos de un siglo, los mismos niños han sido llamados: débiles mentales, dementes precoces, psicóticos, borderline o disarmónicos.

Sin duda, es capital, en nuestra opinión, distinguir entre lo que pertenece al orden de la psicosis, al orden de la neurosis y al orden de la debilidad. Pero es, con certeza, más provechoso identificar la posición del niño respecto a las categorías de sujeto, de destinador y de objeto. Uno se da cuenta entonces —como demostraremos con los ejemplos clínicos expuestos más adelante— de que el niño puede ocupar sucesivamente posiciones muy diferentes (cuando no simultáneamente). Corresponde al terapeuta, en consecuencia, responder a la posición que considere la menos patológica, es decir, la más dinámica: la veremos particularmente en la historia de Yann. Del mismo modo, un estudio lingüístico riguroso del lenguaje de los niños psicóticos permite poner en evidencia la variabilidad de sus organizaciones.

De esa manera, uno se libera progresivamente de los escritos sobre las clasificaciones totalitarias de todos los estados enfermos, marcados por el espíritu del siglo XIX.

Los acercamientos diacrónicos a la patología infanto-juvenil, a la plasticidad del cuadro clínico, al dinamismo evolutivo de las expresiones sintomáticas —espontáneamente o bajo el efecto de la terapia— demuestran la fuerza inmediata de transformación que actúa en el niño. La variabilidad —para los mismos niños— y las opciones diagnósticas —eventualmente, por los mismos cuidantes de un momento a otro— no reflejan simplemente cambios en las referencias teóricas, sino la plasticidad misma del niño. Dicha plasticidad es tal que nos lleva a pensar que los cambios de organización patológica sobrepasarían el dominio procesal para alcanzar el dominio estructural. ¿Los niños reorganizan a tal punto su economía interna como para modificar su estructura mental? La pregunta merece ser planteada. No es raro, en efecto, constatar que, después de un trabajo de cuidados importante, algunos niños no se presenten más como psicóticos o como neuróticos graves: han accedido a una organización psíquica diferente. Solo persisten algunas cicatrices como tendencias al aislamiento o trastornos de articulación, por ejemplo.

La norma para los niños asistidos en psiquiatría infanto-juvenil es, pues, el cambio: toda descripción fija del mismo cuadro clínico después de un año de cuidados debe revisar completa y profundamente las actitudes terapéuticas.

Así como el niño crece y modifica su cuerpo, las transformaciones de su economía mental son la regla. Por lo demás, es probable que el dinamismo del adulto sea también más importante de lo que se dice; la maldición de la creencia en la cronicidad de los trastornos es un factor de refuerzo de ese inmovilismo.

Ese dinamismo propio de la psiquiatría infanto-juvenil es tal que no puede dejar de plantear la cuestión del origen, de la acción preventiva que evite la organización patológica. Pero lo patológico no es en sí mismo más que una figura de un conjunto: la salud tanto individual como colectiva. La terapia, que el legislador denomina «prevención terciaria», se integra en el proyecto de «salud mental» para toda una población. Porque la acción cuidante es un medio al servicio de la salud, pero no el único.

El intersector es solicitado para acciones de prevención que, o bien conciernen a individuos atendidos en directo, o a aquellos en terapia mediatizada.

Algunos servicios sacrifican mucho en esa tarea por atender, ya sea a la formación de nodrizas, o a trabajos psicosociológicos con juegos de roles sobre la relación de los sectores sociales con la decisión, con el dinero, o a un estudio comparativo del espacio de las guarderías infantiles. Otros no se dedican a sus tareas sino excepcionalmente. Eso no tiene ninguna importancia: basta con que un solo cuidante haya participado una sola vez en una reunión de padres de alumnos sobre un tema determinado para que toda acción terapéutica quede incluida en un plan más amplio referido al bienestar del niño y del conjunto social.

Ese trabajo, en los límites, es el resultado lógico de la relativización topográfica a la que ha procedido el equipo sectorial.

Psiquiatría de la elipse

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