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La niña sabía cosas.

Madre decía que era porque se le daba bien escuchar. No solo las palabras que pronunciaban los adultos, sino las palabras «entre las palabras».

La niña se fijaba en los pequeños movimientos de los contornos faciales que telegrafiaban la mentira de un adulto. Percibía cambios en la música y la cadencia de una voz, como cuando alguien salía de la habitación y los que quedaban decidían que había pasado el tiempo suficiente para que no hubiera peligro en hablar de esa persona.

Pero, sobre todo, sencillamente siempre había sabido más que las niñas de su edad.

En su antigua escuela pública, los profesores la habían adelantado un curso. Luego otro.

La escuela recomendó que adelantara otro, pero Madre dijo que no era natural que una niña de doce años comenzara secundaria, sobre todo teniendo en cuenta lo pequeñita que era.

Así pues, la niña se fijó sin problema en que el vehículo había estado siguiéndolos.

Una camioneta Toyota.

Blanca, con un faro averiado.

Su padre había cambiado de carril dos veces en los últimos diez minutos, y aun así la camioneta blanca seguía detrás, a una distancia de diez o doce vehículos.

La niña iba sentada en el asiento trasero del Hyundai de su familia, jugando al Minecraft en su iPad.

Había calculado que necesitaría mil tablones de madera para construir la casa que quería en el videojuego. Y sabía que de cada tronco de roble salían cuatro tablones, así que se dispuso a talar doscientos cincuenta robles. Una tarea sencilla, venga a mover los dedos de aquí para allá.

Fue entonces cuando la camioneta empezó a acelerar.

Una distancia de ocho vehículos.

Una distancia de seis.

Cuatro.

El conductor hizo entonces una maniobra extraña, acelerando al tiempo que se desviaba de la carretera y salía al arcén. Y la niña no le vio sentido, hasta que el ángulo anterior izquierdo de la Toyota dio un bandazo y entró en contacto con el ángulo posterior derecho del coche de su familia.

Su mundo empezó a girar.

Vio los oscuros pinos de hoja corta del bosque de Georgia a la orilla de la calzada. Vislumbró el río Tullumy allá abajo, al fondo de la pendiente. Y el metal de un quitamiedos cada vez más cerca.

Madre gritó. La niña salió lanzada contra la ventanilla. Y luego hubo una última imagen.

La cara del hombre de la Toyota.

Centrada y nítida. Sin el menor asomo de pánico. Mirándola directamente a ella.

Y entonces el coche de su familia se salió dando tumbos de la carretera.

La maldad de los hombres buenos buenos

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