Читать книгу La biblia aria - Jordi Matamoros - Страница 13
ОглавлениеCapítulo 7
Kulik se había quitado un gran peso de encima al revelar las fotografías y comprobar que el disco se había dejado captar por la cámara. Vistiendo su mejor traje, cogió la vieja cartera en la que guardaba todas las pruebas y documentos de la expedición, y se dirigió hacia la academia. El estado de nervios crecía a cada paso que lo aproximaba a su destino.
De sobras sabía que no sería sencillo hablar directamente con Joseph Stalin, líder comunista de la Unión Soviética, pero estaba decidido a conseguirlo.
Ya en la academia, entregó una copia de las fotografías y de toda la documentación sobre la expedición, omitiendo todo dato que hiciera alusión al extraño disco. Pidió audiencia con Stalin, alegando como motivo ciertos conocimientos imposibles de revelar a ninguna otra persona, y que podían poner en peligro la seguridad del Estado.
Genrij Grigorienich, ayudante de Menzhinski y verdadero director en la sombra de la temible OGPU, la policía más oscura del régimen, lo recibió en el Kremlin. Pero Kulik no se rendía fácilmente e insistió en que debía hablar en persona con el mismísimo Secretario General del PCUS.
―Exponga su problema ―ordenó con autoridad Grigoriennich.
―Le pido respetuosamente que ponga en conocimiento de Stalin que tengo información vital para la seguridad del Estado ―repitió nuevamente―. No se ofenda, nada más lejos de mi intención ofenderlo, pero, por favor, entiéndame, es muy importante, debo hablar directamente con él.
Kulik aguardó respuesta, manteniéndose firme, con porte militar, ante aquel temible personaje. Genrij se puso en pie, rodeando la elegante mesa, avanzó hacia él, dejando que el gran ventanal lo enmarcara. Se detuvo a un palmo de su cara, analizando fríamente su semblante. El pobre profesor sudaba copiosamente, pero supo mantener el temple. Sin mediar palabra, Grigoriennich abandonó la sala cerrando el doble porticón tras él. Kulik suspiró aliviado, relajándose de aquella tensa situación.
Instantes más tarde, la puerta se abrió a su espalda. De nuevo, la tensión se apoderó de él. Escuchó unos pasos que se acercaban; al pasar junto a él, aquel hombre colocó la mano sobre su hombro derecho, ejerciendo una ligera presión a modo de saludo. Stalin se dirigió hacia la silla de haya, exquisitamente labrada, y se sentó indicando con un gesto que ocupara la silla que se encontraba frente a él.
―Bien, señor Kulik, tengo mucho trabajo, así que, si no le parece mal, iremos al grano. ¿Puede usted exponer ese asunto tan importante que no puede explicar a mis hombres de confianza?
―Verá, señor… ―comenzó con voz vacilante―. Mi colega Alekséi y un servidor acabamos de regresar de una expedición a Tunguska. El viaje ha sido…
―Por favor, evite los detalles ―interrumpió―. Como ya le he dicho estoy muy ocupado.
―Está bien… ―dijo Kulik rebuscando en su vieja cartera de piel, ajada por el tiempo―. Juzgue usted mismo ―dijo deslizando sobre la mesa las reveladoras fotografías.
Stalin cogió las instantáneas que le ofrecía sin muestras de interés. Kulik pudo observar como la expresión de su rostro cambiaba en un segundo al contemplar la imagen del disco oval suspendido en el cielo de Tunguska. Incorporándose en la silla, las estudió atentamente.
―¡¿Qué diantres es esto?! ―observó brevemente a aquel hombrecillo sentado frente a él, pero su mirada se resistía a apartarse de aquellas fotografías que, ahora sí, captaban toda su atención. Descolgó el teléfono sin dejar de mirarlas y dijo:
―Cancele todas mis citas de hoy.
Stalin se levantó y se dirigió hacia el mueble bar. Sirvió dos copas de vodka y ofreciendo una a Kulik, le dijo:
―Creo que tiene usted una historia que explicarme, camarada.