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Para las nueve de la mañana del miércoles, me llegué al edificio del Tribunal Penal en la calle Cinco.

El caso Meadows seguía su curso sin que hubiera ningún acuerdo a la vista, y la fiscal Yugel me había pedido que asistiera al ensayo de la declaración del inspector Abe Kaplan.

Abe había sido compañero mío hacía años, pero ahora estaba emparejado con un tipo mayor llamado Merle con el que más de una vez me las había visto. En el caso que había desembocado en la muerte de Donnie Meadows, Remy y yo habíamos reclutado a Abe como tercero, para que echase una mano.

Abe tenía experiencia ante los tribunales, pero con Cat Flannery dispuesta a ir a por todas, la fiscal me había dicho que sería un «buen condicionamiento» asistir a un par de ensayos de declaración, de modo que nada me sorprendiera en la sala del tribunal.

Llegué a la primera planta y fui a la sala de reunión que había reservado Liz Yugel.

Abe estaba sentado en un extremo de la sala y Yugel en el otro, a unos cinco metros. Una cámara de vídeo grababa la entrevista, y me coloqué en silencio al fondo de la sala.

—El patrullero O’Conner informó de que usted y el inspector Marsh se pelearon esa noche aproximadamente a las dos menos cuarto de la madrugada —dijo Yugel—. ¿Es así?

Abe llevaba una chaqueta de lino color salmón con una camisa verde menta debajo.

—Yo no lo llamaría pelea —repuso.

—¿No se pelearon? —insistió la fiscal, en el papel de Cat la Tigresa—. ¿El patrullero mintió?

Abe y yo habíamos tenido un encontronazo durante las últimas horas de la investigación, de eso no había duda.

—Tuvimos una enganchada —dijo.

—¿Una enganchada?

—Rodamos por el suelo unos segundos —reconoció Abe—. No fue un combate de boxeo.

Yugel se quitó la chaqueta azul de botones que llevaba encima del vestido color canela y consultó su cuaderno de notas.

—¿A qué se debió la pelea?

Abe se pasó una mano por el pelo. Era medio negro y medio judío ruso, y tenía el pecho ancho y musculoso y un peinado a lo afro que le raleaba aquí y allá.

—Fue un malentendido —dijo, restando importancia a los detalles.

—¿El inspector Marsh le acusó de ser un policía corrupto? —preguntó Yugel, metiendo el dedo en la llaga como lo hubiera hecho Cat la Tigresa.

—Los ánimos estaban caldeados —dijo Abe.

—Estamos hoy aquí debido a un presunto exceso en el uso de la fuerza por parte del inspector Marsh. ¿Actuó al margen del procedimiento policial, en su opinión?

—No sabría decirle.

—¿No tiene opinión?

—No estaba en la cueva donde se vieron las caras él y Donnie Meadows. Cuando le vi, era media hora después.

Me vibró el móvil y bajé la vista. Un mensaje de texto de Remy me informó de que el jefe quería que le pusiera al día sobre Fultz en persona. Esa mañana ya le habíamos enviado una nota acerca de lo que había descubierto Sarah en relación con el envenenamiento.

Me levanté para irme, pero Yugel me lanzó una mirada.

—¿El inspector Marsh parecía haber perdido el control?

—No.

—Aun así, le dio un puñetazo en la mandíbula, ¿no? —continuó Yugel—. ¿Así se comporta el inspector Marsh cuando controla? Es para tener un punto de referencia de lo que es normal en él.

—Su compañera acababa de recibir un disparo, señora —dijo Abe—. A veces la adrenalina se dispara, y los hombres somos así, ya sabe. Nos zarandeamos un poco. Nos peleamos. Y luego, aquí no ha pasado nada.

Yugel dejó la cámara en pausa y anotó algo en su cuaderno amarillo.

—Eso me gusta —le dijo a Abe en un tono distinto. En su propia voz—. Creo que es ese rollo en plan sabiduría sureña, «Los hombres somos así»; está bien visto, inspector.

Abe se pasó la lengua por el labio. Conocía bien a mi antiguo compañero, y no le hacía ninguna gracia que se refirieran a su estilo personal como una especie de interpretación.

—A no ser que tenga algo más para mí —dijo Abe al tiempo que se levantaba de la silla—, ya he hecho esto un centenar de veces, Liz.

—Claro —respondió Yugel—. Está preparado.

Abe cogió el maletín con veinte años de antigüedad que siempre lleva consigo y se me acercó.

—Remy dijo que el caso Fultz es oficialmente homicidio.

Asentí.

—Si Merle puede apañárselas por su cuenta una temporada —dije, refiriéndome al compañero de Abe—, nos vendría bien tu ayuda.

—No tenemos mucho trabajo —respondió—. Puedes contar conmigo en el equipo, colega.

Abe dirigió un cabeceo a la fiscal sin decir palabra y salió.

Yugel se volvió hacia mí.

—Usted y yo vamos a necesitar un día entero —dijo—. Para prepararlo.

Yo no quería saber nada de preparaciones.

—Dígame cuándo y dónde —repuse—. Y allí estaré, con las pilas puestas.

Yugel cogió el maletín y guardó la cámara.

—¿Quién es Vonte Delgado, por cierto?

—¿Por qué? —pregunté.

—Cat Flannery pidió sus antecedentes penales.

Cat la Tigresa estaba indagando en antiguos casos míos.

—Es un mierda que secuestró a su propia hija —dije, cayendo en la cuenta de que la estrategia de Cat consistía en presentarme como un asesino reincidente—. Fue antes de su época, Liz. Y para que lo sepa, lo maté a tiros antes de que el fiscal que había por entonces pudiera demostrarle al mundo lo culpable que era.

La fiscal, que empezaba a entender el enfoque de Cat, asintió.

—Ya sé que no quiere estar aquí, inspector —respondió—. Pero no obligue a la ciudad a pagar de más a la familia de un asesino.

Pasó por mi lado recitando frases de esas que habíamos ensayado tal como debía decirlas yo; frases que demostraban que no tenía deseos de matar a nadie cuando fui a por Donnie Meadows.

—Esperaba con ilusión sus siguientes vacaciones —dijo Liz.

—Esperaba con ilusión mis siguientes vacaciones —repetí.

—Iba a comprar regalos de Navidad —recitó, y salió por la puerta.

Me quedé mirando por la ventana un par de palmeras de sagú que aleteaban al viento.

Esa era una frase que me resultaba imposible decir. Solo había dos personas para las que me había encantado ir de compras en Navidad. Y las había perdido a las dos.

La maldad de los hombres buenos buenos

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