Читать книгу La maldad de los hombres buenos buenos - John McMahon - Страница 7

3

Оглавление

Según su expediente de tráfico, Ennis Fultz tenía sesenta y ocho años, una buena década mayor de lo que había calculado al entreverlo en la habitación de la primera planta.

Para las diez de la mañana, un coche patrulla había aparcado en la franja de grava al lado del Alfa de Remy y el Mazda amarillo. Igual que una camioneta blanca con la leyenda «Médico forense» en el lateral.

Resultó que el Mazda que había venido era de la señora de la limpieza de Fultz, una pelirroja de cerca de sesenta años llamada Louise Randall que respondía al apodo de Ipsy.

Sarah Raines, la médica forense local, subió a paso ligero los peldaños de entrada con su equipo, y Remy le abrió la puerta principal. Sarah iba vestida con un grueso jersey de lana que hacía juego con sus ojos azules pero no favorecía en absoluto su esbelta figura.

—Buenos días —nos saludó a los dos, aunque se demoró un poco más en mí. Sarah y yo llevábamos unos cinco meses saliendo.

Pasamos al interior y subimos al dormitorio, donde eché otro vistazo a Ennis Fultz. Medía uno ochenta y dos, tenía el pelo blanco y barba incipiente de un par de días. Una sábana le cubría la mitad del cuerpo, pero tenía el torso musculoso, los bíceps y el pecho firmes.

Hicimos fotografías del cadáver, rodeando la cama para ver a la víctima desde todos los ángulos.

—¿A vosotros os parece que tiene sesenta y ocho años? —preguntó Sarah.

—Más bien cincuenta y ocho —señalé.

Entre la cama y la pared había una bombona de oxígeno de la que salía un tubo que iba a parar a una mascarilla de plástico transparente de las que se sujetan a la cara con una goma por detrás de la cabeza.

—La posición del tubo —observó Remy.

La mascarilla estaba a unos quince centímetros de la mano derecha extendida de Fultz.

Cogí un inhalador de la mesilla de noche.

—Budesonida formoterol —leí en el lateral.

—El nombre comercial es Symbicort —dijo Sarah—. Reduce la inflamación y la irritación de las vías respiratorias. Puede indicar cualquier cosa desde asma a un problema respiratorio grave.

Remy y yo dejamos que Sarah se tomara su tiempo con el cadáver y nos separamos para inspeccionar la planta superior.

Mi compañera registró el despacho anexo de Fultz mientras yo pasaba al cuarto de baño. En la papelera, encontré un paquete de Trojan y un condón usado.

Los guardé en una bolsa para pruebas mientras echaba un vistazo a los demás medicamentos de Fultz. Prometazina para un catarro hace tres meses. Lipitor para el colesterol. Un frasco de viagra, en el que quedaban dos pastillas. No vi nada que me pareciera sospechoso.

—Momento estimado de la muerte, el lunes 6 de mayo —dictó Sarah a la grabadora que tenía en la mano, refiriéndose a la víspera—. Entre las diez de la mañana y las dos de la tarde.

—¿Tienes una causa de la muerte? —pregunté.

Sarah vaciló mientras se recogía el cabello rubio hasta los hombros en un moño. Era atractiva, eso seguro, pero yo había comprobado lo buena persona que era en las distancias cortas. Me hacía falta alguien así.

Seguí la mirada de Sarah hasta la mano derecha del hombre. La piel en las yemas del pulgar y el índice de Fultz se había vuelto de color azul oscuro.

—Vamos a esperar a toxicología —advirtió.

Sarah dejó la grabadora y cogió una cámara. Tenía las herramientas de su oficio en una caja de señuelos adaptada al uso, y me vi reflejado en un espejo en la cara interior de la tapa.

Llevaba despeinado el pelo castaño ondulado y tenía los ojos azules enrojecidos. Sarah me había zarandeado en plena noche para despertarme dos veces. Estaba gritando en sueños de nuevo.

Le había prometido que los problemas por los que pasé el año anterior no regresarían.

Crucé el pasillo hasta Remy. Mi compañera tenía abierta la puerta de atrás, la misma por la que habíamos entrado antes. En el suelo al lado de la jamba había quince o veinte astillas de madera, justo donde forzaron el marco.

—¿La señora de la limpieza venía dos veces a la semana? —pregunté.

—Martes y jueves —dijo Remy.

—O sea que, si limpió esta parte el viernes, eso nos permitiría establecer la cronología de un posible allanamiento.

Abrí la puerta y eché un vistazo a las escaleras de atrás, al pie de las que había amontonada media docena de sacos de semillas de hierba de la variedad maratón.

Volví a entrar.

Las paredes del despacho estaban cubiertas de portadas enmarcadas de revistas del sector inmobiliario en las que salía la cara de Fultz. EL MAESTRO DE LA TRANSACCIÓN, lo llamaba una. EL HOMBRE MÁS ODIADO DE GEORGIA, decía otra.

—Tenemos que averiguar más cosas sobre este tipo —comenté.

Remy y yo pasamos por delante del cadáver y fuimos abajo para hablar con la señora de la limpieza.

Ipsy Randall estaba chupada a más no poder y su pelo rojizo oscuro tenía las raíces negras. Olía a una mezcla de productos de limpieza Lysol y Marlboro Reds.

—¿Cuánto hace que trabaja para el señor Fultz? —preguntó Remy.

—Dieciséis años —dijo Ipsy, que pasó a explicar cómo había seguido a la familia Fultz de un domicilio a otro. Los había visto separarse y divorciarse. Y a su hijo irse a la universidad.

—Hemos encontrado un condón en la basura —dije—. ¿Vivía el señor Fultz con alguna amiga?

—¿O algún amigo? —sugirió Remy.

—Ja, ja, Dios bendito. Eso le habría hecho gracia —le dijo Ipsy a Remy—. Ennis era encantador, pero nunca vi una mujer aquí los días que venía a limpiar.

—Pero ¿el condón? —Remy señaló hacia la planta superior.

—Había casi siempre uno en la basura los martes —dijo Ipsy.

Remy y yo cruzamos una mirada. «¿Tenía el tipo una chica habitual?».

Me apoyé en la pared. En el otro lado de la sala había una pecera a medida de seis metros de ancho con los laterales de piedra natural.

—¿Qué sabe sobre el estado de salud del señor Fultz? —pregunté.

Ipsy describió los tratamientos respiratorios a los que se sometía Fultz por las mañanas con el tanque de oxígeno, pero nos aseguró que llevaba años haciéndolos y seguía activo.

—De un tiempo a estar parte, la mitad de las veces había salido a caminar cuando llegaba yo.

—Entonces, ¿tiene llave para entrar?

Ipsy asintió al tiempo que la sacaba, y me vino a la cabeza lo de los dedos azules. El término técnico era «cianosis». Esa coloración podía indicar muchas cosas. Incluso muerte natural, si el cadáver permanecía expuesto el tiempo suficiente.

Le preguntamos a Ipsy por la familia del fallecido, y nos facilitó la dirección del hijo de Ennis Fultz, Cameron, que tenía treinta y tantos años. La exmujer de Fultz, Connie, tenía la edad de Ipsy.

—Así que la esposa es diez años más joven que él, ¿no? —confirmó Remy.

—Más o menos. —La señora de la limpieza señaló la puerta principal—. Ya se lo he dicho al patrullero, por cierto. Igual pueden cerrar la casa cuando se marchen. El señor Fultz tenía por costumbre esconder dinero en efectivo por todas partes.

—¿A qué se refiere con «esconder»? —indagó Remy.

—Encontré diez mil dólares en el horno tostador hace unos meses —contestó Ipsy—. Lo veía en la parte de atrás paseando con una bolsa de papel y una pala.

Diez mil pavos eran una razón bastante buena para un allanamiento. Fuimos con Ipsy al despacho y le enseñamos las astillas de madera junto a la puerta de atrás. Le preguntamos si había pasado la mopa por allí la última vez que estuvo.

—Cuando me fui el viernes a las tres, se podría haber comido en el suelo de lo limpio que estaba.

Ipsy nos llevó a algunos sitios donde Fultz podía haber guardado dinero. A medida que los íbamos revisando —una caja de seguridad en su armario, un estante lleno de cajas de zapatos vacías—, los encontramos vacíos por completo. La puerta de la caja de seguridad, entreabierta.

—¿Se le ocurre alguien que quisiera hacerle daño al señor Fultz? —indagó Remy.

Miró hacia las grandes puertas de cristal que daban a la galería de la planta principal.

—¿Les importa si fumo? —preguntó—. Ha sido una mañana de aúpa.

La seguimos a la galería. Allí fuera había un cenicero de motel color salmón, junto con un paquete de Virginia Slims. Imaginé que era su sitio para relajarse, no el de Fultz, porque él necesitaba oxígeno.

Encendió el cigarrillo. Exhaló. Tenía en los dientes manchas amarillas de tabaco más viejas que mi compañera.

—¿Cree que la gente puede cambiar, inspector?

No esperaba una pregunta así.

—Si quieren hacerlo, claro —dije.

—Bueno, el señor Fultz pasó por el hospital el año pasado. Y volvió siendo una persona distinta.

—¿En qué sentido? —preguntó Remy.

Ipsy le dio una larga chupada al pitillo. Formó una pequeña «o» con los labios y expulsó el humo.

—Había una pareja —dijo—. Cuando Ennis construyó la casa aquí, ellos vivían en las tierras, en una pequeña estructura en el linde de la propiedad. La mujer, india; igual su familia había vivido aquí desde siempre. El hombre era tan blanco como usted.

—Vale. —Asentí—. ¿Los echaron? ¿Se enfadaron?

—No, no es eso —dijo Ipsy, a la vez que se pinzaba una pielecilla en el brazo arrugado por el sol—. Ennis los dejó en paz. El hombre mantenía desbrozados los senderos que bordeaban el cañón. Siguió haciéndolo.

—Bien —dije.

—Pero después de que Ennis saliera del hospital, ayudó a la pareja a adoptar una criatura. Se sirvió de su influencia en la ciudad. Hizo lo mismo conmigo. Un día vino con un fajo de billetes. Atrasos, lo llamó.

—¿Cuánto le dio? —indagó Remy.

—Seis mil dólares. —Ipsy aplastó la colilla—. Van a oír historias horribles sobre el señor Fultz —añadió—. Que era un auténtico hijo de puta.

—¿Lo era?

—Para los del ramo, supongo que sí —repuso—. Pero ¿si alguien entró por esa puerta y le hizo daño? —Ipsy señaló hacia arriba—. Por lo que a mí respecta, deberían achicharrarlo.

El ama de llaves cogió el bolso de mano, uno de esos voluminosos de cuero que aparentaba unos veinticinco años.

—Ahora necesito descansar.

Remy le dio a Ipsy una tarjeta de visita.

—No se olvide el tabaco —le advirtió mi compañera.

Ipsy negó con la cabeza.

—Ah, no es mío. Es que estaba nerviosa y necesitaba echar un pitillo.

Mi compañera guardó el paquete de tabaco en una bolsa para pruebas. Aunque las huellas de Ipsy estuvieran por todas partes, podía ser de alguna otra utilidad.

A la espera de la autopsia, Sarah había establecido la hora de la muerte entre las diez de la mañana y las dos de la tarde de la víspera, y pensé en cuánta actividad había habido aquí en mitad de la nada.

Habían dejado seis sacos de semillas de hierba en las escaleras de atrás. Alguien debía de haber forzado la puerta trasera. Y una mujer misteriosa se acostó con Fultz. No teníamos ni idea de cuándo había ocurrido la mitad de estos acontecimientos, pero las últimas setenta y dos horas parecían bastante ajetreadas para un tipo jubilado.

Llegó el jefe Pernacek y se reunió con nosotros en la galería.

En algunos condados, llaman a la policía cuando se da cualquier tipo de fallecimiento, ya sea natural u homicidio. Mason Falls no era uno de esos sitios. Pero si eras rico, famoso, o fallecías de repente, bien podían ir a verte a domicilio dos inspectores y su jefe.

—Supongo que estáis pensando que es un caso de muerte natural —dijo Pernacek, más a mí que a Remy.

—No sé —dije, pensando en el color azul de las yemas de los dedos de Fultz, los daños que había sufrido la puerta trasera y, por otro lado, que el viejo necesitaba oxígeno ya solo para respirar.

—Puesto que conoce a la víctima —preguntó Remy—, ¿quiere hablar con la familia en persona?

Pernacek era alto e insólitamente esbelto, con un aire a lo Ichabod Crane. Le sonrió a mi compañera.

—Creo que es estupendo que ahora haya chicas en la brigada de inspectores, Morgan —respondió—. Aporta una perspectiva completamente distinta. Pero no me he encargado de una notificación desde finales de los noventa.

Remy le sostuvo la mirada al jefe.

Era típico de Pernacek. Ladridos por teléfono. Halagos equívocos a la antigua usanza en persona. Y no alcanzaba a recordar al tío en un solo puñetero escenario del crimen cuando estaba al mando en otros tiempos.

Pensé en las portadas de revistas que había enmarcado Fultz en su despacho.

—¿Hay algo que debamos saber sobre Ennis?

—Era un buen hombre —repuso Pernacek—. Los pulmones jodidos por fin le dieron alcance. Supongo que manejaréis el asunto con respeto. Os pondréis en contacto con su exmujer y le daréis carpetazo al caso bien rápido, ¿eh?

—Claro —dije, aunque no estaba tan seguro de coincidir con él. Ni en que Ennis fuera uno de los pilares de la ciudad, ni en que su muerte hubiera sido por causas naturales.

Pernacek dio media vuelta y salió. Y yo seguí con la vista el polvo que levantaba el viejo Mazda de Ipsy al alejarse.

La casa no estaba diseñada pensando en las mejores vistas. Aquello parecía una guarnición a la espera de que llegaran problemas por ese mismo camino.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Remy, siguiendo mi mirada con la suya.

Y el caso es que, cuando estoy en el escenario de un crimen, sobre todo pienso en qué hago allí. No me refiero a ningún rollo esotérico en plan «Por qué estamos aquí». Me refiero a qué hago yo aquí.

He asistido a los funerales de mi mujer y mi hijo. Me han dejado por muerto en mitad de una autopista. Y de algún modo, despierto una y otra vez. Sigo respirando.

Pero este tipo, no.

Ennis Fultz era mayor, pero estaba lo bastante en forma para echar un polvo. Por lo visto era un magnate inmobiliario, pero se construyó una casa de espaldas a una vista de un millón de dólares. Y si se percató del allanamiento, no se puso en contacto con sus amigos del ayuntamiento.

El trabajo de un inspector está bastante claro: ordenar las piezas que conforman una historia y permanecer atento a las que no encajan.

Si la muerte de Fultz no había sido por causas naturales, y esto era un asesinato, quería decir que el asesino entró en la casa entre media docena de visitas. Y de algún modo se escabulló. Arriesgándose a quedar a plena vista. Una persona pequeña en un inmenso espacio abierto.

—¿Crees que el jefe está en lo cierto? —preguntó Remy—. ¿Es una muerte natural?

Titubeé.

—¿Sabes lo que pienso, compañera? —le dije a Remy—. Hay quien los tiene bien puestos.

—Eso está claro, jefe —comentó.

—Pero si esto es un asesinato... —Me quedé mirando la carretera ante nosotros—. Y solo hay un camino de salida de este lugar. Entonces al asesino le hace falta una carretilla para llevar los suyos.

La maldad de los hombres buenos buenos

Подняться наверх