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Capítulo 4



18 de abril de 1927. La nieve se había derretido en gran medida y aunque el viaje que les esperaba iba a ser duro, el repuntar del sol de la mañana hacia despertar en ellos una mezcla de sentimientos esperanzadores. Kulik, Alekséi y el viejo guía partirían hacia un destino incierto. Los caballos aguardaban pacientes mientras comían la fresca hierba que comenzaba a brotar; tres de ellos iban cargados con provisiones, medidores, cámaras… y todo el equipo necesario para la investigación y supervivencia.

Siguieron el curso del río. Si el frío había sido mal compañero en su trayecto anterior, ahora, las continuas hordas de mosquitos que machacaban su piel, convertían las horas en insufribles pesadillas. Hacían frecuentes paradas e ingerían alimentos con regularidad, mas a pesar de ello, cada vez se sentían más agotados.

Después de tres días de extremas penalidades comprobaron que el terreno se tornaba más transitable. Avistaron, a lo lejos, un inconfundible rebaño de cabras que pastaban plácidamente; junto a ellas se distinguía una figura humana ―sin duda, su pastor―, que cubría sus ojos con una mano a modo de visera dirigiendo la mirada hacia donde ellos se encontraban. Alzó la otra mano y los saludó.

Cuando Okhchen ―el pastor―, comprobó el deplorable estado en el que se encontraban debido a las heridas infectadas y a una alimentación no adecuada, les invitó a su vivienda.

―Para adentrarse hacia donde pretenden ir, han de continuar siguiendo el curso del río Chamb’e ―dijo avivando el fuego del hogar y ofreciéndoles unas tiras de carne de oso ahumadas―. Les aconsejo que substituyan los caballos por renos para continuar el viaje. Están mejor adaptados a estas zonas.

El descanso en aquella cabaña les devolvió las fuerzas. Por la mañana, nada más nacer el día, cerraron el trato con el cabrero; a cambio de un precio pactado en rublos, se quedaría con los caballos y les entregaría unos robustos renos más idóneos para desplazarse en aquel abrupto terreno.

Con nueva montura y una alforja cargada con carne de oso, cortesía del pastor, reanudaron la búsqueda, bajo la atenta mirada del gran astro, que lucía radiante en el lejano horizonte. Durante un par de días siguieron por el margen del río Chamb’e hasta alcanzar el río Makirta. A partir de ese punto, con el agotamiento de nuevo instaurado irremisiblemente en sus cuerpos, vieron las primeras señales de la devastadora explosión de 1908. Tomaron, entonces, camino al norte de la misma, siguiendo los indicios que Kulik había conseguido reunir con arduos esfuerzos.

La gran extensión de árboles derribados, las ramas y raíces de estos, constituían un verdadero laberinto casi insalvable. El avance era lento y tortuoso. Kulik, en un primer análisis, dedujo que los árboles habían ardido de arriba hacia abajo, dándole el convencimiento absoluto de que tuvo que ser un repentino foco de calor el que, desde la altura, había provocado el fuego.

El profesor imaginó un enorme e incandescente meteorito, empujando y creando una gigantesca bolsa de aire caliente que, al llegar a una determinada altura, incineró todo lo que halló a su paso.

Los tres hombres viajaron por aquella insufrible encrucijada de ramas secas que, como una alfombra de espinos, obstaculizaba su camino. Su conversación era casi nula y Potapovich se estaba transformando, a pasos agigantados, en un hombre cada vez más huraño. Durante dos días avanzaron hacia un terreno árido y baldío, allí parecía que la vida no tenía cabida. El silencio solo era roto por los constantes crujidos de las ramas secas bajos sus pies.

―Viejo, ¿es normal este silencio? ―preguntó Alekséi sobrecogido. Potapovich simplemente asintió. Entonces se detuvo en seco, sudando copiosamente y no pudo contener el llanto por más tiempo. Todo su cuerpo temblaba.

―¿Está bien? ―dijo Kulik apoyando su mano sobre el hombro del abuelo.

―No puedo seguir, lo siento ―repetía entre sollozos cubriendo su rostro con las manos.

―¿Cómo…? ―preguntó Alekséi sorprendido.

―Que no puedo seguir… Miren a su alrededor, camaradas ―dijo, girando sobre si mismo para indicarles todo el área que les rodeaba―. No hay vegetación, no se escucha ni un solo animal, ni un pájaro… Nada. Esto solo puede haberlo causado un Dios y su ira.

―Amigo. Esto lo ha producido un meteorito. ¡No sea tonto! No crea esas patrañas que cuentan por ahí.

―No Kulik, no. Ustedes, los de la ciudad, no creen en cuentos, pero yo le aseguro que a veces los cuentos son reales. ―Sus ojos denotaban un terror absoluto―. Escuche. Ni un animal en muchos kilómetros a la redonda. ¿Le parece esto normal? ¿Y si realmente los dioses del inframundo están esperándonos? ¿Y si nos devoran?…

El hombre se puso en cuclillas, escondió su rostro nuevamente entre sus enormes manos y se derrumbó en un llanto inconsolable. Los dos científicos estaban exhaustos, aquello claramente marcaba el fin.

―¿Aquí acaba todo, Kulik? ―protestó Alekséi enojado.

―No, querido amigo. No hemos llegado hasta aquí para nada, pero tampoco podemos avanzar sin un guía y a este pobre hombre le ha vencido la superstición.

―¿Qué hacemos entonces, profesor?

―No nos queda otra opción que volver sobre nuestros pasos a Vanavara y empezar de nuevo.

Si avanzar había sido duro, retroceder lo fue mucho más. Cada paso los alejaba un poco más del gran cráter. Kulik empezaba a desesperar; tanto esfuerzo para nada. Habían estado tan cerca que, por un momento, incluso se había planteado continuar sin el guía. Pero él era un hombre sensato, y como tal, no podía poner en juego la vida de Alekséi y la suya propia arriesgándose a no saber encontrar el camino de vuelta. Miró a Potapovich, parecía un hombre veinte años mayor de lo que era. Daba la impresión de ser un anciano vencido por el tiempo. Le infundía un sentimiento entrelazado de odio y lástima. Aquel desdichado repetía, en una incansable letanía, que el Dios Odgy los esperaba agazapado en el horizonte para atrapar sus almas.

―¡No se callará! ―se quejó Alekséi―. Cada vez que miro a ese abuelo me dan ganas de golpearlo. ¿Cómo es posible que sea tan poco profesional?

―Alekséi, debe aceptar las cosas tal y como son. No se trata de falta de profesionalidad, sino de pánico. He visto esa mirada en innumerables ocasiones cuando fui partícipe en diversas incursiones militares contra los japoneses. Hombres fuertes como osos, llorando como niños ante el enemigo; a veces por miedo a morir, a veces por miedo a matar… El miedo, amigo mío, es nuestro peor enemigo y muchas veces no nos da tregua.

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