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Apreté con el dedo el gatillo de la Glock 42 y surcaron el aire cuatro proyectiles del calibre 380.

Pum, pum, pum, pum. Todo antes de que tuviera ocasión de expulsar el aire que estaba conteniendo.

Era una mañana de martes de mayo, y mi compañera, Remy Morgan, y yo estábamos en el Georgia Safe, un campo de tiro cinco kilómetros al este de Mason Falls.

Me quité la chaqueta de sport marrón y la colgué en el tabique separador entre Remy y yo. Dejé la pistola encima de una pequeña repisa para armas, apuntando hacia el fondo del campo.

Llegaba flotando por el aire el olor a huevos revueltos y filete de pollo empanado desde la oficina del campo de tiro. El propietario, un patrullero retirado que se llamaba Cooz, nunca había probado un plato con salsa de carne que no le hubiera gustado, y tenía una figura que lo demostraba.

—Bueno, Rem —dije—. No me contaste cómo fue tu cita.

Remy llevaba uno de sus conjuntos habituales: pantalón color canela y blusa blanca bien planchada que hacía contraste con su piel marrón oscuro. Lucía gafas de empollona, lo que yo siempre había considerado una treta para disimular un poco su atractivo.

—¿El sábado? —Se encogió de hombros—. Fuimos a Forest Oaks.

Volví la vista hacia mi compañera. Monté una nueva diana en mi calle de tiro y pulsé el botón para alejarla.

—¿Te llevó a un cementerio?

Remy colgó su diana en la calle de al lado.

—Vimos Blade Runner, P. T. Ponen películas antiguas allí. Está de moda.

Había muchas cosas que estaban de moda, pero a mí me traían al fresco. Igual era cosa mía, que no quería acostumbrarme a lo que venía a ser mi nueva vida. Mi vida desde que murieron mi mujer y mi hijo.

Introduje el cargador en la Glock.

—¿Acaso no vamos al depósito de cadáveres suficientes veces al año? ¿Vas a ver tumbas cuando tienes una cita?

Remy puso los ojos en blanco. Yo le llevaba más de diez años a mi compañera de veintiséis.

—No seas vejestorio, P. T.

Se puso los auriculares y encajó el cargador de seis balas en su arma.

—Además, los viejos no suelen ser buenos tiradores —gritó—. Empiezan a perder vista.

Sonreí.

—¿Quieres que apostemos? Porque hasta donde recuerdo, tu compañero sigue siendo el mejor tirador del cuerpo.

Mi móvil emitió un zumbido en el bolsillo, y lo saqué. Tecleé una respuesta breve al mensaje y guardé el teléfono.

—El que pierda invita a la cena —dijo Remy moviendo mucho los labios—. ¿El mejor de veinte? ¿Cuatro rondas de cinco?

Adopté pose de pelea y apunté a la diana con mi Glock 42. Mi compañera puede ponerse un poco terca a veces. Es de esas capaces de empezar una discusión en una casa vacía. Por otra parte, eso es lo que más me gusta de ella.

Disparé: uno, dos, tres, cuatro, cinco. Pulsé el botón para recuperar la diana y me volví hacia Remy, sin mirar siquiera el papel que iba acercándose.

—Me gustan los asadores —dije—. Los asadores caros.

La diana de papel se detuvo y levanté un ángulo de la silueta impresa.

—Cinco de cinco, novata.

Remy ya no era una inspectora novata. Por eso precisamente lo dije.

Adelantó el pie derecho hacia el fondo de su calle y extendió el brazo derecho. Su brazo izquierdo lo sostenía con el codo doblado. Tenía una postura de tiro diferente de la mía. Se le daba el nombre de Weaver y era la que se les enseñaba a los cadetes desde hacía una década.

Remy se retiró el pelo hacia el hombro izquierdo. Mi compañera tenía los pómulos marcados, piel oscura y los rizos ondulados de una modelo de pasarela. Exhaló y apuntó, efectuando cinco disparos rápidos. Pum, pum, pum, pum, pum.

Pulsó el botón con la palma de la mano y la diana vino hacia nosotros.

—Pavo de tofu —dijo.

Los ángulos del papel aletearon por efecto del aire acondicionado en el interior del campo de tiro.

—¿Pavo de tofu? —pregunté moviendo mudamente los labios.

En el centro de la diana de Remy había cinco disparos de cinco. Dos estaban en una zona blanca denominada «diez interior». El centro del centro.

Remy inspeccionó sus resultados. Era la primera ronda, e íbamos empatados.

—Hay un restaurante vegano muy bueno junto a la Ochenta y Cinco —me gritó—. Después de que te dé una paliza, vamos allí. Hacen un pavo de tofu estupendo.

Volvió a vibrarme el móvil, y miré la pantalla para echar un vistazo a los dos textos que me habían enviado en los últimos minutos. Mi compañera ni siquiera era vegana. Solo quería tocarme las pelotas.

—Vamos a tener que dejarlo para otra ocasión. —Levanté el móvil para enseñarle un texto del jefe.

Recogimos y salimos a toda prisa. E introduje como mejor pude mi cuerpo de uno ochenta y nueve de estatura en el Alfa Romeo Spider del 77 de Remy.

Me llamo P. T. Marsh, y Mason Falls, Georgia, es mi ciudad. Últimamente estamos un poco por debajo de las 130.000 almas. Es un tamaño interesante: lo bastante pequeña para que las familias tengan la sensación de haber escapado del ajetreo de la ciudad cada vez más poblada que es Atlanta, pero lo bastante grande para tener una brigada de homicidios de cuatro inspectores trabajando a destajo y cobrando menos de lo debido.

—¿Qué dice? —Remy señaló mi móvil.

—Deshazte de la novata. Aunque es buena tiradora, más te vale tener como compañero un inspector con experiencia.

Remy me enseñó el dedo del medio de la mano libre, y yo me centré en el móvil.

—El jefe Pernacek tiene un amigo —dije.

Remy sonrió.

—Se le da bien hacer amigos —comentó.

Jeff Pernacek fue nombrado jefe de policía cuando yo era novato, pero se había jubilado hacía una década más o menos. Después de que nuestro reciente jefe abandonara el cargo, el alcalde Stems había recurrido a Pernacek para que volviera en calidad de jefe interino.

—¿Su amigo ha muerto? —preguntó mi compañera.

Aunque Remy se refería a que trabajábamos en Homicidios, también era verdad que Pernacek se había reincorporado al cuerpo con una opinión específica: que en su ausencia nos habíamos vuelto descuidados. Necesitábamos recibir órdenes, y muchas.

Cuando vi su primer mensaje, en el que pedía que pasáramos por el domicilio de un ciudadano para comprobar si se encontraba bien, le había contestado con un texto breve.

—¿Le has dicho que nos estábamos renovando la licencia de armas?

—Sí —repuse, a la vez que revisaba mi conversación con el jefe.

—¿Qué ha contestado?

Le enseñé a Remy la respuesta del jefe, que consistía en cuatro palabras.

Orden equivale a estructura.

Eso quería decir: Haced lo que yo diga, coño, aunque creáis que os envío a un puñetero recado inútil.

Remy pisó el acelerador, y del otro lado de la ventanilla pasó volando un bosque plagado de pinos de la variedad taeda. En primer plano, el kudzu verde y frondoso descollaba de la neblina de Georgia cubriendo los pinos como un calcetín viejo.

Mientras ella conducía, llamé al jefe, que me dijo que su amigo no se había presentado a la partida de bridge que jugaban todos los meses.

—Antes de que hagas algún comentario en plan listillo, P. T. —dijo Pernacek—, debes tener en cuenta que el alcalde y yo llevamos diez años jugando al bridge con Ennis Fultz. En el mismo restaurante. El segundo martes de cada mes.

—¿Y nunca ha faltado a una partida?

—No sin avisar —aseguró Pernacek—. Pero Ennis a veces es un poco excéntrico, y no quiero enviar a un agente de uniforme que no conozca.

—Claro —accedí.

El jefe provisional era un animal político de una variedad específica. Cuando el alcalde decía «rana», él daba un brinco. Pero estaba bien contar con la confianza del jefe. Una breve visita de comprobación y volveríamos al campo de tiro.

Diez minutos después abandonamos la SR-906 y mi compañera aceleró por un camino de grava que no estaba hecho para un cupé deportivo italiano de finales de la década de 1970.

—Bueno, no estamos en mitad de la nada —señalé.

—Pero desde aquí casi se ve —remató mi compañera diciendo lo que yo pensaba.

Aminoró la marcha y el polvo nos dio alcance como un dosel ocre. A través de la calima, se hizo visible una casa.

La edificación era del estilo de una cabaña de troncos construida de encargo en roble rojo. Pero estaba ubicada de una manera extraña. A menos que me hubiera desorientado, el cañón de Condesale estaba unos sesenta metros hacia el norte y ofrecía una vista tan hermosa como cara.

Pero quien construyó la casa, había tomado la decisión de hacerlo de cara al camino.

Aparcamos en una franja de grava justo delante y nos apeamos. Llamé a la puerta de madera de grandes dimensiones.

—¿Cómo has dicho que se llama? —preguntó Remy.

—Ennis Fultz.

Escudriñé el pulcro diseño de la casa. No había sistema de seguridad, ni interfono con cámara incorporada. Y tampoco había un portón que impidiera el paso a la enorme finca de Fultz desde la autopista.

Regresé por la grava hasta donde estaba aparcado el Alfa mientras Remy iba a echar un vistazo a la parte de atrás. Al este y el oeste de la casa había sendas hileras de limoneros Ponderosa con ramas verdes y flores blancas como de cera. Más allá, el bosque se espesaba unos ochocientos metros en ambas direcciones, siguiendo la curvatura de la topografía natural del cañón.

—P. T. —gritó Remy.

Rodeé la esquina de la casa y levanté la mirada. Una escalera subía hasta un pequeño rellano en la primera planta, donde estaba agazapada mi compañera.

—Ven a ver esto.

Subí los peldaños y me encontré junto a la puerta trasera de la primera planta a Remy, que pasó los dedos por la madera en torno al pomo.

Habían roto el marco abriendo un tajo entre dos pedazos de madera. Era un método habitual de forzar puertas con algo tan sencillo como un raspador multiusos de esos que utilizan los pintores.

Llamé con fuerza a la puerta trasera.

—¿Señor Fultz?

No hubo respuesta.

Unos sesenta metros detrás de nosotros, el terreno describía una leve inclinación al principio y luego caía como cortado a pico hasta el fondo del cañón.

—No es exactamente una circunstancia urgente —observó Remy.

Claro, pensé. Pero el jefe llevaba toda la mañana llamando a su colega.

Agarré el pomo por ambos lados y lo giré. La puerta no estaba cerrada con llave.

—¿Señor Fultz? —llamé.

No hubo respuesta.

Me adentré unos pasos en un despacho. La habitación estaba cubierta de punta a punta de madera de roble profusamente ornamentada y barnizada de color café expreso. El techo era de vigas de caja y había una mesa y un armario archivador empotrados.

Crucé el despacho hasta un descansillo de la primera planta. Abajo había un amplio espacio diáfano, una cocina americana y una sala de estar decoradas sin reparar en gastos. Un frigorífico Sub-Zero. Una cocina Wolf.

Al volverme hacia Remy, vi que la puerta de entrada al otro cuarto de la primera planta estaba entreabierta.

Había un hombre que aparentaba cerca de sesenta años, completamente en cueros y tendido boca arriba en una cama de matrimonio extragrande. Tenía la piel pecosa del color de una perla iridiscente.

—Joder —susurré. No me hacía ninguna gracia la perspectiva de llamar al jefe.

Salí y le hice un gesto negativo a Remy con la cabeza.

—Y una mierda —respondió mi compañera. El día había empezado bastante bien y ahora se había torcido. Había un muerto.

Llamé a comisaría.

—Pásame con el jefe.

Mientras estaba en espera, bajamos las escaleras y rodeamos la casa hasta la parte delantera. A lo lejos, se levantaba una nube de polvo. Venía en camino un coche.

—¿Esperas a alguien ya? —indagó Remy.

Negué con la cabeza, sosteniendo el móvil junto a la oreja.

El coche aminoró a medida que se acercaba. Era un viejo cacharro de finales de los noventa. Un Mazda Protegé de color amarillo desvaído.

El jefe Pernacek se puso al aparato.

—¿Qué ocurre? —dijo secamente, como si hubiera olvidado por qué nos había enviado allí.

—Jeff —respondí—, lamento decírtelo. Pero estamos en el cañón. Tu amigo ha muerto.

La maldad de los hombres buenos buenos

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