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Diez minutos después, Remy y yo estábamos en mi camioneta y nos dirigíamos al domicilio de Fultz.

Como policías, tenemos el deber de proteger todas las pruebas clave. A la cabeza de esa lista figura cualquier arma usada para cometer un homicidio.

Si la bombona de oxígeno había sido manipulada —si habían rellenado el tanque de nitrógeno para que Fultz lo inhalara—, teníamos que llevar ese depósito a nuestro laboratorio.

Abandoné la 906 y fui a menos velocidad esta vez hacia la casa de Fultz, contemplando la franja de tierra entre la autopista y la Valero. Un proyecto maderero había dejado la zona sin árboles, y la llamada hierba de la moneda crecía en horizontal desplazándose por entre la maleza sin llegar a levantar mucho del suelo igual que una serpiente mocasín de agua.

Llegamos al camino de grava que subía hasta la casa de Fultz. Rasgué el precinto de la policía en la puerta principal y subí a la planta superior.

El depósito metálico era más grande de lo que había pensado, y envolvimos ambos extremos de la bombona en enormes bolsas de plástico trasparente para no dejar ninguna huella.

Cuando Remy la levantaba, miré por una ventana lateral. El sol estaba a punto de ponerse, y había aparcado un vehículo todoterreno de tres ruedas justo al este de la casa.

—¿Quién coño es esa? —preguntó Remy.

En el sillín del todoterreno había una niña con vestido de verano. Debía de tener ocho o nueve años, con pelo moreno hasta los hombros.

—Seguramente la familia que vive en la propiedad —dije. Aún teníamos que investigar a la pareja sobre la que nos había hablado Ipsy.

Bajamos las escaleras y cargamos la bombona en la cabina de la camioneta antes de rodear el lateral de la casa.

Cuando nos acercábamos, la niña levantó la vista, y nos identificamos como policías. Tenía un aspecto llamativo debido a la mezcla étnica, mitad blanca y mitad hispana o tal vez india americana.

—¿Cómo te llamas, cielo? —preguntó Remy.

—Alita. —La niña desplazó la mirada hacia el arma de fuego que mi compañera llevaba al cinto—. ¿Es una pistola?

—Sí —respondió Remy.

Miré a mi alrededor. «¿Está aquí sola?».

—¿Le ha disparado a alguien? —preguntó Alita.

Interrumpí sus preguntas:

—¿Están tus padres por aquí?

—¡Papá! —gritó en una voz que se habría oído a trescientos metros.

Un hombre apareció por entre un seto de árbol de la vida verde ocre. Llevaba una camisa de franela roja y blanca, y tenía una podadera sin cable en la mano, de esas con dientes para esculpir arbustos.

El hombre se bajó los auriculares al cuello y se presentó como Bill Lyman.

—Ipsy mencionó que viven en la finca —dijo Remy—. ¿Es su hija?

—Sí, señora —contestó el hombre. Era un treintañero blanco con desaliñada barba castaña. Parecía uno de esos tipos que saben cambiar el aceite del coche sin ayuda.

—¿Se ha enterado de lo de Ennis? —preguntó Remy.

El hombre asintió, mirando a su hija y luego otra vez a nosotros, una mirada paterna que nos dio a entender que la niña sabía que Fultz había muerto, pero que tuviéramos cuidado de lo que decíamos delante de ella.

—¿Cuándo vio a Ennis Fultz por última vez? —indagué.

—El jueves pasado —dijo Lyman.

—¿Y ayer? —insistió Remy—. ¿Estuvo en la propiedad?

—Me voy a trabajar hacia las seis de la mañana. Vuelvo a casa para las cinco.

Lyman explicó que operaba una grúa en una cantera de arena y grava al norte de la ciudad. Me pregunté si tendría acceso a nitrógeno.

—¿Y su mujer? —preguntó Remy.

—Es técnica veterinaria. Trabaja con animales dos días a la semana y otros dos turnos de noche. Los lunes tiene turno de día.

—Yo vi al señor Fultz el sábado —dijo la niña motu proprio.

—¿Cómo es que lo viste? —se interesó Remy.

—Es amigo mío —dijo—. Paseamos por el sendero todos los fines de semana.

Remy se puso en cuclillas.

—¿Y parecía enfermo el señor Fultz? —preguntó—. ¿Le costaba respirar?

—No, señora —contestó Alita—. Cuando empezamos a andar, se llevaba la bombona rodando por el sendero.

—Pero ¿el sábado no? —indagué.

—El mes pasado no —dijo ella—. El señor Fultz había adelgazado doce kilos. Hace magia, ¿saben? Trucos de manos.

Bill Lyman miró a su hija.

—¿Por qué no vas a casa, cariño? Ya acabo yo de hablar con la policía.

La niña arqueó las cejas y esbozó una sonrisa.

—¿Me llevo el todoterreno?

—Camina —dijo su padre.

Alita se marchó al paso de un hatajo de tortugas. Volvió la mirada un par de veces mientras descendía lentamente por uno de los laberínticos senderos que atravesaban la maleza.

—¿Ha visto a alguien sospechoso por la propiedad últimamente? —le preguntó Remy a Lyman.

El hombre negó con la cabeza.

—Pensaba que Ennis murió mientras dormía.

—Tenemos abiertas todas las opciones —repuse—. La señora de la limpieza mencionó que ustedes vivían aquí antes de que llegara él. ¿A qué acuerdo llegaron, oficialmente? ¿Le pagaban un alquiler?

—No —respondió—. Sé que suena raro, pero al principio nos dejó que nos quedáramos aquí sin más, y yo seguí cumpliendo con mi cometido de mantener los senderos desbrozados. Sin coste alguno.

—¿Al principio?

—El verano pasado, me preguntó si podía poner en marcha un proyecto. —Lyman señaló un carrito acoplado al todoterreno que estaba lleno de maleza—. Meto quince horas a la semana.

—¿Haciendo qué? —preguntó Remy.

—He estado abriendo una serie de senderos. Algo así como un jardín inglés, solo que en la montaña. Hay caminos. Bancos.

—¿Para el público?

—De eso se trataba. —Lyman se encogió de hombros—. Con el tiempo.

Pensé en el cambio de prioridades de Fultz.

—Entonces, ¿qué pasa ahora con su acuerdo?

—No sé. Llamé a su hijo, pero no he tenido noticias.

Miró camino abajo hacia donde se había ido su hija.

—Más vale que vuelva a casa —dijo—. A cerciorarme de que Alita haya llegado bien.

Remy le tendió una tarjeta y le advirtió que estaríamos en contacto.

Volvimos a mi camioneta y regresamos a comisaría en silencio.

Que Ennis Fultz hubiera sido envenenado suponía que teníamos un homicidio entre manos.

También quería decir que lo habíamos descubierto transcurrido ya un día de la franja de cuarenta y ocho horas en la que estadísticamente se resuelven los asesinatos, si es que van a resolverse.

Noté que se iba acumulando esa tensión que acompaña a la primera larga noche de toda investigación.

Porque en nuestro trabajo, cuando vas detrás de un caso, no existe el mañana. No hay tiempo para nada que no sea la pista. Y si el trabajo se te da bien, tienes que ser obsesivo en ese sentido.

En mi imaginación, vi alinearse las posibilidades. Connie Fultz. La familia Lyman. Y alguna mujer con la que se había enrollado Fultz después de irse su exesposa.

Pero sobre todo estaba la bombona.

Alguien había manipulado el oxígeno de Fultz. Alguien que tenía acceso a él. Que sabía desconectar el tubo que llegaba hasta la máscara y conectarlo a una sustancia distinta y más peligrosa. Alguien que quería ver muerto a Fultz.

La maldad de los hombres buenos buenos

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