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Capítulo 10



Poco después de partir, los vehículos se detuvieron repentinamente. Los militares corrían obedeciendo las órdenes de su superior. Kulik miró por la ventana y pudo distinguir, a lo lejos, una figura humana. En poco tiempo, aquel adiestrado grupo de soldados había franqueado al individuo que, bajo el punto de mira de las ametralladoras AP-28, levantaba sus manos sin oponer resistencia. Sin dejar de apuntarle, lo llevaron ante su comandante.

―¿Cual es su nombre, anciano?

―Iván, señor.

―Bien, Iván. ¿Hay alguien más con usted?

―No, señor, ya no. Todos murieron y nadie se atreve a venir por aquí.

¿Y usted qué hace aquí? ―se dirigió bruscamente al intruso.

―Les observaba ―dijo con sinceridad―. ¿Puedo preguntar a dónde llevan la nave celeste?

―Eso no es asunto suyo. Aquí las preguntas las hago yo, así que limítese a responder. ¿Sabe alguien más que existe la nave celeste, como usted la llama?

―No, señor. Todos temen venir a este lugar. Piensan que está maldito.

―¿Y usted? ¿Usted no cree que pueda estar maldito? ¿No la teme? ―dijo señalando el camión que transportaba la nave.

―Gracias a ella sobreviví a la explosión. Vino del cielo y se situó sobre mí para protegerme del fuego y el odio de los enfurecidos dioses. Ella me salvó, aunque no pudo hacer lo mismo por los de mi clan. Todos murieron―. Una expresión de tristeza ocupó el arrugado y curtido rostro del anciano.

―¿Dice usted que se encontraba justo bajo la nave cuando algo explotó y destruyó a todo ser vivo a cientos de kilómetros a la redonda, pero que a usted no le ocurrió nada? ¡Venga, viejo loco! No me haga reír ―se mofó el comandante.

―Perdóneme, señor ―dijo Kulik acercándose a los dos hombres e interrumpiendo al militar―. Permítame que me presente como es de debido. Soy el profesor Leonid Kulik, responsable de investigar la explosión de 1908 e identificar la causa. Quisiera hacerle unas preguntas, si es usted tan amable. Comandante ―dijo dirigiéndose al militar―, creo que es innecesario que sus hombres continúen apuntándole.

Con una leve inclinación de cabeza, ordenó que obedecieran la petición del científico. Inmediatamente todos bajaron sus armas.

―Mucho mejor así. ¿Podría usted contarme, con todo detalle, qué recuerda de aquel día?

―Sí, amigo, soy viejo, pero mi memoria es buena. ―Todos, sin excepción, estaban atentos a las palabras de aquel anciano―. A menudo, sueño con lo que ocurrió y despierto empapado en sudor. Aquel fue el día en que perdí a todos los miembros de mi clan, como ya le dije a ese grandullón. ¿Sabe una cosa? No me gusta ese hombre ―dijo bajando la voz, aunque todos oyeron claramente sus palabras―. Me vi obligado a vagar en soledad por estas yermas tierras, repudiado por el resto del mundo, puesto que, al ser el único superviviente, me consideran tan maldito como el lugar. Van a ser ustedes los primeros a los que cuente lo que vi, nadie más se ha acercado a mí desde entonces…

Un fuerte ataque de tos hizo que interrumpiera su relato. El anciano parecía cansado y desnutrido. Alguien le ofreció una cantimplora metálica con agua de la que bebió ruidosamente a grandes sorbos.

―Dígame una cosa, Iván, ¿cómo se ha alimentado todo este tiempo? Aquí no hay animales, ni siquiera hay vegetación. ¿Cómo ha podido sobrevivir en este lugar?

―La primera semana creí que no lo conseguiría. Es cierto que intenté huir de aquí, lo admito, pero solo porque no había alimento. Creía que todo el mundo había muerto y que yo era el único superviviente de la Tierra, porque el destino así lo había querido. Me dirigí hacia el río, pero conforme me alejaba de aquí y dejaba atrás los árboles derrumbados por la explosión…

―Háblenos de la explosión ―interrumpió el comandante.

―Todo a su tiempo, señor. Bien… Como decía, conforme me acercaba al río, empecé a descubrir vegetación y de ella me alimenté. Si allí había vida, estaba seguro de que en el río también, así que continué y no me equivoqué. Recogí todo aquello que fuera comestible y volví a aquí, a la tierra donde permanecen los espíritus de mi gente. De tanto en tanto, vuelvo en busca de más alimentos.

Kulik empezaba a sentir simpatía por aquel viejo Evenki de nombre ruso.

―Es usted un hombre con recursos, amigo ―dijo Petrov soltando una carcajada.

―La causa de la explosión fue la nave celeste. Aquella mañana el sol brillaba en el cielo, que se mostraba completamente despejado ―empezó a narrar gesticulando exageradamente―. Nosotros… Quiero decir… Mi clan y yo, estábamos allí ―dijo señalando con mano temblorosa hacia el lugar donde, poco antes, se encontraba la nave―. Aunque no quede ni rastro, están ustedes sobre las tierras que habitábamos, por aquel entonces. ―Un brillo de perdida empañó sus pequeños ojos.

―Continúe, amigo ―lo instó Alekséi, dando unos golpecitos de consuelo en su escuálido hombro.

―Oímos un gran estruendo continuado y creciente. Todos cubrimos nuestros oídos. Los pequeños lloraban y corrían asustados buscando la protección de sus madres. Entonces lo vimos. Desde allí ―dijo señalando un punto lejano en el cielo―, se acercaba a gran velocidad, dejando una estela de humo a su paso. No se apreciaba más que una masa de un rojo ardiente, envuelta en llamas. Aquello se detuvo en seco y, por un instante, pudimos verlo… Era un gran objeto redondeado y alargado, como el tronco de un árbol… Sí, eso es, como un enorme tronco de unos 50 metros de largo y, por lo menos, 10 o 15 de ancho, pero no sabría precisar. Estaba muy alto en el cielo, a unos 1.000 metros. ―El viejo Evenki se movía continuamente, señalando aquí y allá―. Durante un instante, se mantuvo estático en el aire.

―¿De forma cilíndrica? ¿Cómo esto? ―Alekséi esbozó a grandes trazos un dibujo de la supuesta nave en su libreta de campo.

―Eso es… Y más o menos por aquí ―dijo señalando el dibujo―, había una gran compuerta y de ella surgió la nave celeste y se posicionó justo sobre mí, donde ustedes la han encontrado… Desde entonces ha permanecido allí.

―¡Dios mío! ―exclamó uno de los militares.

―Pero eso no es todo. De la nave celeste se abrió otra compuerta más pequeña y por ella salió algo despedido a gran velocidad, pero no pude verlo. Podría decirse que lo percibí, era como cuando esta nave desaparece… ¿Saben a qué me refiero?

―¿Quiere decir que parecía invisible?

―No exactamente, profesor, más bien, como si fuera transparente ―puntualizó―. Ya le digo que no pude apreciarlo demasiado bien. Piense que todo sucedió en un instante.

…Entonces, aquel cilindro enorme ―retomó la narración―, empezó a desprender una luminosidad que crecía y crecía hasta convertirse en un brillo cegador, imposible de mirar directamente. Entornando los ojos, los cubrí con mis manos, y entre el pequeño espacio que separaba mis dedos, miré hacia la gran nave. Esta aumentó de tamaño para después hacerse más pequeña, como si se expandiera y volviera a comprimirse. La inmensa luz dejó paso a un túnel en el espacio que había ocupado aquel enorme cilindro, y entonces todo fue luz a mi alrededor; al principio sin sonido, luego, casi al momento, un ruido atronador, como si una montaña se desplomara… Pero yo sabía que allí no había ninguna montaña. Aún así, caí de rodillas protegiéndome de aquellas supuestas piedras que se abalanzaban sobre mí ―el viejo escenificaba esta parte de la historia como si la volviera a vivir―. Me vi envuelto en una extraña luz que manaba de la nave y me protegía del caos que se desarrollaba a mi alrededor. Desde aquel lugar presencié cómo el bosque era devastado, y cómo mi mujer y mis cuatro hijos se desintegraban y desaparecían. Recuerdo gritar y gritar desesperadamente hasta perder el conocimiento. Al despertar, todo había cesado. Quizá estuve allí días, quizá semanas… No tengo manera de saberlo, solo sé que al despertar todo mi mundo había desaparecido para siempre.

Se hizo un silencio general que parecía querer ser un respetuoso homenaje hacia el mundo muerto del Evenki.

―¿Asegura usted que fue el único superviviente? ―preguntó el comandante.

―No exactamente. Durante un tiempo, me cruzaba de vez en cuando con alguna persona o animal. ¡Parecían cadáveres resucitados! ¡Eran repugnantes! Sus cuerpos se encontraban cubiertos de pústulas infectas ―Iván escupió al suelo para demostrar el asco que le producía el solo recuerdo―. Algunas hembras habían dado a luz bebés deformes que lloraban sin cesar; bebés monstruosos… Se arrastraban pidiendo ayuda, implorando perdón… Pero, poco a poco, fueron muriendo y desapareciendo. Al principio, la gente de los poblados cercanos venía a curiosear, pero también enfermaban y morían de la misma forma, así que empezó a correr el rumor de que Odgy había maldecido este lugar de manera que nadie osaba acercarse por estas inmediaciones. Y aunque no lo crean, también me temen a mí ―rio a carcajadas―. Precisamente yo que sigo sano, soy aquel al que repudian. En fin, supongo que así debe ser, así está escrito. Todo ello hace que yo sea el Sempiterno buscador ―así me llaman―, alguien anclado al dolor del pasado y sumido en la pesadilla de la devastación.

Kulik sintió un escalofrío al ser consciente de que tanto él como todos los hombres de aquella misión habían quedado expuestos a lo que quiera que fuera que había causado todas aquellas muertes.

―Iván, ¿cree usted que el otro objeto cayó por aquí cerca?

―No solo lo creo, sino que lo sé con certeza. Conozco el lugar exacto ―Iván bajó la voz, adoptando un tono misterioso―. Se encuentra más allá del agua, en las profundidades de la tierra, donde nadie le puede dar alcance. La nave celeste quiso que así fuera.

La traumática experiencia y los años de soledad habían trastocado la mente del anciano, pensó Kulik. Pero era su única fuente de información, así que continuó interrogándolo:

―¿Podría llevarnos hasta a él?

―Ya lo creo que podría, pero no ahora. Si no se dan prisa en salir de aquí, el tiempo los atrapará irremediablemente. En este lugar la muerte está al acecho de los más sutiles despistes. Además, no les servirá de nada. Nadie lo encontrará hasta que la nave así lo quiera. ―Su risa se vio interrumpida por un fuerte ataque de tos.

Kulik entendió que aquel hombre, a pesar de sus delirios, tenía razón en algo: ir en busca del objeto en ese momento haría que se desviaran de su ruta, poniendo en peligro la efectividad de las rigurosas previsiones que hasta el momento habían seguido a rajatabla, con excelentes resultados. Sería como ponerse en manos del azar. Indudablemente, sería necesaria otra expedición, y para ello tendrían que esperar la llegada de la siguiente primavera.

Kulik se alejó del anciano e hizo un gesto al comandante para que se reuniera con él en privado.

―Comandante, no sabemos si lo que este hombre cuenta es cierto o no, pero después de ver lo que transportamos, estoy seguro de que Stalin no querrá dejar cabos sueltos. Seguramente se preparará otra expedición para buscar el objeto. Para ello es imprescindible que Iván nos acompañe. Es el único que conoce la ubicación.

―¡Subidle al camión! ―ordenó de inmediato a sus hombres.

Iván no esperaba que la situación diera un giro tan drástico; al fin y al cabo, él había colaborado explicando todo cuanto recordaba. Incluso les había aconsejado marchar por la proximidad de las heladas… No acababa de entender que aquellos hombres le obligasen a subir a uno de aquellos vehículos para alejarlo del lugar donde él deseaba pasar el resto de sus días. El pobre viejecillo luchaba en vano por liberarse, mientras gritaba a sus captores. Minutos más tarde volvían a reemprender el viaje de regreso, llevando consigo una prueba viviente de lo que antaño aconteció.

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