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Hacia las dos de la tarde estaba de nuevo en comisaría y me encontré a Remy aparcada en una silla en la sala habilitada como comedor con una ensalada y su iPad.

—¿Qué hay de nuevo? —pregunté.

—Ha llegado el análisis toxicológico —dijo—. No había ninguna sustancia ilegal en el organismo de Fultz.

—¿Te has encargado de la notificación?

Remy asintió.

—El hijo de Ennis Fultz, Cameron. Acababa de volver de vacaciones. Me lo he encontrado cuando llegaba al sendero de acceso desde el aeropuerto. El tipo se ha venido abajo. Se ha echado a llorar.

—Dios —comenté—. ¿De dónde venía?

—De Jacksonville —repuso Remy—. Buen tío. Treinta y tantos. Atlético. —Consultó el iPad—. Pasó los últimos cuatro días en el Sawgrass Marriott con su novia.

—¿Cuándo vio Cameron a su padre por última vez?

—El viernes hará dos semanas. Dijo que el viejo tenía EPOC, enfermedad pulmonar obstructiva crónica.

Eso explicaba el inhalador de medicamento. Y la bombona de oxígeno.

—Por lo visto el viejo usaba oxígeno para dormir un par de días a la semana —dijo Remy—. También después de sus paseos diarios por el cañón.

—¿Qué decía el hijo sobre su madre?

—Fultz y su ex se separaron hace un par de años. —Remy consultó las notas—. No se dirigían la palabra. El término que utilizó fue «amargo».

Me acordé del condón en la papelera.

—¿Novia?

—Cameron no tenía ni idea de que su padre se estuviera viendo con alguien —respondió Remy—. Y Sarah no sabrá la causa de la muerte hasta última hora de hoy.

Asentí, haciéndome a la idea.

Podíamos hacer hincapié en el asunto del sexo con la familia. Averiguar quién podía haber estado en la casa. Aunque, por otro lado, si Fultz había fallecido por causas naturales, teníamos que andarnos con cuidado de no ensuciar su buen nombre a los ojos del jefe y sus colegas del ayuntamiento.

—Investigaré con discreción a la exmujer —dije—. Podemos llevar a cabo indagaciones básicas sin orden judicial. Si Sarah descubre que murió por causas naturales, me parece que aquí no hay mucho más que hacer, compañera.

Remy se levantó y tiró a la basura el resto de la ensalada de pollo.

—¿Y yo?

—Confirma la coartada del hijo. Su paradero desde el domingo. Un perfil financiero básico.

Volví a mi despacho y abrí el navegador de internet.

Connie Fultz era una mujer fácil de rastrear, y casi siempre salía con vestido de noche. Había galas relacionadas con la Universidad de Athens. Funciones benéficas con el alcalde y el antiguo jefe de policía Miles Dooger.

Era alta y llevaba el pelo castaño recogido encima de la coronilla, lo que hacía destacar en torno a su cuello joyas de esas que te dejaban con cuatro o cinco cifras menos.

Y, en la mitad de las fotografías, Ennis Fultz estaba a su lado. Eché un vistazo a citas destacadas de Ennis y Connie y me dio la impresión de que la misión de Connie era la filantropía, y Ennis la complacía, al menos en esos actos.

Pensé en el allanamiento, si es que lo hubo, y la costumbre de Fultz de esconder dinero en metálico. La zona junto al cañón estaba desierta. ¿Cómo iba a saber nadie cómo llegar allí en coche, ya para empezar?

Busqué un mapa online y empecé a explorar a golpe de ratón hacia el este y el oeste de la propiedad.

A eso de ochocientos metros, vi una gasolinera Valero. Me acerqué a la mesa de Remy y le indiqué que buscara el mismo lugar.

—Si alguien entró por la fuerza en casa de Fultz —señalé—, lo más probable es que pasara por delante de esta gasolinera, ¿no?

—Si venía de la ciudad, sí —contestó Remy—. ¿Crees que en Valero tienen cámaras de vigilancia?

—Ha pasado un día entero —dije—. Si las tienen, es posible que no tarden en borrarlas.

Remy abrió el cajón de la mesa donde guardaba el arma. Sacó la Glock y luego salimos para coger el coche.

—Entonces, ¿el hijo parecía limpio? —indagué.

Remy asintió y me explicó que había comprobado por medio de varias llamadas la coartada de Cameron Fultz.

—Él y su novia, Suzanne, fueron a restaurantes en Ponte Vedra. El spa. Él jugó al golf todas las mañanas en un grupo de cuatro personas, incluido el lunes a las once y media durante el momento de la muerte.

Remy pisó a fondo el acelerador del Alfa, y oí esa especie de gorgoteo gutural procedente del tubo de escape.

—¿Cómo se gana la vida?

—Trabaja para una empresa maderera. Es algún tipo de asesor. Vive en el norte de la ciudad en una casa antigua. Gana mucho y se gasta la mayor parte. Todavía está pagando la hipoteca que pidió para la reforma de la casa. Nada especial.

Media hora después estábamos sentados en una minúscula oficina trasera con la encargada de la gasolinera.

Tamara Bradley era alta, con la piel oscura y cuentas verdes y amarillas trenzadas en el pelo. Localizó la cinta del lunes por la mañana y nos dejó a solas para que viéramos las imágenes.

Cuando llevábamos unos diez minutos, le indiqué a Remy que pulsara el botón de pausa. No había sonido, solo la imagen de una morena de pie en el surtidor número cuatro, llenando el depósito de un BMW Serie 7 blanco.

Connie Fultz.

Tenía cincuenta y un años según nuestros archivos, pero por la figura y el aspecto parecía más joven. Incluso en blanco y negro, se apreciaba el brillo de su Rolex.

El código horario mostraba las 10:18 a. m., el comienzo de la franja que había señalado Sarah como hora de la muerte.

—Bueno, no se lo digas al hijo —advertí—. Pero creo que acabamos de descubrir quién es la chica habitual de Fultz.

Remy manipuló el software hasta que obtuvo una perspectiva diferente.

Connie se montaba en el coche y se marchaba en dirección al domicilio de Ennis Fultz a las 10:19 a. m. del lunes, el día de la muerte de Fultz.

La encargada volvió a la oficina.

—Si quieren, puedo grabárselo en un DVD —se ofreció—. Lo hacemos a menudo para el seguro. La gente se larga sin haber sacado la manguera del depósito.

—Gracias —dije.

Nos dio el DVD y Remy bromeó con que ahora solo teníamos que encontrar un ordenador que aún tuviera unidad de DVD para verlo.

Cuando salíamos, me volví hacia mi compañera y señalé hacia la dirección que había tomado Connie Fultz.

—¿Qué más hay por ahí, Rem? —indagué.

—Aparte de la casa de su exmarido. —Remy aleteó las pestañas—. Nada a lo que no se llegue más rápido por la autopista. El problema es que eso no basta para detener a la exmujer. Sobre todo, teniendo en cuenta los contactos de esta gente.

—¿Quién ha dicho nada de detenerla? —repuse—. Su exmarido ha muerto. Considéralo la segunda notificación.

La maldad de los hombres buenos buenos

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