Читать книгу La biblia aria - Jordi Matamoros - Страница 18
ОглавлениеCapítulo 12
Los tres hombres esperaban en la estación para embarcar en el Transiberiano, escoltados por cinco soldados vestidos con ropas de calle, para no llamar la atención.
―¿Cómo se encuentra, Alekséi? ―preguntó Kulik una vez subieron al tren y tomaron asiento.
―Mejor, ya casi no me duele ―mintió el profesor.
―Es usted un joven demasiado impetuoso ―le reprochó―. Ha tenido suerte; su descaro podría haberle acarreado unas consecuencias mucho más nefastas. Será mejor que descanse, está pálido como el mármol.
―Al menos le pude decir a ese malnacido lo que pienso de él, no como Petrov.
Kulik miró hacia la rodilla de Alekséi, e irremediablemente volvieron a atormentarle los recuerdos de aquellos tiempos en los que participó en la guerra. Había visto decenas de heridas semejantes a la de su compañero e incluso había curado alguna de la misma forma en que lo había hecho aquel militar. En primer lugar, ató fuertemente un trozo de trapo en la parte superior de la pierna para detener la hemorragia; tras limpiar la herida con alcohol, retiró los fragmentos de metralla con un cuchillo esterilizado con fuego. Volvió a utilizar el cuchillo para cortar el tejido muerto de toda la cavidad de la herida y con una lima raspó la zona afectada para eliminar así cualquier resto de piel muerta o infectada. Después volvió a verter una generosa cantidad de alcohol y cosió la herida. Por último colocó una venda… Había visto hombres fuertes como toros gritar de dolor, sin embargo, aquel hombrecillo había apretado fuertemente los dientes y no había emitido ni un solo quejido. Admiraba esa faceta de Alekséi, realmente, era un hombre valiente.
El trayecto fue tedioso y monótono. Iván parecía mucho más viejo que hacía unos días, sumido en el silencio miraba a través de la ventana. Aquel giro inesperado en la actitud del comandante había despertado un justificado temor por su futuro más próximo, al fin y al cabo, según había dicho, tan solo se limitaba a cumplir órdenes de Stalin. Tal vez para ellos también guardaran algún abrupto desenlace; en pocas horas se disiparían sus dudas.
Cuando bajaron del tren, les aguardaba un vehículo oficial que los trasladó, sin dilación, hasta el Kremlin, donde el hombre que ostentaba el poder en el nuevo régimen ruso esperaba impaciente su llegada.