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PRESENCIA, IDENTIDAD, AFECTIVIDAD

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La primera es la de la presencia: todo el dispositivo está referido a la actualidad, es decir, literalmente, al acto en cuanto acto presente al que lo realiza, al que lo observa o lo sufre. Antes incluso de ser comprendido o interpretado por el sujeto del discurso, el acto afecta su campo de presencia: lo va a ampliar o a reducir, lo va a abrir o a cerrar, va a suscitar en él una aparición o a provocar una desaparición; en otros términos, antes de comprender o de interpretar el acto como una transformación, el sujeto del discurso siente su eficiencia, percibe una modificación del flujo de sus sensaciones y de sus impresiones; en suma, una modulación de la presencia. Tiene de algún modo la experiencia del acontecimiento en cuanto tal antes de captar su sentido.

Bajo el punto de vista del análisis narrativo del enunciado, el punto de referencia de una transformación es siempre la situación final, a partir de la cual podrá ser apreciado el cambio realizado, el camino recorrido desde la situación inicial. Bajo el punto de vista del análisis del discurso en acto, el punto de referencia del cambio operado será siempre la posición de la instancia de discurso, puesto que todo se organiza a partir de ella; no existe acto de enunciación sin toma de posición de la instancia de discurso. Podríamos decir, para aclarar este punto, que, en el primer caso, la acción es tratada como una transformación, y, en el segundo, como un acontecimiento; la transformación y el acontecimiento no se pueden superponer puesto que no tienen la misma instancia de referencia. La transformación se caracteriza por el resultado al que llega; el acontecimiento será apreciado gracias al efecto que produce en el observador y por la manera como surge en su campo de presencia.

A partir de esa posición de referencia, el campo de presencia se despliega en profundidad (espacial y temporal) hasta sus horizontes. Entre el centro y los horizontes, se ejercen las percepciones y las impresiones del sujeto, las cuales varían a la vez en intensidad y según la distancia y la cantidad de las figuras percibidas; en pocas palabras: en intensidad y en extensión. La cuestión del punto de vista, por ejemplo, podrá ser reexaminada desde esta perspectiva: las impresiones y las percepciones se organizan en el campo sensible, y de sus ajustes progresivos entre intensidad y extensión emerge su significación para el sujeto.

Los contenidos manipulados en el discurso no obedecen solo a relaciones lógicas de contrariedad y de contradicción entre sí, sino que adquirirán un grado de presencia más o menos fuerte en relación con la instancia de discurso. Se podrá hablar entonces de la intensidad y de la extensión de esa presencia, y también de manera más general, del modo de existencia (potencial, virtual, actual, real) de esos contenidos para el sujeto, que es el centro del discurso, y al cual le proporcionan un “sentimiento de existencia” más o menos fuerte, más o menos nítido.

El grado de presencia de las figuras en relación con la instancia de discurso depende en primer lugar de la dimensión retórica: en efecto, en cada figura —metáfora, ironía, metonimia o cualquier otra— se hallan en concurrencia dos contenidos por lo menos —dos versiones de un mismo hecho, dos enunciados contradictorios o dos universos semánticos—, y su coexistencia en un mismo lugar del discurso solo es posible si, para la instancia de discurso, no tienen el mismo modo de existencia.

Tomando posición frente a esas figuras o interpretaciones superpuestas, la instancia de discurso precisa aquellas a las que otorga el grado de presencia más fuerte o que le proporcionan el “sentimiento de existencia” más vivo. Puede también, como veremos, hacer variar ese grado de presencia asumiendo con mayor o menor fuerza tal o cual estrato de significación.

La segunda problemática es la de la identidad. En la perspectiva del discurso enunciado, la identidad de los actantes está definida por la acumulación progresiva de roles y de rasgos que les son atribuidos a lo largo del discurso; está completa, definitiva y reconocible solamente al final del recorrido o, eventualmente, cuando ha llegado a un tal grado de repetición que ya es posible concluir que está definitivamente estabilizada. En cambio, en la perspectiva del discurso en acto, lo que es pertinente es la identidad en construcción, es decir, tal como se la representa aquel cuya identidad está en cuestión. Es muy claro que el sujeto concernido no puede esperar el final de su recorrido (en último término, el fin de su vida) para asumir su identidad: debe hacerlo “en movimiento”, mientras que su identidad se encuentra “en devenir”, mientras que está incluso, a cada momento, en trance de ser otro. Hablaremos entonces de búsqueda de identidad, de identidad “en la mira”, y hasta de proyecto de vida.

En esa perspectiva, el estatuto del “personaje” narrativo cambia, puesto que no es solo ya el soporte de roles sucesivos, calculables a partir de un esquema narrativo acabado, sino también el vector de una identidad en construcción, que se nutre del cambio mismo. Al mismo tiempo, el interés del análisis narrativo se desplaza, ya que no se ocupa por entero en las pérdidas y en las ganancias pragmáticas, cognitivas o simbólicas, obtenidas por los actores del relato, sino que se interesa también y principalmente por la búsqueda de identidad de los “personajes”. Además, como esa perspectiva tiene por punto de referencia la instancia de discurso, es, directa o indirectamente, la instancia de discurso —enunciador y enunciatario confundidos— la que está en juego. De ese modo, aparecen en el horizonte las preocupaciones de una pragmática del texto literario, así como las de la estilística, pues el estilo es uno de los modos de expresión de esa identidad.

La tercera problemática —y la última que evocaremos aquí— es la de la afectividad: pasiones, emociones, sentimientos. Desde el punto de vista del discurso enunciado, de la significación acabada, la afectividad no era ciertamente inaccesible: dependía entonces de los contenidos modales (querer, saber, poder, etcétera) depositados en la identidad de los sujetos por los roles que habían asumido; de ese modo, se podía hacer una descripción modal de las pasiones y de los sentimientos. Pero faltaba siempre la actualidad de la emoción, el temblor somático del afecto, el compromiso presente del sujeto en el “arrebato” pasional.

En cambio, desde el punto de vista del discurso en acto, puesto que todo se organiza en torno a la posición de un cuerpo, centro de referencia, toda modulación que ocurre en el campo de presencia de ese cuerpo es sentida por él. Y, por consiguiente, nada sucede en ese campo que no sea, más o menos intrínsecamente emocional, afectivo o pasional. Podemos imaginar fácilmente, por ejemplo, las complicaciones metodológicas que hacía falta elaborar para dar cuenta del efecto afectivo creado por una separación planteada en términos lógicos (la disjunción entre dos actantes abstractos, un sujeto y un objeto); en cambio, intuitivamente se comprende que el paso que hay que dar es mínimo si esa misma separación es formulada en términos de ausencia, pues la ausencia, por definición, se siente siempre, es siempre apreciada en la perspectiva de la instancia de discurso; podríamos decir que la ausencia es a la disjunción lo que el acontecimiento es a la transformación.

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