Читать книгу La biblia aria - Jordi Matamoros - Страница 14

Оглавление

Capítulo 8



De la anterior expedición había aprendido que ir a Tunguska antes de la primavera era un suicidio. Durante los siguientes meses todo parecía haber vuelto a la normalidad. Kulik desempeñaba su trabajo como profesor de mineralogía, en Tomsk. Moría de ganas por desvelar el secreto a sus alumnos, pero había dos razones de peso para no hacerlo: primera y más importante, el pacto que había hecho con Alekséi y Petrov. Había dado su palabra, y un caballero jamás la incumple; y de la segunda, pendía su vida. Stalin le había advertido de que todo cuanto había explicado allí era confidencial, y se consideraba, a partir de aquel momento, secreto de estado, con las consecuencias que conlleva traicionar a la patria. Habían localizado a Alekséi y a Petrov; tras interrogarlos para asegurarse de que nadie más conocía los hechos, habían sido advertidos de la misma manera.

A principios de abril de 1928 se iniciaba una nueva expedición a Tunguska, pero en esta ocasión respaldada por el Kremlin. Con la documentación aportada por Kulik, el viaje había sido meticulosamente organizado, sin escatimar gastos. El grupo, compuesto por los dos científicos, el guía y diez ingenieros, iba escoltado por quince militares de élite pertenecientes a la RKKA.

El día 15, como marcaban las previsiones, llegaron a la que, desde hacia un tiempo, denominaban Zona Cero, donde, supuestamente, aguardaba el extraño artefacto. Estático, en el aire, se evidenció ante ellos al aproximarse. Los ingenieros exclamaron impresionados por la extrañeza y perfección de aquel aparato.

Montaron sus tiendas en el mismo lugar donde Kulik y sus compañeros acamparan hacía casi un año. Al igual que entonces, encendieron una hoguera para guarecerse del frío. Al calor del fuego, especulaban sobre la procedencia del objeto y los materiales de los que podía estar compuesto. Sus mentes divagaban imaginando formas de vida inteligente en otros mundos. Si aquella cosa era un artilugio experimental de algún ejército, los militares allí presentes, lo ignoraban. Muchos de ellos ocultaron su temor tras la coraza creada por la férrea disciplina.

Al despuntar el día, organizaron el trabajo entre el equipo de ingenieros y los soldados. En poco tiempo vieron crecer de la nada una torre de madera bajo aquel objeto. Así, madero a madero, clavo a clavo… aquella estructura de diez por diez fue ganando altura hasta alcanzar los trece metros que los separaban de su objetivo.

―¡Camarada Kulik! ―gritó Nicolay Smirnov, el ingeniero que ostentaba el mando, desde lo alto de la plataforma―. Ha llegado el momento. ¿Quiere hacer los honores y ser el primero en tocarlo? ―dijo señalando la majestuosa nave que se hallaba a escasos centímetros de su cara.

―Por supuesto ―respondió de inmediato, y dejando su cuaderno de notas a un lado, se dispuso a trepar por la sólida torre. Smirnov quedó sorprendido por aquella reacción. Realmente, aquel pequeño hombre tenía agallas. Sin demora escaló hasta la cumbre que lo situaba junto al ingeniero.

―¡Espere, señor Kulik! Puede ser peligroso ―le advirtió Smirnov.

Sin hacer caso de aquella recomendación y nada más llegar a lo alto de la torre, se quitó el guante de la mano izquierda y, con mucho cuidado, se dispuso a apoyarla sobre la nave. Pero su propósito no pudo llevarse a cabo; entre aquel aparato y su mano quedaba un espacio insalvable, como si un finísimo escudo protector impidiera el contacto directo con cualquier agente externo, conservando, de esta manera, una carrocería que se percibía inmaculada y pulida. Probó a ejercer una pequeña presión para llegar a la superficie, pero únicamente consiguió que aquel objeto se balanceara suavemente. Kulik, fascinado, permaneció en aquella postura, analizando sus propias sensaciones, durante varios minutos.

―Señor ―llamó Smirnov preocupado―, ¿está usted bien? ―Pero no hubo respuesta―. ¡Kulik! ―gritó el militar. El profesor dirigió una breve mirada al ingeniero y de inmediato la volvió a posar sobre la nave, magnetizado por su belleza.

―Está agradablemente cálida ―dijo sin apartar la mano―, produce una increíble sensación de paz ―añadió pensando en voz alta.

Poco después, varios de aquellos hombres se encaramaban hacia el punto más alto de la improvisada torre. Uno tras otro, fueron tocando el objeto.

―Parece liviano, señor ―dijo uno de los ingenieros mientras lo mecía sin esfuerzo.

―¡Bajémoslo! ―ordenó Smirnov―. ¡Con mucho cuidado! No debe sufrir ni un rasguño, así que asegurense de sujetarlo debidamente.

Los hombres ocuparon rápidamente sus puestos, circundando la nave. De extremo a extremo, fueron lanzando cuerdas y afianzándolas con experimentados nudos.

De forma eficaz, fueron desmontando la base más alta de la torre. Después tensaban las cuerdas para hacer descender aquel disco gris plomizo. Repitieron el procedimiento una y otra vez hasta hacerlo descansar sobre la base más baja de la plataforma, situada a unos tres metros del suelo.

―De momento lo dejaremos ahí. En unos días llegará el transporte.

La biblia aria

Подняться наверх