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A las tres de la tarde, Connie Fultz se presentó en comisaría y Remy la llevó a la sala de interrogatorios B. Yo me quedé en la pequeña zona de observación desde la que se veían las salas A y B.

Connie llevaba pantalón blanco y una escotada blusa rosa debajo de un jersey ligero. Al igual que en el vídeo de la gasolinera, su cara y su cuerpo parecían más próximos a los cincuenta que a los cincuenta y nueve, una figura probablemente conservada gracias a clases de pilates y entrenadores personales bien caros.

Remy abrió la puerta de observación y me volví hacia mi compañera.

—Es mejor que no hablemos ahí —dije—. Ella no tiene abogado y nosotros no tenemos orden judicial.

Pasé junto a mi compañera y abrí la puerta de la sala de interrogatorios.

—Lo siento —le dije a Connie—. Estamos de renovaciones y no queda ninguna sala de reuniones. Soy el inspector Marsh.

Connie Fultz se levantó y me estrechó la mano.

—Vamos a ir al parque a por un granizado —propuse—. ¿Le importa acompañarnos? Podemos hablar por ahí.

—Claro —accedió Connie, y le indiqué el camino hacia el vestíbulo.

Salimos por la puerta principal y enfilamos la acera.

—Lamento lo de Ennis —dijo Remy.

Ella miró a mi compañera.

—¿Es la inspectora que habló con Cameron?

Remy asintió y cruzamos la calle hasta un parque cercano a la comisaría.

—Crecí en una época en la que un marido era el centro del universo —dijo Connie—. Y Ennis fue el mío durante treinta y nueve años.

Hay un subconjunto de mujeres sureñas —de buena familia, ricas, o las dos cosas— que han aprendido a arrastrar una serie de palabras específicas. Pronuncian «dulce» como «deulce» y «tiempo» como «tiaempo». Surte efecto de sentirse cortejado por una debutante de una época pasada.

—¿Cómo era? —se interesó Remy.

—Ennis era encantador. —Connie titubeó—. Era guapo. Tenía una sonrisa tierna al estilo sureño. Y era un hijo de puta.

Cruzamos a una zona cubierta con ese material esponjoso que hacen con neumáticos reciclados para que los críos no se hagan daño al caer.

—¿Dónde se conocieron? —pregunté.

—En Georgia —dijo, refiriéndose a la universidad—. Había quedado para ir a un brunch en mi primer año. Llevaba mi mejor vestido de verano y estuve esperando a la entrada del comedor durante más de una hora.

—¿La dejaron plantada? —preguntó Remy.

—Pues sí —asintió Connie—. Entonces llegó un hombre atractivo de cerca de treinta años y me preguntó si me encontraba bien.

—¿Ennis era mayor?

—Un estudiante de primer curso de veintisiete años. —Connie sonrió—. Trabajó nueve años en la granja de su padre después de secundaria.

Eso explicaba la diferencia de edad.

—¿Qué ocurrió entonces? —preguntó Remy.

—El resto es historia —dijo—. Me llevó al brunch y me sentí como Cenicienta en el baile.

»Después de la universidad nos casamos y nos mudamos a Atlanta —continuó—. Ennis tenía la teoría de que los cementerios se estaban desplazando a las zonas residenciales de las afueras. El suelo era muy preciado en el centro de la ciudad.

—Estaba en lo cierto.

—Acabamos en el negocio de los cementerios a las afueras de la ciudad y el negocio de los bienes inmuebles comerciales en el centro. Para cuando cumplí los treinta, teníamos un centenar de edificios. A Ennis le gustaban más los cementerios. «Los inquilinos muertos rara vez se quejan», solía decir.

Llegamos al carrito donde un tipo vendía granizados, y saqué un billete de diez. El heladero tomó tres cucuruchos de papel y los llenó de hielo triturado.

Remy pidió sabor a uva y yo, a cereza. Y Connie escogió manzana acre.

Era importante entablar una buena relación, pero ya habíamos estado un buen rato hablando de cosas intrascendentes.

—Nos han pedido que pongamos los puntos sobre las íes respecto a la muerte de Ennis —dije—. Como bien sabe, era fundamental para la comunidad. Ustedes dos son donantes de grandes causas cívicas.

—Se lo agradezco —dijo.

—¿Cuándo vio a su marido por última vez? —indagó Remy.

Connie se sentó en un banco cercano.

—Hace un mes, lo más probable.

Ahí estaba. Desde que recibí mi placa de inspector, había algo invariable: todos mentían.

—¿Y cuál fue el motivo?

—Ennis tenía que firmar unos documentos para una obra benéfica.

—Usted y el señor Fultz se divorciaron hace dos años —dijo Remy—. ¿Le importa contarnos cómo acabó?

Connie ofreció una media sonrisa.

—Nos distanciamos, como muchas parejas.

Hice una pausa, sopesando mis opciones. La esposa tenía buenos contactos en la ciudad, pero también nos estaba vacilando.

—Su exmarido murió el lunes entre las diez de la mañana y las dos de la tarde.

—Ah —dijo.

Le mostré a Connie la foto tomada del vídeo de la gasolinera Valero.

—Esta imagen se grabó a las diez y dieciocho. A kilómetro y medio del domicilio de Ennis.

Connie se quedó mirando la foto.

Al arreciar el viento, se ciñó el jersey y un par de ruiseñores de cuello color rubí se lanzaron en picado contra un seto de dedalera a su espalda.

—Quizá más vale que empecemos de nuevo —propuse—. ¿Cuándo vio a su exmarido por última vez?

Connie se puso en pie.

—Espere un momento. —Cambió de actitud—. Ennis estaba bien cuando me fui.

—¿Cuándo se fue?

—Una hora o así después. —Señaló la fotografía—. Quizá menos.

—¿Qué hacía allí? —preguntó Remy.

—Teníamos que hablar.

—¿Sobre?

—Habíamos prometido donar dinero para el pabellón infantil del hospital. Doscientos mil dólares a lo largo de cuatro años.

—¿Qué problema había?

—Ennis no los había pagado —dijo—. Ese era el problema.

—¿Había un motivo?

—Me dijo que sus prioridades habían cambiado. El problema era que ya habían puesto una placa con nuestro nombre en el edificio. El Pabellón Pediátrico Fultz.

—¿Se pelearon? —indagó Remy.

—Las mujeres de mi posición no nos peleamos, señorita —repuso—. Discutimos, claro...

—Usted es enfermera, ¿verdad? —la interrumpió Remy. En casa de Fultz habíamos visto una fotografía de Connie, de hacía décadas, con uniforme blanco.

—¿Qué? —dijo, confusa por la pregunta—. Sí, cuando era joven.

—Entonces, entiende de dosis, ¿verdad? —preguntó Remy.

Miré a mi compañera. Un par de dedos azules no eran ni de lejos prueba suficiente de que Fultz hubiera sido envenenado.

Connie miró a Remy con los ojos entornados. Hizo ademán de abrirse paso entre nosotros.

—Voy a hablar con su juez de instrucción. A averiguar qué están insinuando.

—Señora, ¿se acostó con su exmarido esa mañana? —preguntó Remy.

—Rem —le advertí.

La exesposa se volvió, pálida.

—¿Cómo se...?

—Sé que es delicado —reconoció Remy—, pero encontramos un condón en la basura.

Connie arrugó la nariz, más cabreada que una gallina puesta a remojo.

Le restregó a Remy por la blusa blanca el granizado verde.

—Hay una cosa que se llama decoro, jovencita. Búsquelo en el diccionario. —Dejó caer el cucurucho de papel y se largó echando pestes.

Remy se quedó de una pieza y luego echó a andar detrás de Connie Fultz.

Me planteé los quebraderos de cabeza en los que podríamos vernos con el jefe, si Connie era tan íntima de Pernacek como su marido.

—Señora Fultz —grité.

La exmujer se dio la vuelta, pero su expresión era distinta de lo que había esperado: una mujer despechada.

—No he usado protección con mi marido desde que tenía diecinueve años —dijo.

Connie Fultz pulsó el mando del coche, y un BMW descapotable blanco aparcado junto al bordillo emitió un gorjeo.

En el interior de mi cabeza se produjo una sinapsis.

Connie no negaba haber mantenido relaciones con Ennis. Sin embargo, el condón no lo había usado con ella.

«Hubo otra mujer en esa casa. Después de ella».

Se montó en el coche.

—Supongo que ahora ya les ha quedado claro, por qué nos separamos. Me harté de beber para superar sus aventuras. Y él se hartó de comprarme el vino.

Pulsó el botón de arranque del vehículo con la portezuela aún entreabierta.

—Pero lo más triste, inspector —continuó—, es que mentí porque estaba avergonzada. Sigo enamorada de ese hijo de puta. Pero después de irme yo... —Meneó la cabeza—. Increíble.

Connie cerró la puerta de un tirón.

—Era un marido de mierda y un padre peor aún.

Procuré tranquilizar a Connie.

—Escuche...

—¿Quiere una pista, inspector? —me interrumpió—. Busque a alguna chavalita que le vaya el sadomaso. Si huele a cuero, es que va por buen camino.

Connie se aferró al volante y el BMW se incorporó disparado al tráfico.

Remy llegó a mi altura, la mancha del cucurucho de granizado de un verde fluorescente sobre la blusa blanca.

—Jesús bendito en patinete —le comenté a mi compañera. Volví a cruzar la calle en dirección a la comisaría. Remy me siguió, a sabiendas de que estaba cabreado.

—Ya sé que la he apretado, P. T. Pero hemos obtenido información, ¿no?

Accedimos a la comisaría.

—No tenemos la causa de la muerte —dije—. Y el jefe Pernacek solo está de manera provisional, Rem. Si algo así se vuelve en su contra con el alcalde, también nos la cargaremos nosotros.

—Pero ¿el DVD de la gasolinera, P. T.? Les he dicho a los del servicio técnico que me carguen las imágenes en el portátil. Tenemos una segunda cámara en la carretera que va hasta la casa de Fultz. Si hay otra mujer, la vamos a encontrar.

Me planteé lo que había dicho Connie Fultz. Sobre el cuero y el sadomaso.

Si la exmujer no era la asesina, nuestra franja para la hora de la muerte se había reducido a las dos horas y media después de que ella se hubiera marchado. Entre las once y media y las dos.

Entramos en mi despacho, y Sarah nos estaba esperando.

—He encontrado una cosa —anunció en un tono de voz entusiasta—. Acidosis. Hipoxia.

—En cristiano —dijo Remy.

—Fultz murió envenenado, pero no como suele ocurrir —respondió Sarah—. Envenenamiento por nitrógeno.

—¿Eso existe? —preguntó Remy.

Sarah asintió.

—El único problema es, ¿cómo consigues que alguien respire nitrógeno?

La bombona de oxígeno en el cuarto de Fultz.

«Alguien la había manipulado».

La maldad de los hombres buenos buenos

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