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Mientras Remy se ponía en contacto con la familia de Fultz para la notificación, yo conduje al centro de la ciudad y me orienté hasta la primera planta del edificio del Tribunal Penal Lee F. Skirter.

El año después de perder a mi familia, me hundí en lo más profundo de un pantano.

Cuando intentaba abrirme paso entre el fango, me topé con el caso más importante de mi carrera. Y como parte de aquello, maté a un hombre llamado Donnie Meadows.

Hoy su hermana había venido al Tribunal Penal para averiguar cuánto pagaría la ciudad por mis fechorías.

Me senté junto a Liz Yugel, la fiscal del distrito de Mason Falls, en una sala de reuniones revestida de paneles de madera. Yugel tenía treinta y tantos años y su vestido azul de corte conservador habría sido más apropiado para una entrevista.

Frente a nosotros había sentadas dos mujeres.

—Inspector Marsh. —La mayor de ellas sonrió—. Es un placer contar con su compañía otra vez.

A Catherine Flannery se la conocía en su vida profesional como Cat la Tigresa. El apodo era una de esas trivialidades que me había confiado Liz Yugel sobre la abogada de cincuenta y cinco años, junto con un consejo que repitió en múltiples ocasiones la víspera por la noche. «Se trata de una reunión para llegar a un acuerdo, P. T. Sé amable. Muéstrate razonable. No le digas nada a Cat».

El caso contra el cuerpo de policía era por uso de fuerza excesiva.

La policía de Mason Falls tenía un reglamento escrito sobre cómo detener a un sospechoso. Lo que no dejaba claro el reglamento era qué hacer si el sospechoso medía dos quince, pesaba cerca de 140 kilos y estaba sujetándole la cabeza al poli debajo del agua durante largos intervalos.

La mujer sentada junto a Cat Flannery era Tusila Meadows, la hermana del muerto.

Con sus uno ochenta y ocho y más de ciento treinta kilos, Tusila era el miembro más pequeño de la familia Meadows que había conocido. Y había conocido a unos cuantos.

La fiscal Yugel fue directa al grano.

—El juez Crocket nos pidió que viniéramos aquí y presentáramos nuestra mejor propuesta preliminar.

Deslizó una carpeta llena de documentación sobre la mesa.

—Tengo una oferta vinculante por ciento cincuenta mil dólares. También he incluido pruebas policiales que relacionan a Donnie Meadows con dos cargos de rapto, un cargo de asesinato y tres más de homicidio en grado de tentativa.

Cat la Tigresa ni siquiera miró la carpeta.

—¿Saben lo que me encanta de ejercer la abogacía? —dijo—. Cuando se ejerce la abogacía y se gana, se gana. Y cuando se ejerce y se pierde, se pierde.

Cat sacó la carta con la oferta, pero nos devolvió el resto de los documentos.

—Pero cuando un poli se las da de verdugo, no tenemos ocasión de ir ante el tribunal para ver si Donnie era, en efecto, culpable.

Erguí el espinazo en la silla.

Donnie Meadows era culpable. Lo teníamos bien pillado en al menos tres de los cinco cargos, incluidos un asesinato y dos homicidios en grado de tentativa.

Tusila cogió un bolígrafo de la mesa. Llevaba un vestido púrpura con diminutas flores de lis. Cuando pasaba a la segunda página, la fiscal Yugel sacó unos documentos de su carpeta.

—También esperamos que la señora Meadows firme un acuerdo estándar de confidencialidad —dijo Yugel.

Tusila dejó el bolígrafo. Tenía la cara cuadrada y la mandíbula de una yegua.

—¿Qué quiere decir eso? —le preguntó a su abogada—. ¿No se lo puedo contar a mis amigos? ¿A los que saben por lo que he pasado?

—La ciudad no quiere que el público sepa lo que paga para llegar a acuerdos —explicó Cat.

Tusila vaciló, sosteniéndome la mirada.

—Entonces, quiero una disculpa.

—¿Por escrito? —preguntó la fiscal—. No podemos dejar nada por escrito, señora Meadows.

—No estoy hablando de uno de sus papeles. —Tusila fulminó con la mirada a Yugel—. Quiero una puñetera disculpa de él.

Noté que me sonrojaba y apreté el puño debajo de la mesa.

«Una formalidad».

Así se había referido la fiscal a esta reunión. Porque Cat Flannery ya había recibido un correo con esta oferta de acuerdo. Se lo había transmitido a su cliente, que había accedido anoche.

La fiscal Yugel parpadeó.

—¿No va a firmar el documento?

—No lo sé —repuso Tusila—. Ahora tengo que pensármelo.

La fiscal me miró.

Yugel representaba a la fiscalía. Su trabajo no consistía en defender a los polis. Pero el alcalde Stems sabía que estaba familiarizada con el caso, así que le había pedido que solucionara el asunto enseguida. La otra opción pasaba por contratar asesoría jurídica independiente a 350 dólares la hora por letrado.

Cat la Tigresa sonrió, regodeándose en el caos.

—Debe de ser una juerga estar casado con usted, inspector —dijo—, si se muestra tan reacio a decir «Lo siento» cuando solo estamos los cuatro en una sala vacía.

Tusila se removió en el asiento. Al igual que otros miembros de su familia, era una mezcla de samoana y alemana.

—Creo que a mis primos también les gustaría oír cómo se disculpa.

Cat no apartó la mirada de mí.

—Acabo de recordar que ya no está casado, inspector —dijo—. Por eso se puso tan furioso, ¿verdad? Vio a la joven negra con la que estaba Donnie como remedo de su esposa muerta, ¿no? Y perdió los estribos. Dejó de tener presentes cosas como el procedimiento reglamentario. O las pruebas.

Se me formó una gota de sudor en la nuca.

En tanto que inspector, uno conoce a las víctimas en el peor día de sus vidas. Y atrapa a sospechosos que son lo peor que puede ofrecer la sociedad. Y eso es el día a día, ¿está claro? De la mañana a la noche. Una y otra vez.

Pero de vez en cuando, un caso es más que eso. De vez en cuando, uno se ve cara a cara con el auténtico mal.

—Entiendo la importancia de alcanzar una resolución, señora Meadows —dije—. Y su hermano se mezcló con gente muy mala.

—Eso es lo que digo yo. —Tusila levantó las manos.

Por el rabillo del ojo vi que la fiscal Yugel asentía.

«Dilo», imploraba su lenguaje corporal. «Discúlpate».

—Pero hay una pareja que se ha quedado sin su hijo de quince años porque su hermano lo asesinó —continué—. Y eso fue antes de meterle un balazo en el brazo a mi compañera. Y de intentar ahogarme.

Miré a Tusila a los ojos.

—Así que ni de coña pienso decirle que lo siento. Aquí. Hoy. Ante un tribunal. Nunca. Ese dinero es lo mejor que va sacar de esto.

La sala quedó en silencio un momento y Cat se volvió hacia su cliente.

—Ya le dije lo que pasaría si intentaba obtener una simple disculpa, ¿verdad?

La abogada apartó los documentos que tenía delante.

—Solo voy a hacer esta oferta una vez, Liz. Que sean dos de los grandes, y recomendaré a la señora Meadows que firme los documentos ahora mismo.

—Ya sabe que no estoy autorizada a hacer eso —dijo Liz Yugel.

Cat se volvió hacia su cliente.

—¿Nos vamos?

Tusila Meadows se puso en pie sin firmar los documentos. Y entonces recordé algo. La demanda se había presentado contra el cuerpo de policía, pero la fiscal me había dicho que, si no se llegaba a un acuerdo enseguida, yo sería el siguiente. Me vería implicado a título personal en una demanda civil.

Tusila me fulminó con la mirada y por un breve instante entreví cómo podía hacer que todo se esfumara. Podía soltar un puñado de palabras y ella volvería a sentarse, cogería el bolígrafo y firmaría.

Pero al fin y al cabo..., uno es quien es.

—Pues venga —dije—. Si no va a firmar, ¿qué hacen aquí todavía?

Y Tusila y Cat abandonaron la sala.

La maldad de los hombres buenos buenos

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