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Delante de la ventana de mi despacho, el sol se descolgó del cielo y las siluetas de las plataneras se desplazaban en la penumbra.

Remy localizó un número de teléfono de Travis Thorpe, el hombre que había dejado seis sacos de semillas de hierba maratón en las escaleras de atrás de Ennis Fultz. Thorpe nos dijo que había hablado con Ennis en persona hacia las cuatro y media o cinco del domingo. Fue la víspera del día que murió Fultz, y señalamos la visita como el primer momento que considerábamos corroborado en nuestra cronología del caso.

—¿Y le dio la impresión de que estaba bien? —le preguntó Remy a Thorpe por el altavoz.

—Le chirriaban un poco las articulaciones al moverse, pero nada del otro mundo en un tipo de su edad.

Le dimos las gracias a Thorpe y colgamos.

Remy trajo la pizarra portátil grande de la sala de reuniones a mi despacho. Luego, durante las cuatro horas siguientes, ella se dedicó a pausar el DVD de la gasolinera Valero y yo a anotar los modelos, marcas y matrículas de todos y cada uno de los vehículos que pasaban por la estación de servicio.

Cuando acabamos, me quedé mirando la pizarra.

—Dieciocho coches y dos camionetas de trabajo. —No era una lista de una longitud imposible.

Nos centramos primero en los vehículos que pasaron por delante de Valero entre las diez de la mañana y las dos de la tarde del lunes, la franja horaria exacta que Sarah había estimado como la hora de la muerte de Ennis Fultz.

Vimos cómo el BMW de Connie Fultz se dirigía hacia el sur en dirección a la interestatal, lo que determinaba que abandonó la casa a las 11:08.

—Si hemos de creer su versión —observó Remy—, estuvo con Ennis algo menos de una hora.

Remy ralentizó el DVD cuando la grabación indicaba las 11:45 a. m.

Un sedán negro pasó embalado por delante de la gasolinera hacia el este en dirección a la casa de Fultz, cruzando el semáforo en verde junto a Valero a toda velocidad. Uno de cada tres coches y un camión los habíamos anotado como «varios» porque no atinábamos a ver la matrícula.

—Creo que este —mi compañera señaló el sedán oscuro y pasó rápido la grabación hasta una hora posterior— es el mismo que este que vuelve en sentido contrario a las doce cuarenta.

Remy giró la pantalla del portátil para que la viera yo, y me quedé mirando esta hora posterior.

Una mujer se detenía en la gasolinera Valero, pero no llenaba el depósito. Se apeaba y empezaba a sacar cosas del asiento trasero. Papeles. Envases de comida rápida. Lo tiraba todo en un cubo de basura entre los surtidores. Luego iba al otro lado del coche y seguía haciendo lo mismo, llenando a rebosar las dos papeleras entre los surtidores.

La mujer había aparcado en una zona que no se veía muy bien desde la cámara. A juzgar por la altura del coche, era menuda. Llevaba un top corto y falda negra.

—¿Es blanca? —pregunté, escudriñando el vídeo en blanco y negro.

—Asiática, me parece —repuso Remy.

La mujer se acercaba al surtidor y tecleaba algo. Luego se llevaba un papel al coche y conducía hasta la parte trasera de la estación de servicio.

—¿Qué coño hace? —dije, más para mí mismo que para mi compañera.

Remy tomó una imagen de una perspectiva particular del coche. Abrió esa imagen captada en Photoshop y luego hizo zoom sobre un extremo de la matrícula de la mujer.

—B, Z, T, Ocho —dijo Remy—. El comienzo de la matrícula. Parece un Honda.

Mi compañera fue un momento abajo para que los chicos de guardia en el turno de noche introdujeran la matrícula en la base de datos.

En su ausencia, descolgué el auricular y llamé a la gasolinera Valero. Contestó la misma encargada que nos había ayudado.

—Tamara, ¿qué hay detrás de la gasolinera?

—¿Qué quiere decir?

—¿Hay un surtidor? ¿Agua?

—Tenemos un túnel de lavado automático.

—¿Se puede comprar el tique para lavar el coche en el surtidor sin poner gasolina?

—Desde luego.

—¿Y la basura del lunes? —indagué—. ¿Todavía la tenéis?

—Desapareció igual que el agua —respondió Tamara—. La han recogido esta mañana.

Le di las gracias y colgué, mirando el vídeo en pausa.

Regresó Remy.

—El Honda es propiedad de Importación de Automóviles Falls —me informó mi compañera.

Ya conocía ese nombre. Un concesionario de coches de segunda mano en el centro.

—Un Civic de 2008 —continuó Remy—. Y quédate con esto...

—El coche les llegó ayer mismo.

Mi compañera meneó la cabeza.

—Detesto que hagas eso.

—Limpió el coche. Lo lavó y luego lo vendió. ¿Has comprobado de quién era propiedad la víspera?

—Suzy Kang —dijo Remy—. Treinta y dos años. Uno sesenta y uno. Cincuenta kilos. En Dirección de Tráfico figura como asiática o isleña del Pacífico.

Escudriñé la imagen.

—Entonces, igual la señorita Kang fue a casa de Ennis —teorizó Remy—. Lo envenenó después de acostarse con él. Lo limpió. Luego fue a la gasolinera Valero. Sacó del coche toda la mierda que llevaba. Y vendió la tartana. ¿En qué lugar la deja? ¿Es una profesional?

Me quedé mirando a la mujer de falda corta. Incluido el tiempo al volante, había estado en la casa menos de una hora. Lo que no le dejaba mucho tiempo para cavar en el jardín en busca de dinero.

Reflexioné sobre lo que había dicho Connie Fultz sobre las propensiones de su marido en cuestión de mujeres.

—¿Tiene antecedentes?

—Algo confidencial de cuando era menor —contestó mi compañera—. Nada de adulta.

Ipsy había dicho que se encontraba un condón en la basura todos los martes.

—Quizá fuera la chica habitual de Fultz —afirmé—. Igual la visita inesperada esa mañana fue la exmujer.

Me levanté y miré el móvil. La fecha y la hora destellaban en blanco: «8 de mayo, 12:46 a. m.». No teníamos pruebas suficientes para pedir una orden de registro del domicilio de Suzy Kang. Ahora, como mucho, era una persona de interés.

—Me cuesta tener los ojos abiertos, y tengo que ir al juzgado por la mañana —dije—. ¿Por qué no vas mañana a primera hora a intentar echarles un vistazo a sus antecedentes juveniles?

Remy buscó mi mirada.

—¿Oficialmente?

—Extraoficialmente —repuse—. Seguro que alguien de Archivos nos debe un favor. Podemos quedar aquí hacia las diez.

Llegué a casa en quince minutos. El Acura de Sarah seguía en el sendero de acceso y la casa estaba a oscuras. Ya estaba dormida.

Al cruzar la calle, las luces de un coche casi me cegaron. Tenían la forma rectangular de los faros de un Mustang de mediados de la década de 2000, con las largas puestas.

—Joder, tío —dije, a la vez que hacía visera con la mano para bloquear la luz. No me pareció que fuera el coche de ningún vecino.

El conductor viró en redondo y se largó.

Dentro, mi casa estaba en silencio. Cogí la correa de Purvis, y mi bulldog de ocho años oyó el ruido y salió al trote a la entrada.

En vez de sacarlo a pasear, lo monté en la camioneta y conduje unos diez minutos, aminorando al llegar al puente de la I-32, a la orilla del río Tullumy.

Para los observadores, Purvis no es más que un bulldog blanco y pardo al que no le encaja la dentadura inferior. Pero para mí es más que eso. Cuando se me va la pinza, como me ocurrió el año pasado, Purvis me habla, en algo que se parece a mi idioma, una voz que suena como la mía, solo que más saludable, con la suficiente cordura adicional para permitirme seguir con vida los días malos.

Me apeé de la camioneta y me subí al pretil de modo que mis piernas quedaran colgando por el lateral del puente. Luego me puse a Purvis en el regazo.

El aire nocturno era fresco y empujaba corriente abajo el aroma a limón de las magnolias virginianas desde alguna ribera donde fueron plantadas hace un siglo.

Mi vínculo con el agua de este río era eterno. Cuando tenía seis años y aún no había aprendido a nadar, un amigo me retó a llegar hasta una roca. Resbalé con unas algas y me caí, pero de milagro conseguí aferrarme a un tablón de contrachapado que pasaba flotando.

«Serendipia», lo llamó mi madre. El río me dio la vida.

Treinta años después, el Jeep de mi esposa Lena cayó al Tullumy, y ella y Jonas no volvieron a respirar.

Abrí el billetero donde tenía una foto de mi hijo sentado en el regazo de mi mujer en los peldaños de entrada a nuestra casa. Jonas tenía un precioso tono de piel meloso y un peinado a lo afro rojizo que era una mezcla del desaliño de mis ondas castañas y los hermosos rizos negros de su madre.

Guardé la foto.

—Feliz cumpleaños, Lena —dije.

Me bajé del pretil y volví a la camioneta.

De camino a casa, llamé a Marvin, el padre de mi esposa fallecida, que acostumbraba a acostarse tarde y había estado llamándome.

Saltó el buzón de voz, que era mi propia voz hablándome, porque le había configurado el iPhone el año pasado.

—Marvin —dije—. He recibido tu mensaje, pero no he entendido lo que decías. Llámame.

En casa, aparqué en la plaza libre donde antes estaba el Mustang.

Una vez dentro, fui a la cocina y me quedé mirando por la ventana. Había unos cuantos pinos ellioti plantados en el jardín lateral del vecino, pero en la oscuridad, no eran más que formas verticales, casi invisibles, líneas ocres en contraste con la negrura de la noche.

Una amiga de Sarah había dejado una botella de ron de caña en el armario de la cocina, y me serví un dedo para calmar los nervios.

Mientras contemplaba el ron, entró en la habitación Purvis. Le colgaba de la boca un hilillo de baba casi hasta el suelo.

«¿En serio?», rezongó mi perro. «¿Vamos a empezar otra vez con eso?».

¿Veis?, ya he dicho que me habla.

Tiré el dedo de ron fregadero abajo, cogí a Purvis y fuimos al cuarto de Jonas.

Me tapé la cabeza con el viejo edredón de mi hijo y acabé por dormirme.

La maldad de los hombres buenos buenos

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